Teresa de Lisieux 1. Civilización del amor

Hoy se celebra la fiesta de Santa Teresa del Niño Jesús. Interrumpo mi serie de ángeles (y dineros) para ocuparme tres dás de ella. Volveré a los ángeles más tarde. Un amigo del blog, que tiene como nick Mudejarillo, me ha pedido varias veces que cuelgue aquí lo que dije sobre Santa Teresita en el Congreso Internacional de Salamanca, año 1998 (Actas publicadas en Universidad Pontificia, 1999). Había pensado rehacer el trabajo, pero no me ha dado tiempo; así que aprovecho el día para publicarlo en tres entregas, sin notas, con algunas omisiones. Serán tres días de Santa Teresita, al comienzo de otroño. Con ella un saludo a todos.

Santa Teresita y la civilización del amor
Hace algunos decenios, Pablo VI propuso este programa evangelizador: debemos construir una civilización del amor, partiendo del evangelio, en diálogo con las diversas culturas y religiones de la historia. La misma Iglesia debía actuar, según eso, como levadura de amor en el mundo, volviéndose fermento de humanidad, dentro de una tierra amenazada por la espiral siempre creciente de injusticia y violencia. Sin duda alguna, es importante el despliegue confesional de la fe; pero en un nivel más extenso, los cristianos pueden y deben colaborar con todos los humanos en la construcción de una civilización universal centrada en el amor.
Ese programa sigue vivo y queremos tomarlo como punto de partida en nuestra visión de Teresa de Lisieux. De esa forma entendemos su experiencia cristiana como laboratorio y fuente de humanidad, ofreciendo su Camino de amor (=Camino de infancia amorosa, que lleva hacia el Padre) como un modelo de humanización abierto a todos los creyentes, e incluso a los que sienten dificultades para creer, siempre que asuman el ideal y proceso de amor que ella tomó como base de su vida.

Introducción dogmática.

Tomamos como punto de partida una visión general del amor, entendido en forma trinitaria e histórica, como fundamento y sentido de todo lo que existe. Así queremos formularlo de un modo "dogmático", poniendo de relieve la presencia y acción de cada una de las personas trinitarias:

En el principio de la eternidad era el Amor, como afirma el símbolo o credo trinitario: la comunicación completa y ya perfecta del Padre con el Hijo en el Espíritu constituye el Principio (y meta) de todo lo que existe. Por eso decimos que Dios es primordialmente Padre: no necesita de las humanos para amar, es el Amor como verdad y fuente fecunda de todo lo que existe.
Desde esa certeza, los creyentes pueden elaborar una espiritualidad del amor paterno, centrada en el don y búsqueda de Dios, destacando así el misterio de la filiación humana, como han indicado, de maneras convergentes Jn 14, 1-14 y Rom 8, 18-30. Desde un mundo donde al fin toda paternidad fracasa o resulta deficiente (por la muerte), animados por el Espíritu, los cristianos buscan a Dios Padre, y en el Padre encuentran la transparencia del amor personal que es principio y sentido de todo lo que existe.

– En el centro de la historia se ha revelado el amor de Dios en Jesucristo, su Hijo, nuestro Señor, como sabe y testifica todo el Nuevo Testamento. El Hijo de Dios es (=se ha hecho) hijo, hermano y amigo de los hombres y mujeres de la tierra, dentro de la historia, asumiendo su mismo sufrimiento y abriendo para (con) ellos un camino de liberación personal y social, por medio de la pascua.

A partir de esa certeza, los cristianos deben elaborar una espiritualidad del amor filial y fraterno, asumiendo y expandiendo ese camino de Jesús. Él ha entregado su vida al Padre, en amor grande, que se expresa en pequeñez y angustia, vinculando a todos los rechazados y aplastados de la historia, en favor de los humanos. Por eso, ellos, los cristianos, han de asumir y desarrollar una espiritualidad de la encarnación, que insiste no sólo en la pequeñez general del humano ante Dios, sino también en el pequeñez especial y redentora de Jesús, que les ha regalado su vida, muriendo en Cruz y siendo resucitado por Dios Padre en el Espíritu.

La culminación del tiempo se define por la pascua de Jesús, en el Espíritu: Dios ha derramado su Amor en nuestros corazones, de manera que podemos ya vivir en plenitud de Amor, en comunión creadora de vida culminada, que se expresa en gestos de liberación (ayuda mutua) y transparencia personal (comunión de vida). Toda la tradición cristiana identifica el Espíritu Santo con el Amor, entendido como fuente, centro y plenitud de lo que existe.
Por eso, la espiritualidad del Amor, que propondrá Teresa de Lisieux, no es algo novedoso, que ella ha descubierto en tiempos más recientes, sino la misma Novedad del evangelio: su espiritualidad se centra en la experiencia del Espíritu Santo, como Don de Amor y Amor completo, del Padre y el Hijo, derramado por Jesús en nuestros corazones. Confesamos así que somos ya capaces de acoger y compartir en gratuidad nuestra existencia, en amor a los hermanos. Esta es la escatología del amor, entendido como plenitud de Dios que se expresa y despliega en la misma comunión interhumana.

Los tres planos (de Dios, de Cristo, del Espíritu) se encuentran mutuamente entrelazados, de manera que son inseparables. Los tres se implican de forma biográfica y confesional, en la vida y obra de Teresa de Lisieux, que aparece en las reflexiones que siguen como un personaje importante en el camino de civilización cristiana (y humana) del amor, que aquí evocamos. Lo haremos de manera extensa, interpretando el despliegue del amor en forma escatológica, es decir, como culminación de la historia.
El final de la historia, anunciado y realizado (anticipado) por Jesús, viene a expresarse de algún modo en los santos, testigos de su reino, a quienes entendemos como encarnación y fuente de amor. Entre ellos queremos resaltar la obra y figura de Teresa de Lisieux. A fin de presentar y comentar mejor su figura, nuestro trabajo tendrá dos partes. La primera, que llamamos fundamentación, ofrecerá un esbozo de la espiritualidad cristiana del amor. La segunda estudia ya en concreto la vida y obra de Teresa de Lisieux , a quien presentamos como inspiración fuerte en el camino de la civilización del amor.

1. FUNDAMENTACIÓN. EL CAMINO DEL AMOR CRISTIANO

En la meta de un rico camino espiritual, después de haber buscado su lugar dentro de la iglesia, recreando el mensaje de Pablo en 1 Cor 12-13, Teresa de Lisieux ha proclamado que su camino y lugar es el amor. Todos restantes elementos de la vida y el apostolado cristiano son parciales; todas las maneras de entender y de agradar a Dios son limitadas. Sólo el amor vincula y ofrece plenitud a los caminos de la vida humana, viniendo a presentarse como escatología o culminación de la existencia humana:

Comprendí que el amor encerraba en sí todas las vocaciones, que el amor lo era todo, que el amor abarcaba todos los tiempos y lugares... En una palabra, ¡que el amor es eterno...!
Entonces, al borde de mi alegría delirante, exclamé: ¡Jesús, amor mío..., al fin he encontrado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor! Sí, he encontrado mi puesto en la Iglesia, y ese puesto, Dios mío, eres tú quien me lo ha dado... En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor... Así lo seré todo... ¡¡¡Así mi sueño se verá hecho realidad!!!

Estas palabras (amor y vocación, Jesús y Dios, Iglesia y madre...) condensan la vida y espiritualidad de Teresa de Lisieux, como indicaremos en la segunda parte de este trabajo. Para entenderlas mejor y situarlas dentro del más amplio contexto de la vida eclesial y la espiritualidad cristiana, hemos elaborado esta primera del trabajo, centrado en el camino universal del amor cristiano (y humano).
Muchos hombres y mujeres de este tiempo afirman que el amor universal y gratuito es imposible: desiguales y enfrentados nos ha hecho la naturaleza; en enfrentamiento y lucha debemos mantenernos, sin más solución que la violencia (buscando cada uno el triunfo del más fuerte). Añaden otros que en el mundo no existe una palabra compartida: no hay un logos, sino muchos; cada grupo posee su lenguaje, su lógica, su "cristo". Habitamos, según eso, en mundos fragmentarios, de manera que el amor queda partido en pequeñas dimensiones, en grupitos enfrentados: la globalización del mundo, eficaz en plano técnico (informático, económico) no conduce a la unidad en el amor de los humanos, sino a un tipo de lucha entre grupos y personas.

– Supongamos que el amor global fuera imposible. Si no existiera la posibilidad de un lenguaje afectivo universal, si no hubiera un Dios de amor, abierto a todos los humanos, una figura como la de Teresa de Lisieux resultaría tiernamente patética, casi patológica y socialmente inoperante: habría sido una niña abandónica, buscando el paraíso imposible de una ternura siempre ausente. Ciertamente, ella expresó de forma intensa y bella su experiencia de muchacha burguesa, empeñada en descubrir el amor junto a sus hermanas/madre carmelitas, en formas de vida religioso; logró cierta paz interior, dijo haber hallado el camino del amor,que propuso de forma velada pero fuerte a las hermanas religiosas (y a los cristianos de su tiempo). Pero murió joven, quizá derrumbada por la magnitud de su intento, y los problemas que marcaron su vida continúan no resueltos, no pueden resolverse.

– Supongamos que el amor es posible. ¿Puede Teresa de Lisieux orientarnos en los fuertes, duros, engañosos, procesos de su desarrollo. ¿Es verdad que ella encontró el camino y pudo presentarlo a los cristianos de su tiempo? ¿No sería ella más bien un testimonio de la pequeñez de cierto amor cristiano? Muchos han pensado que su amor era "pequeño", de niña burguesa, de forma sólo puede servir de orientación para personas con su misma experiencia vital de pequeñez y abandono, de ternura intimista y alejamiento de los grandes problemas de la vida. ¿Qué puede decir ella ante la pobreza de gran parte de la sociedad, qué dice a las madres reales que sufren por sus hijos, a los enamorados de la tierra, ansiosos por hallar la hondura sagrada de su amor erótico?

He dicho alejamiento de la vida. Algunos piensan que Teresa de Lisieux ha ignorado los lugares donde se decide hoy la batalla del amor: ignora el sentido cristiana del encuentro sexual o amor enamorado, no le importa el compromiso liberador de transformación social, en favor de aquellos a quienes nadie ha ofrecido justicia ni amor, no valora el encuentro de las religiones y culturas de la tierra... Da la impresión de que ella se ha encerrado en formas y experiencias pequeñas de amor que a gran parte de nuestro mundo no le importan. Algunos añaden que es una reprimida sexual, una simple burguesita occidental (francesa) de finales del siglo XIX, con una experiencia muy cerrada de la vida y una visión casi colonialista (paternalista) de la acción misionera de la iglesia.
Esas objeciones tienen un sentido, pero ignoran un hecho fundamental: debemos situar a Teresa de Lisieux en su tiempo y tierra, en el contexto en que ha vivido, valorando así sus aportaciones y dificultades. Sólo entonces, aceptando su limitación histórica concreta, podemos acoger y valorar sus aportaciones. Así lo haremos, en las reflexiones que siguen.
Pero antes de ocuparnos directamente de Teresa de Lisieux ofrecernos unas consideraciones de principio sobre la tarea del amor, vinculada al camino de la contemplación cristiana, tal como culminará en dos santos que han marcado el comienzo de la modernidad cristiana: Ignacio de Loyola y Juan de la Cruz. A partir de ellos podremos enfocar mejor el tema y situar a Teresa de Lisieux en el más amplio contexto de la civilización del amor, que se abre desde el evangelio a las diversas culturas del mundo.

1. Amor posible. La tarea de la iglesia ante el siglo XXI.

Como hemos indicado ya, algunos piensan que la pretensión de crear una civilización universal del amor sería retórica falsa, ideología mentirosa. Pues bien, en contra de eso, fundándonos en la experiencia de Jesús, queremos afirmar que hay un camino universal de humanidad que conduce a la civilización del encuentro afectivo y misericordioso donde, por encima de posibles verdades "verdades" parciales que pueden imponerse por la fuerza o combatirse unas a otras, se despliega la verdad suprema del amor gratuito que vincula a todas las personas.

Más aún, pensamos que la Iglesia de Jesús es foco de amor y signo (=lugar) de universalidad comunicativa, a nivel de experiencia, pensamiento y praxis. Este es el punto de partida de la fe cristiana, tal como se expresa en su mensaje originario: ha llegado el Reino de Dios, es decir, es ya el tiempo de la comunicación universal, tiempo en que el amor puede expandirse y compartirse de manera abierta y gratuita, como fuente de existencia para todos los humanos.

Desde el mensaje y vida de Jesús ha de entenderse la paradoja eclesiológica, con su afirmación de que el tiempo ya se ha cumplido (¡ha llegado el reino!) y la certeza de que sigue la violencia y dolor de la historia. Esta es la paradoja del amor:

– Ha llegado el amor, de manera que la Iglesia puede presentarse como encarnación del Reino: signo de la redención de Cristo, fuente y espacio concreto de amor para todos los humanos. Antes de ella había búsquedas frustradas, caminos tanteantes, formas de comunicación parcial o evasiones sacralistas, vinculadas a la violencia del sistema.
Ciertamente, las diversas religiones han ofrecido y siguen ofreciendo esquemas y caminos de comunicación humana, fundada en el misterio positivo de Dios o en un tipo de silencio sagrado. Pero los cristianos piensan que ellas no han logrado culminar el camino de comunicación positiva, de amor universal que ofrece el Cristo: no expresan la presencia escatológica de Dios, no son signo supremo de su Espíritu. Sólo la iglesia cristiana es portadora y depositaria de la comunicación gratuita y plena de Dios para los humanos: ella es presencia de amor, germen de la más honda comunicación, presencia del Espíritu Santo.

El amor sigue lejos, y por eso las iglesias concretas siguen manteniéndose en un plano de lucha y división humana. De esa forma, ellas corren el riesgo de volverse nueva superestructuras de sacralidad parcial y violenta sobre el mundo. No parecen presencia (anticipo) del amor universal del Cristo y de su Espíritu, sino parcelas especiales de poder religioso, miedosas ante la cultura, enfrentadas con otras religiones.
La iglesia anuncia la llegada y presencia del amor de Dios sobre la tierra, pero, al mismo tiempo, ella ha creado a veces nuevas estructuras sociales de imposiciones. Por eso, ella puede entenderse como otro judaísmo nacional o grupal, quizá más amplio que el israelita, pero igualmente cerrado en la imptencia escatológica. Con su misma forma de ser egoísta y parcial, las iglesias muestran que no ha llegado todavía el tiempo del amor universal.

Esta es la paradoja eclesial, la paradoja del amor de Cristo en este mundo. Por una parte, las iglesias anuncian el mensaje de Jesús: ¡ha llegado el reino! El amor es posible. Por otra parte, ellas parecen negar ese amor con su forma de vida limitada, impositiva: dicen que ha llegado el fin, pero viven como si todo siguiera lo mismo sobre el mundo; afirman que es posible la gracia, pero siguen imponiendo de un modo más o menos violento sus principios religiosos y sociales. Por eso, es importante una figura como la de Teresa de Lisieux, que expresa y encarna la posibilidad real del amor dentro de la tierra.
Entendida así, la iglesia aparece, al mismo tiempo, como promesa suprema y gran dificultad para el amor. Ciertamente, es promesa de amor, pues cultiva y transmite los signos más altos de la comunicación del Cristo (la Palabra del Reino, el mensaje de la Gracia salvadora, el Pan compartido). Pero ella puede volverse dificultad o problema para el reino: sociedad sin transparencia interna, lugar donde el amor se rompe y quiebra, derrotado por los varios tipos de poder sacral del sistema dominante.
Se ha dicho y repetido que el siglo XXI será místico o no será: o los humanos nos abrimos a un tipo de experiencia superior de interioridad, cultivo profundo del misterio, o terminamos matándonos mutuamente, de manera que no habrá para nosotros más vida posible sobre el mundo. No es mala esa frase (el siglo XXI será místico o no será), pero puede resultar ambigua, si es que ella nos cierra en una forma de experiencia elitista o evasiva, que no sea camino que conduce a la civilización universal del amor.
Ni la mística vale por sí misma (si es sólo apertura individual o elitista al misterio), ni vale un tipo de iglesia que se encierra en sus signos sagrados. Lo que vale es la experiencia liberadora del amor, abierto a todos los humanos. Por eso, me propongo completar o interpretar la frase anterior desde la teología y la vida de la iglesia:

La teología del siglo XXI deberá presentar el amor del evangelio como fuente de liberación universal o perderá todo sentido (dejará de existir) . Para ello, ha de centrarse en una cristología que interpreta a Jesús como mesías no violento que supera la estructura de poder del mundo, abriendo para los humanos la experiencia originaria de la gracia.
Normalmente, los humanos han pensado que la sociedad sólo puede mantenerse sobre bases de poder sacral, sometimiento religioso y sumisión política. Pues bien, retomando sus bases evangélicas, el Cristo del siglo XXI ha de ser fuente de liberación personal, que se acoge en fe y se expresa como gracia, para abrirse luego en formas de comunión no jerárquica (el poder en cuanto tal no es sagrado), de amor gratuito que libera y vincula en libertad no violenta a todos los humanos.
– La iglesia del siglo XXI deberá ofrecer a los humanos un espacio de comunicación mística y/o social o dejará de existir. Ella abrirá sobre la tierra un camino de contemplación que brota del amor de Jesús y se expresa en el mismo diálogo interhumano, centrado en el Espíritu, o perderá su valor.
Han existido entusiasmos y místicas violentas, vinculadas a la evasión espiritual y a la imposición social. Pues bien, en contra de eso, la verdadera mítica (que después interpretaremos en forma de contemplación) se expresa en el encuentro con Jesús y se abre en formas de comunicación personal, de diálogo de amor entre los humanos. La civilización del amor, que aquí estamos defendiendo, sólo es posible allí donde ese mismo Amor, acogido como don supremo o misterio de la vida (en Cristo), se traduce en formas de comunicación humana (en el Espíritu), por medio de la iglesia.

En este fondo entendemos la aportación fundamental de Jesús, que ha sido Mesías de la palabra y el amor abierto a los demás, en diálogo con los necesitados de la tierra, no especialista en interioridad transcendental, ni asceta alejado del mundo. No ha querido (o podido) emplear mediaciones mesiánicas de tipo administrativo o económico, militar o legalista, para conseguir con ellas su "reino", sino que su mediación ha sido siempre el amor liberador (que cura y sana), abierto a la comunicación (pan compartido, banquete final) de todos los humanos.
Ciertamente, no existe amor abstracto, en general, sin concretarse en mediaciones, es decir, a través de caminos distintos y tareas, al servicio de la comunidad cristiana y de la misión evangélica (como sabe 1 Cor 12-14). Pero todas ellas han de ser mediaciones de amor y en el amor, no consecuencia de un tipo de ocultamiento, de manejo de poder o de violencia, que después se justifica diciendo que "sirve" para organizar o defender el amor. .

2. Jesús, mediación de Amor. Contemplación personal.

Como acabo de indicar, el amor suscita mediaciones, pero en sí mismo no se puede entender como mediación para otra cosa, sino que vale en cuanto tal, como verdad suprema de la vida, presencia de Dios y plenitud del ser humano: no conduce hacia una meta, es ya la meta; no sirve para nada, vale totalmente por sí mismo. Esta es la experiencia primera en el camino que lleva hacia la civilización del amor.
Muchos hombres y mujeres del tiempo de Jesús esperaban un mesianismo con otras aportaciones sociales, administrativas, sacrales o militares. Jesús, en cambio, ha ofrecido a los humanos la verdad del amor, encarnado en su mensaje, vida y muerte; esa es su aportación, esa su identidad. Así queremos definirle: es mesías del amor ya cumplido, iniciador y meta del encuentro personal (con Dios, con otros seres humanos), como indicarán algunos textos centrales de la tradición cristiana: Mc 10, 21; Jn 15, 12-15; 2 Cor 3.
Ellos serán como señal en el camino, indicación y garantía de la meta que buscamos. De esa forma podrán ofrecernos las claves en el gran misterio del amor compartido, dialogado, que intentamos presentar como principio de la nueva civilización cristiana. Así nos servirán para plantear el tema de la contemplación como experiencia dialogal de amor:

– Contemplación, amor de Jesús: Mc 10, 21. Recordemos la escena. Un hombre se acerca y le pregunta cómo alcanzará la vida eterna. Siguiendo la tradición israelita, Jesús le recuerda que cumpla los mandamientos. El hombre confiesa que "ya los ha cumplido": sabe actuar, es un buen cumplidor, se porta bien a nivel de leyes. Pero todavía no ha llegado al plano estrictamente religioso de la contemplación personal, el gratuidad. Por eso, el texto sigue: Jesús, mirándolo, le amó y le dijo: Una cosa te falta: vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y ven, sígueme.
El evangelio no impone una ley, no se cierra en el cumplimiento de un mandato. Superando todo legalismo, desde la plena gratuidad del reino, Jesús contempla y quiere al hombre que le busca (evmble,yaj auvtw/| hvga,phsen auvto.n), y con mirada y palabra de amor le pide compañía. En el lugar donde Pablo (Gal, Rom) situará la fe, como experiencia de encuentro gratuito con Dios en el Cristo, desbordando el nivel de la ley, ha puesto Jesús el amor, cuando ha mirado y llamado al hombre rico. Este es su punto de partida en el camino que conduce a la civilización del amor: le amó con la mirada y le dijo "sígueme, vamo juntos".
Jesús viene a mostrarse así como un contemplativo: sabe mirar a una persona para amarla, suplicando una respuesta (esperando su amor). Pero el hombre rico del pasaje no acoge la mirada de amor de Jesús, no se deja contemplar por él, no responde a sus ojos con ojos de amor: calcula sus bienes y se marcha, porque depende de ellos. Este primer "fracaso" de la contemplación cristiana, fundado en la debilidad del Cristo, que mira a los humanos y suplica su amor, sin conseguirlo, nos servirá de orientación en todo lo que sigue.

Contemplación, amor interhumano (Jn 15, 12-15). Avanzando en esa línea, el Jesús de Juan ha reinterpretado la ley israelita (que sitúa al humano bajo el mandato de Dios). Por eso, ha presentando la voluntad de Dios como principio de comunicación personal, que vincula en amor a Dios y a los humanos (y a los humanos entre sí). Así lo indica esta pasaje básico de su obra y de toda teología del amor cristiano: Este es mi mandamiento: que os améis unos a los otros, como yo os he amado. Nadie tiene amor más grade que aquel que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. No os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor. Os llamo amigos, porque os he comunicado todo lo que he recibido (escuchado) del Padre (Jn 15, 12-15).
El mandamiento de Jesús se identifica con su misma vida: que os améis unos a otros como yo os he amado. Él no pide, por tanto, algo externo, que no ha realizado, no impone obligaciones de tipo legalista, sino que ofrece a los suyos su misma entrega personal (ha dado por ellos la vida), como signo y principio de conocimiento mutuo. Este es el mandato de Jesús, esta su gracia: que los creyentes puedan regalarse unos a otros lo que tienen (la vida), compartiendo así el camino, en contemplación personal, como él mismo lo ha hecho, en gesto de gozo amoroso de comunicación personal.
El evangelio ha vinculado de esta forma el amor de Jesús (que ofrece a los creyentes el don de su vida) y la contemplación interhumana (ellos entregan y acogen la vida unos de otros). Este es el paso del Antiguo al Nuevo Testamento, de la economía de la ley (servidumbre) al despliegue de la amistad del Cristo, que instaura esa civilización de amor que buscamos.

– La servidumbre se define por la ignorancia y el mandato externo: el amo no comparte con su siervo lo que piensa, no le dice lo que hace, no le da su corazón, ni se desnuda en gratuidad delante suyo. Por su parte, el siervo lleva puesto ante sus ojos un velo de ignorancia, va como arrastrado, sin saber por qué, y de esa manera se somete y obedece.
– La amistad, en cambio, se define en términos de comunicación: el amigo revela lo que sabe y siente, lo que puede y ama (revelándose a sí mismo, en debilidad y grandeza), a sus amigos. Por eso, cuando dice ya no os llamo siervos..., Jesús se presenta a sí mismo como amigo y redentor (fuente de amistad) para todos los humanos.

La redención ha de entenderse como transparencia liberadora: Jesús se muestra o revela a sí mismo, se ofrece plenamente, de manera que los suyos pueden contemplarle y compartir su vida, siendo así capaces de ofrecerla y compartirla (gozarla) mutuamente. Cuando luego hablemos e Teresa de Lisieux tendremos que poner de relieve esta experiencia fuerte de la comunicación luminosa, transparente

Contemplación, mirar sin velos, mirarse en amor liberado (2 Cor 3). Como venimos indicando, el evangelio se define, como fuente básica de comunicación en transparencia: contemplación personal de Jesús, que se expande y expresa por su Espíritu, vinculando en amor a los humanos. Esta es la experiencia que Pablo ha desarrollado de manera sorprendente en 2 Cor 3, reflexionando sobre la identidad del judaísmo y del evangelio.
Pablo presenta a los judíos como representantes de una religión de ley: no pueden contemplar a Dios, ni mirarse a la cara unos con otros, en gratuidad compartida, sino que llevan puesto un velo sobre sus corazones, cada vez que que leen a Moisés, es decir, cada vez que interpretan y formulan su experiencia más profunda (2 Cor 3, 15). La religión es para ellos un signo de sometimiento. Pero, cuando se vuelvan al Señor caerá su velo, pues el Señor es el Espíritu y donde está el Espíritu del Señor allí está la libertad (2 Cor 3,15-17).
Se consigue así la libertad del amor, que consiste en contemplar sin velo, mirarse y admirarse en amor y comunicación completa, en libertad y donación de vida. Aquí se funda y expresa aquello que pudiéramos llamar la luz del amor, que nos capacita para mirar a Cristo y mirarnos en respeto unos a otros. Por eso exclama Pablo, en palabra triunfante: En cambio, todos nosotros, contemplando sin velo en el rostro la Gloria del Señor, nos transformamos conforme a su imagen, de gloria en gloria, según el Espíritu del Señor.
Podemos mirar sin velo al Señor, y mirarnos así, de manera transparente, unos a otros, en contemplación que es comunicación de vida. Desde este fondo de transparencia, en el Espíritu y sin velo, ha de entenderse el canto al amor de 1 Cor 13, que Teresa de Lisieux ha tomado como punto de partida de su camino espiritual. De esa forma se vinculan los dos textos centrales de Pablo: la experiencia del amor como don supremo, presencia y verdad de Dios en nuestra vida (1 Cor 13) y la transparencia creadora del amor (2 Cor 3). Ambos textos unidos constituyen el punto de partida y centro de la contemplación cristiana, como seguiremos indicando en lo que sigue. La contemplación cristiana es, según eso, seguimiento de Jesús (Mc 10), amistad comunicadora (Jn 15) y transparencia personal (2 Cor 3). Ciertamente, pueden mirarse y admirarse las diversas realidades de la naturaleza y especialmente el misterio religioso: la hondura y fuente de amor de toda realidad. Pero, en sentido estricto, sólo contemplamos con los ojos de la vida (del cuerpo y alma) a las personas, en gesto dialogal de entrega: ver y ser visto, mirarse uno en el otro, admirar juntos, todo lo que existe.
Desde aquí entendemos a Jesús como aquel que mira y comunica a los creyentes lo que tiene (todo lo que es, lo que el Padre le ha dado). Por su parte, los creyentes (es decir, aquellos a quienes el mismo Cristo ha ofrecido el regalo de su vida) pueden comunicarse y/o contemplarse mutuamente, compartiendo la existencia.
Por eso, la vida espiritual cristiana es claridad personal de amor: comunicación fundadora de vida. Esa vida espiritual se ha tomado a veces como cultivo de interioridad mística o superación del plano racional. Pues bien, sin negar la validez parcial de esa postura, siguiendo en el fondo la historia de Teresa de Lisieux, interpreto la vida espiritual como experiencia de seguimiento personal de Jesús (Mc 10), que viene a reflejarse y culmina en el encuentro de amor. Desde ese fondo he de evocar nuevamente la imagen del velo de 2 Cor 3):

Velo de Dios. Una tradición religiosa común a las grandes culturas (de Grecia a la India) afirma que Dios (lo divino) se halla escondido, tras una tela o cortina que nadie puede quitar o descorrer. Ese ha sido para Pablo el límite y final del judaísmo: la misma lectura de la Ley de Moisés pone un velo sobre los creyentes. El conocimiento velado permanece en un nivel de muerte o, mejor dicho, tiene miedo de la muerte, es decir, de la destrucción radical de la persona, "pero nosotros hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos" (1 Jn 3, 14).

Dios sin velo. El descubrimiento del sentido salvador de la muerte de Cristo (la entrega gratuita y creadora de la vida) nos permite quitar el velo, porque el amor es es transparencia vital. Ese amor o comunicación entre personas es más poderosa que la muerte. Por eso, no necesitamos ya ocultarnos en el miedo, ni tememos la destrucción, porque hemos descubierto y contemplado algo más intenso y duradero que todos los poderes de la muerte: el amor mutuo.

Esta es la experiencia radical del Cristo que Pablo (2 Cor 3) y Juan (Jn 15, 14-18) han expresado de manera definitiva. El amor personal permanece (o resucita), pues lleva en su hondura la vida de Dios, que es la amistad, la confianza mutua, el triunfo de la muerte. Desde aquí podemos volver a la experiencia ya indicada: Jesús pide a los suyos que le amen (y se amen) como él mismo les ha amado, es decir, en gesto de donación mutua, regalando unos a otros la existencia.
Ha pasado la noche de la ley y servidumbre, ha llegado el día del amor. Ha terminado la cultura de la violencia, tiene que expresarse para siempre la civilización del amor, como expresa de manera insuperable el texto ha citado de Jn 15:

* Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor (Jn 15, 15a). Hegel estudió esta relación de siervo y amo, de señor y esclavo, en términos de lucha por el reconocimiento, en claves de miedo y violencia, de mentira y frustración: para valorarse a sí mismo, un humano necesita que otro humano le valore (=reconozca) y, no pudiendo conseguirlo en transparencia (gratuidad de amor), le esclaviza; de esa forma consigue sólo un reconocimiento parcial, que no nace del amor y libertad, sino de la imposición (el amo obliga al siervo a que le acepte).
En el principio de toda servidumbre humana se encuentra según eso la fuerza y ocultamiento del amo o señor dominante, que no mantiene relaciones de reciprocidad con su siervo, que no le dice lo que es (quién es), que no se entrega por amor en sus manos, esperando una respuesta. En el principio de esa historia de esclavizamiento se encuentra la sumisión y mentira del siervo, que se inclina pero no ama, que obedece pero no acoge de verdad el mandato del amo.
Esta ha sido la esencia de la ley violenta, en plano social y religioso. Dioses y humanos "superiores" han inventado la jerarquía como poder divino: uno manda, otro obedece; esta sería la mas honda verdad de lo sagrado. Pues bien, tanto en plano religioso como social, se establece así una relación de opacidad, de manera que al fin ambos (amo y esclavo, dios y su devoto) se ocultan y esconden (se engañan mutuamente. La sacralidad que surge de esta relación es mentirosa y opresora: un tipo de dios de oscuridad (sin transparencia) planea por encima del amo y del esclavo, como razón impositiva y fuente de violencia. De esta forma se establece una relación de engaño que está tejida de muerte y que a la muerte lleva: una vida de imposición no puede durar para siempre.

* Os llamo amigos, porque os he dicho (=os he dado a conocer) todo lo que yo he recibido (=he escuchado) del Padre (15, 15b). Significativamente, frente al siervo (doulos) pone Juan al amigo, no simplemente al libre (eleutheros), como hace Gal 3, 28. Lo contrario a la servidumbre y la opacidad de la ley que se impone, lo que se opone al "dios" del silencio y el puro mandato, no es la libertad en abstracto, sino la amistad (philia), es decir, la amistad compartida.
Lo propio de esa amistad es la transparencia comunicativa, expresada aquí en plano de palabra (os he dado a conocer...), pero abierta a todos los niveles de la vida, interpretada desde el recibir, el dar, el compartir. El Padre ha dado a Jesús todo lo que tiene, Jesús lo ha recibido, pero no para encerrarlo en sí, en forma egoísta, sino para ofrecerlo y compartirlo con sus amigos.
Siglos de ley y miedo, de sacrificios violentos y expiación por los pecados (de justicia impositiva), habían situado la religión y vida humana bajo la disciplina de la imposición violenta, del silencio y la obediencia a los mandatos exteriores. Normalmente, los mismos gestores sociales de la religión (sacerdotes y reyes) habían utilizado esa visión de Dios para imponerse con violencia sobre los demás humanos, teniendo de esa forma sometido al pueblo. Pues bien, en contra de eso, Jesús ofrece a los humanos su experiencia de Dios como libertad para (en) el amor.
Esta palabra (ya no os llamo siervos, sino amigos...) no está mediada por ninguna autoridad social, no depende de ningún jerarca o sacerdote externo, sino que Jesús la dirige de manera directa a cada uno de los creyentes. Ellos son, desde ahora, mayores de edad: amigos de Jesús, llamados a expandir su amistad sobre el mundo. En este fondo se entiende el texto programático de Jn 1, 18:"a Dios nadie le ha visto; el Dios Unigénito, que estaba en el seno del Padre, ese nos lo ha manifestado". No conocíamos a Dios por sacrificios de violencia, por leyes de imposición; pero ahora, en el amor de Jesús, lo hemos descubierto y acogido.

Esta contemplación personal, fundada en Jesús, constituye el principio de toda libertad cristiana. Así lo ha sentido y expresado Teresa de Lisieux en uno de los momentos culminantes de su obra, al final del Ms A: "Comprendo y sé muy bien por experiencia que el reino de Dios está dentro de nosotros (Lc 17, 21). Jesús no tiene necesidad de libros ni de doctores para instruir a las almas. Él, el Doctor de los doctores, enseña sin ruido de palabras" (Ms A 83b, pág. 245). De esa forma establece su libertad personal dentro de la iglesia
Juan lo había dicho ya de una manera convergente: "La Unción (=Espíritu) que habéis recibido permanece en vosotros y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe, sino la misma Unción os enseñará todas las cosas..." (1 Jn 2, 27). Esta Unción del Espíritu es el Maestro interior al que apela Teresa de Lisieux, es el signo del Doctor de los doctores, presencia divina de amor en el fondo del alma. Ella es la que ofrece al ser humano la verdad libertad interior, su auténtica grandeza.
Tanto 1 Jn como Teresa de Lisieux vinculan esta enseñanza interior de Dios (de Cristo o del Espíritu) a la comunicación de amor, es decir, al encuentro personal con los demás. Lo que ellos buscan no es un puro solipsismo, sino todo lo contrario: una experiencia de encuentro que les abre hacia los otros, desde dentro, en gracia luminosa, sin imposiciones exteriores, como iremos viendo en lo que sigue.

3.Contemplación cristiana. De la mística al encuentro de amor

Esta contemplación personal en el amor constituye la más honda verdad del cristianismo, es la esencia de la vida espiritual, tarea de aquellos que quieren ser testigos de Jesús, signo especial de su amistad sobre la tierra. Por eso, los cristianos han de ser esencialmente contemplativos: capaces de mirar a Jesús, dialogando con él.
Desde este fondo quiero presentar nuevamente la esencia de la contemplación cristiana, en perspectiva de amor, a partir de Jesucristo. Empezaré ofreciendo una visión genérica de la espiritualidad humana, destacando después los valores específicos del encuentro de amor personal, según el cristianismo. Para ello comenzaré distinguiendo (no separando ni contraponiendo) mística religiosa y contemplación cristiana:

La mística humana en sentido extenso, desde una perspectiva de psicología y ciencia de las religiones, suele ir vinculada a un tipo de fenómenos de ruptura racional, con experiencias parapsicológicas, que muchas veces se atribuyen a la presencia e influjo de lo sagrado en la existencia humana: el místico penetra de tal manera dentro de sí mismo que supera (transforma) el funcionamiento normal de su sensibilidad y entendimiento, suscitando (descubriendo) un tipo de más hondo espacio mental en el que vienen a expresarse diversos fenómenos sagrados, que transcienden la existencia humana.

– La contemplación cristiana se encuentra, en cambio, vinculada la experiencia del Espíritu de Jesús, que brota mensaje de su vida y del sentido de su historia (muerte, pascua) y que se expresa en claves de comunicación interhumana. Ciertamente, algunas de las comunidades cristianas más antiguas (como las de Jerusalén o Corinto) han sentido y cultivado la experiencia de un transcendimiento racional, de manera que muchos de sus miembros han "hablado en lenguas", superando el ritmo normal de la racionalidad discursiva. Pero en el centro de la experiencia cristiana no están esos fenómenos, sino la experiencia de fe,es decir, de comunicación personal con Cristo.

Teresa de Lisieux ha sido contemplativa más que mística: mujer sedienta de amor, persona empeñada en buscar y encontrar al amigo del alma, al padre, al hermano que sacie su sed de vida y compañía. Ella ha realizado uno de los más fuertes y arriesgados caminos de contemplación (=comunicación) humana y cristiana de los últimos siglos de la iglesia. Por eso, puede presentarse como modelo (inspiradora y guía) en el camino que conduce a la civilización del amor. Desde ese fondo queremos ofrecer las reflexiones que siguen.

Es evidente Jesús no ha sido un místico en ese sentido ordinario del término, ni ha querido que sus discípulos lo sean. Ciertamente, Él ha creído en los "espíritus" o fuerzas sagradas de tipo perverso (demoníaco) y las ha combatido con la ayuda del Espíritu de Dios (cf. Mt 12, 28), es decir, apoyándose en la fuerza divina del reino. Pero, en sentido estricto, él puede y debe interpretarse como un contemplativo: un hombre abierto al encuentro con los demás, empeñado en trazar cauces de encuentro liberado y de comunión entre los humanos de su tiempo. Si le llamamos místico, debemos añadir que es místico liberador, es decir, creador de libertad y comunión humana. Quizá debamos presentarle como profeta del amor o mesías de la comunión humana: su palabra de Dios, su mesianismo, se identifica con el mismo gesto de la unión entre los humanos.
Por eso ha entregado la vida. Su cruz no es puro gesto de inmersión en Dios, signo de mística pasiva o unitiva, sino expresión de entrega de toda su existencia por el reino, es decir, por la libertad y comunión de todos los humanos, especialmente de los más necesitados. Por eso, le llamamos el contemplativo, añadiendo que su despliegue de amor ha de entenderse en clave de diálogo personal Dios y los demás seres humanos.

– La contemplación es la esencia más honda del mesianismo de Jesús: él ha querido a los humanos (desde Padre), les ha mirado y ha entregado su vida por ellos, para suscitar así el reino del Espíritu, es decir, de la comunión universal (=civilización de amor), sobre la tierra. Jesús ha sabido mirar y ha mirado en amor gozoso a los humanos, entregando su vida por ellos, ofreciéndoles su amor en la Pascua.

La contemplación constituye un elemento específico del cristianismo, pero ella es, al mismo tiempo, un fenómeno de tipo muy hondamente humano y por tanto religioso, vinculado al "ver y escuchar" en profundidad, en la línea de aquello que siempre han sabido videntes y profetas, poetas y amantes. El contemplativo no quiere explorar sin más la hondura de su mente, ni busca el misterio general de lo divino, sino que abre los ojos y oídos, para dejar que la realidad de los demás le alumbre y acompañe.– El contemplativo no planea fenómenos psíquicos o mentales del misticismo, sino que quiere dejarse transformar por el poder y belleza de la realidad que sale a su encuentro y le habla, especialmente a nivel de encuentro humano. No se evade del mundo para encerrarse en el vacío de su mente, sino que admira el mundo, ama a las personas, dejándose amar por ellas. No se impone sobre las cosas, sino que deja que ellas le llenen e interroguen, le impresionen y transformen.

El místico puede acabar siendo un solitario, alguien que explora su propio misterio divino, buscando su hondura superior, un nivel de realidad que sobrepasa el nivel sentimientos y deseos de la mente. Por el contrario, el contemplativo está siempre abierto al encuentro personal: sabe mirar con intensidad, descubre y admira el valor de los demás, pudiendo avanzar así en la línea del diálogo personal, del amor mutuo.
Quizá pudiera decirse que el místico ama su propia verdad interior (o su vacío). Por el contrario, el contemplativo está preparado para amar a los demás en cuanto tales, pues goza al mirarles y goza al dejar que ellos le miren. Lógicamente, para que culmine y alcance su plenitud, como hermana de la amistad y/o el amor, la contemplación tiene que ser recíproca: mirar y ser mirado, amar y ser amado.
Por eso, decimos que el evangelio, buena nueva de reino, ha sido y sigue siendo una experiencia contemplativa. Jesús ha buscado a los hombres y mujeres de su entorno, les ha ofrecido amor en gesto poderoso de transformación y ha dialogado con ellos por encima de todas las posibles leyes que separan y distinguen a unos de los otros. Estrictamente hablando, él ha sido un contemplativo en el mundo. Así ha desplegado el amor como mirada directa, diálogo de amistad fundada en Dios, en transparencia fuerte, desde el centro de una sociedad convulsionada por todas las imposiciones y mentiras del mundo. Por eso, la herencia de su reino (su Espíritu) debe expresarse en formas de comunicación contemplativa: en diálogo de amor inmediato, de mirada a mirada, de corazón a corazón.
Por eso, sabiendo mirar a Jesús en clave de amor, el contemplativo cristiano ha de expresar y expandir su mirada en apertura hacia los hombres y mujeres que viven a su lado, en comunicación gratuita que puede interpretarse en claves de enamoramiento. Lógicamente, los grandes creadores cristianos han desarrollado la contemplación cristiana en formas de diálogo con Jesús. Entre ellos se puede citar Ignacio de Loyola y Juan de la Cruz.
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