(Papas 4) Dios impositivo no es Dios, ni Iglesia/Papa dominante es infalible

Siguiendo en esa línea podemos añadir que sólo quien renuncia a tener razón y a dominar sobre los otros a través de sus razones «superiores» puede en verdad ayudarles, volviéndose infalible. De esta forma descubrimos que hay algo más poderoso que el poder: el amor creador. Hay algo más verdadero que la razón demostradora: la verdad de la gracia, que puede expresarse en los grupos que aman, en las religiones que buscan el bien de todos los hombres y mujeres y (para nosotros, católicos) en una iglesia concreta donde los cristianos (y de un modo concreto su Papa) renuncian a mantener su razón particular e impositiva, para buscar con los demás el reino de Dios. Leídas así, las dos definiciones (la capacidad racional de conocer a Dios y la infalibilidad) nos sitúan ante la gran paradoja cristiana:

1. En sentido estrecho, el papado ha sido poco racional y muy falible.

El Vaticano I decía confiar en la razón, pero hay pocas instituciones importantes que se hayan opuesto a la razón más que el papado, en su magisterio normal, en línea de política y cultura, en los últimos siglos (del 1600 al 2000). Casi hasta mediados del siglo XX, los Papas han rechazado la libertad religiosa, se han opuesto a la democracia, han condenado el liberalismo y el progreso, han negado los derechos humanos, han criticado la autonomía de la prensa etc. etc.

Además, el Papado promovió en otro tiempo las guerras de religión, instituyó inquisiciones, quiso convertir a los «infieles» con la ayuda de la espada de los «reinos católicos» (España y Portugal), persiguió a los herejes... En esa línea, siempre que ha tomado la verdad como objeto de posesión y de poder sagrado, ha sido muy falible en temas concretos de fe y costumbres.

Bastará con recordar otra vez a J. L. GONZÁLEZ FAUS, La autoridad de la verdad: momentos oscuros del magisterio eclesiástico, Herder, Barcelona 1996.



2. Como representante del evangelio de la gratuidad, el Papa ha sido racional e infalible.

Ha sido racional pues ha valorado y promocionado la tarea de la razón, es decir, de la humanidad en cuanto abierta a la Razón de Dios. Ha sido y puede ser también infalible porque, a través de caminos tanteantes y equivocaciones (tal como hemos visto), la iglesia papal ha venido expresando y concretando a lo largo de la historia el proyecto de Jesús, es decir, la llamada del Reino. Entendida así, la infalibilidad del Papa se identifica con la infalibilidad de la Iglesia (católica, protestante, ortodoxa...) y de toda la humanidad y en ese sentido ratifica un elemento esencial del evangelio, pues mantiene su esperanza y ofrece la garantía del sentido de la vida humana.

Sólo podemos ser cristianos si creemos, de un modo concreto, que la verdad de Dios se va expresando, a pesar de que la historia parece tortuosa y desalmada, suscitando caminos de esperanza y diálogo, abierto a todos los hombres, a través de la comunión concreta de unos seguidores de Jesús, que se descubren vinculados a los crucificados y expulsados de la historia (a los que no pueden imponer su verdad) .

La declaración del Vaticano I sostiene que el Papa tiene la misma infalibilidad de la iglesia, es decir, la de todos los cristianos (y en el fondo la de todos los hombres). En esa línea añadimos que la Iglesia infalible e indefectible (que en el fondo es lo mismo) no es la del poder, simbolizada en grandes edificios o proyectos elitistas, ni la que se expresa en una Curia bien centralizada en Roma, con organismos administrativos y jurídicos eficientes, sino aquella que renuncia a todo poder y a toda verdad propia, para vivir y anunciar el don y fraternidad de Jesús, sin necesidad de instituciones impositivas, cajas fuertes, organizaciones decisorias (casi siempre dictatoriales), ni grandes documentos.

Esta iglesia no es infalible por encima (o en contra) de otras iglesias o religiones,

sino con ellas, en gesto radical de pobreza (renuncia a todo poder), de gratuidad (renuncia a toda imposición), en diálogo de amor, desde los más pobres, que son en el fondo los únicos infalibles, porque les ama Dios en Cristo y porque les sostiene el Dios que es infalible en su elección y en su llamada, en el despliegue de su gracia creadora.
La infalibilidad de la iglesia es el amor gratuito, es decir, el poder del no-poder y la verdad del no-juicio. Eso significa que el Papa tiene la suprema potestad allí donde supera o abandona toda potestad. De esa forma puede definir la verdad infalible en la medida en que renuncia a cualquier infalibilidad propia que vendría a situarle, de forma impositiva, por encima de los otros.

El Papa no puede equivocarse, según el evangelio, porque los pobres que acogen el amor de Dios y responden con amor no se equivocan (porque el Dios infalible les ama). De esa forma puede expresar la comunión de esperanza y palabra compartida que se encuentra vinculada a la experiencia pascual de Jesús, tal como aparece en las bienaventuranzas y en la entrega a favor de los demás.

Tiene la infalibilidad de la iglesia, es decir, de los pobres e impotentes, que de esa forma quedan en manos del poder y la verdad de Dios. Tiene la infalibilidad del amor que siempre permanece y nunca cesa, mientras acabarán las profecías, cesarán las lenguas y terminará el conocimiento de aquellos que se piensan sabios en el mundo (cf. 1 Cor 13, 8).

Sólo esa iglesia, que se identifica con los crucificados de la historia, buscando desde la periferia del poder del mundo el futuro de la humanidad, en amor concreto y entrega a los pobres, puede ser y es infalible. No lo es porque sabe más en plano de ciencia, ni porque puede más en línea de organización o autoridad dominadora, sino porque quiere transmitir el mensaje del reino a los pobres (¡ellos son los infalibles!) y porque quiere mantenerse en diálogo de amor concreto, a través de un gesto de perdón y no-juicio que lleva en sí la garantía de la vida perdurable, por pura gracia, sin imponer a nadie su imperio o su certeza.

Esta declaración de infalibilidad, que el Vaticano I ha centrado en el Papa, como signo de Jesús y de una iglesia que promueve el evangelio de los pobres, ha de entenderse como expresión gozosa de vida y esperanza, que se vincula al mensaje del Reino y a las bienaventuranzas. Ella nos dice que, siguiendo a Jesús, la humanidad no marcha a la deriva, sin conocer de dónde viene ni hacia dónde se dirige, sino que forma parte de un camino abierto por Dios hacia el futuro de Cristo, de manera que ella, la humanidad en la que habita Cristo, en medio de sus múltiples equivocaciones, no puede equivocarse.

Ése es el lugar donde se expresa la profundidad de las riquezas, de la sabiduría y del conocimiento de Dios, por encima de las mismas infidelidades de la historia (cf. Rom 11, 33), porque la Palabra, es decir, la presencia creadora de Dios permanece para siempre. «Cielo y tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mc 13, 31):
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