La fe más adulta es fe de Niño, Navidad de Dios en la nieve

Como se podrá ver por la imagen, el libro trata del proceso evolutivo de la fe (es decir, de la vida humana), que nos lleva de la infancia de los tiempos a una vida religiosa ya bien desarrollada, con fe de adultos, no de niños, en clave de despertar interior, al Dios que nos habita, y de apertura exterior, al Dios del cosmos..., en línea de comprensión y experiencia personal de libertad, más que de imposición de unas creencias y dogmas separados de la vida (en un mundo donde la física cuántica nos ayuda a situarnos ante el misterio de la realidad).
Con algo de humor y gran amor (y con un "cuanto" de ironía), escribí el prólogo que consta de dos partes: Una recoge mi experiencia infantil de Navidad, la segunda comenta unos versillos de Juan de la Cruz sobre la Virgen Preñada de Dios. En ambas quería decir que la fe más adulta es la más niña, el despertar de la vida a la propia Navidad (que es la de Dios, dentro de mí mismo), como podrá ver quien lea el prólogo entero y, sobre todo, el libro de D. O'Murchu, que nos abre una ventana nueva para descubrir y compartir el latido divino de la realidad, en clave de experiencia, no de imposición seudo-sagrada.
Aquí presento sólo la primera parte de mi prólogo, y pues en ella quise interpretar la Fe Adulta (propia de hombres muy evolucionados) desde la experiencia radical del niño que abre sus ojos de emoción, desde la montaña de fondo (imagen 2) y en la nieve que todo lo llena (imagen 3), introduciéndose así a la infancia eterna del Dios que ha querido hacerse hombre para celebrar su Navidad con los hombres y mujeres que siendo muy adultos se hace niños en la Navidad.
Quise allí decir a los lectores adultos de O'Murchu, y a los cristianos muy "evolucionados" que la fe adulta es por principio fe de infancia, experiencia radical de inmersión y despliegue en la vida desde el Dios en quien nacemos, nos movemos y somos (Hech 17).

La fe más adulta es la más "niña": Es la vuelta madura y emocionada a la infancia, como dijo Jesús (en Niño de la Navidad): Si no os hacéis como niños..., esto es, si no volvéis a nacer, en amor más alto, nunca viviréis, habréis muerto sin saberlo (es decir, sin sabernos), volviendo al olvido de las cosas que no han sido.
Vivimos en un mundo que quiere ser rabiosamente y dominadoramente de "adultos", en una línea que tiene algunos elementos de progreso... pero que en el fondo tiende a convertido en una máquina de evasión, para olvidar lo que somos, de dónde venimos, a dónde vamos, con quien habitamos. Así la misma política se ha convertido, en gran parte, en un festival de olvidos organizados por aquellos que quieren aprovecharse de los otros, mientras les ofrecen casi sólo un pan de circo engañoso.
También la Iglesia tiende convertirse a veces en carrusel de olvidos, entre fiestas superficiales, mandamientos externos y miedos...parece estar hecha para que olvidemos lo que somos, para que no despertemos y seamos lo que somos, esto es, niños emocionados ante la vida, con la gran tarea de explorar en Dios y ser así personas.
Por eso he querido recuperar unos jirones de mi infancia, de la Navidad que llevo dentro y soy, con palabras del prólogo a O'Murchu, retomando así el nacimiento o despertar a la Vida de todos los hombres y mujeres que detrás de su caparazón más adulto siguen teniendo un corazón de fe en la Navidad, al final de este año 2018, dando gracias a Dios (y a los que me han introducido en el mundo) por poder contarlo, mientras espero la Navidad plena de la Nueva Humanidad.

Espero que D.O' Murchu, con Andrea Luca, quieran seguir aceptando las palabras de mi prólogo. No niego con esas palabras los valores adultos del cristianismo, sino todo lo contrario, quiero afirmarlo y situarlo en el espacio y tiempo del despliegue de lo divino como luz cósmica, al principio de mi fe de niño, como palabra interior en el centro de mi reflexión teológica "madura" (es decir, de recuperación transfigura y real de la infancia). Quien quiera saber más de este tema vuelva al libro entero de O'Murchu y a quizá también a mi prólogo. Su encuentro con el libro (es decir, con su fe adulta de niño) habrá merecido la pena.
Imagen 1: Libro de D. O'Murchu, Sirena de los vientos, Madrid 2018, con una portada que es buena, pero que podría también invertirse, volviendo del hombre final al primero.
imagen 2: Mi primera visión del mundo, desde la ventana del caserío de Arrugaeta, con el fondo de la Peña/Atxa de Lekanda. Es lo que sigo viendo cuando cierro los ojos, en este fin de año: La Roca de Dios, llenando el horizonte de la montaña.
Imagen 3: La nieve llenándolo todo en la Navidad de San Roque de Riomiera, sobre la cabaña de pastores de vacas, con la montaña de fondo... Una Navidad quebrada, sin padre ni madre (que andaban por ahí, por puertos y mares), pero con la tía que lo llenaba todo de su amor y su cuidado, con la nieve rompiendo y llenando horizontes, para que Dios hablara en ella como Nacimiento a la vida.
Fe de niño. El Dios de la tierra en Orozko
Nací tras la guerra civil española y mi primer recuerdo es la tierra: el balcón del caserío de montaña del abuelo, con vista hacia la Peña de Lekanda, duro cortante del Gorbea sobre el valle de Orozko (Euzkadi). Con la Peña se vinculan los arcos de la casa, uno cegado por el miedo o por el frío, el otro abierto sobre landas de nogales y laderas donde crece (¡crecía!) un año el trigo, el otro la borona. Y en el centro de la casa, como vida de la tierra, se elevaba la llama de la tarde y de la noche en el sukalde (la esquina del fuego), convocando en invierno a la familia, cociendo o calentando siempre la comida.
Nací tras la guerra (1936-1939), repito. Mi madre, sancionada por el bando/banda de los vencedores, tuvo que dejar la escuela y refugiarse en el hogar y tierra del abuelo, con los niños que nacían en ritmo regular, cada dos años uno. Mi padre navegaba sobre un barco que evocaba extraños continentes (¡América, América!), acercando lejanías, prometiendo días buenos de encuentro, una presencia sagrada, como revelación de Dios que llenaba la casa.
Éste es el recuerdo: un solar antiguo, muchos cuartos, grandes salas, camas altas y desvanes misteriosos. Era fortaleza y cuna: firmes paredes y radiante fuego a cuya vera descansaba en la tarde el cansado abuelo mientras ella, la abuela, trabajaba sin descanso. Las costumbres venían de siglos y marcaban los ritmo de la vida y de la tierra: los campos arados con bueyes, las vacas de leche en el prado, las ovejas a lo lejos en los pastos de la colina y las vacas de monte más lejanas, en las altas cotas del Gorbea.
En ese mundo entraba de forma natural la referencia a Dios, la misa del domingo y el rosario de la noche, lo mismo que el tañido de oración del mediodía y de la tarde, marcando con su toque el trabajo y el descanso. Dios formaba parte de esa vida, antes de toda discusión, y era el sentido de la madre tierra, con la casa y las labores de labranza y pastoreo.
Sé que este retrato es idílico y no expresa lo que fueron los dolores de la casa y la familia: la guerra perdida, la madre sancionada, el padre en mares de muy lejos... Ciertos son esos quebrantos, con la angustia flotando en el ambiente. Pero miro más al fondo de aquel tiempo y lo que vuelvo a recordar es el latido de la tierra y de la casa de monte (basherri), en un mundo patriarcal, pero gobernada por la abuela.
Por eso, mi primera experiencia religiosa o simplemente humana era el sabor de la tierra, los colores y frutos del campo, el sol y la luna de estrellas (ill-argi, luz de muertos) en la altura. Es como si Dios lo fuera todo, sin mucha abarcando animales y personas, formas, figuras y tiempos. Ciertamente allí se veneraba a la mujer/madre María y al Jesús sufriente de las cruces, con los santos de aureola, y el recuerdo omnipresente de los difuntos en el ill-herri (cementerio, pueblo de los muertos). Pero lo divino se expresaba sobre todo en sacralidad de todo, en la experiencia de conjunto de la vida.
Cuanto más pretendo distinguir mejor recuerdo que al principio no existía diferencia entre el Dios total y lo divino. ¿Había un sólo Dios? ¿Había muchos? Hubiera respondido que era uno, pues así me lo decían, pero eso no importaba luego: Dios era todo. Bastaba con bajar de día, con el sol naciente, hacia las tierras inclinadas de la aldapa (cuesta) o contemplar por la ventana del labaurre (sobre el horno del pan) los reflejos del sol moribundo en las paredes del Gorbea; bastaba con salir de atardecida y caminar bajo la luna agonizante sobre el campo; o calcular en noche clara las estrellas; o correr en la tormenta, sintiendo que los rayos de fuego y el agua jugaban a esconderse y perseguirnos, hasta que lográbamos llegar cansados a la casa, para encontrar allí a la abuela, cerradas las ventanas, rezando su tris-agio, tres veces santo, al Dios poderoso, terrible y amigo, en la tormenta.
Recuerdo aquellos tiempos y me extraña el descubrir que Dios no estaba demasiado unido a la exigencia del deber y al miedo del pecado. El deber y el miedo lo ponían, lo imponían otros. Sin duda, me dijeron, y supe, que existían mandamientos, con premios y castigos. Pero ése no era el centro ni motor de mi experiencia, porque lo divino era un espacio de misterio y realidad que se extendía y dominaba por encima de mandatos y pecados, dando hondura y verdad a cada cosa. Sólo más tarde, a través de una intensa re-educación cristiana, vine a interpretar a Dios como ley de tabúes y castigos que forman parte de la deformación eclesial del evangelio.
Por eso no me cuesta revivir mis raíces cósmicas sagradas (paganas, en sentido radical) sintiéndome en el fondo sustentado a ellas, pues supe desde niño, y sigo sabiendo, que las cosas de la tierra o, mejor dicho, el mundo entero (sol y estrellas, plantas y animales, campos de cultivo y casa de familia, con el recuerdo de los muertos) son símbolo o presencia de Dios.
En ese aspecto pienso que yo era y soy un hombre religioso, en sentido universal. Por eso no he sentido gran dificultad en retomar las tradiciones judías más antiguas, Abraham y su promesa de la tierra; tampoco me ha costado asimilar las religiones del ritmo de la vida, el misterio en que se incluyen los cielos y la tierra, con el universo que se extiende por milenios y milenios de luz en todas dimensiones, pero que se expresa al mismo tiempo en lo más pequeños de los “cuantos” diminutos de energía, materia o pensamiento.
He tenido ocasión de celebrar ritos cristianos en Jerusalén y Atenas, en el Sinaí y en Roma.... Pero quizá me he sentido más cerca del Dios vital, latido del cosmos hecho cielo (luna y sol), tierra sagrada, en la ciudad de los doses de Teotihuacan (México) o entre las ruinas vivas que bordean el lago Titicaca (Perú, Bolivia), aunque betilu, casa o roca de Dios por excelencia, siguen siendo las colinas de Arrugaeta, junto al caserío del abuelo, una tarde de San Juan.
He dicho San Juan, pero podía ser también tiempo de Pascua (primavera) o de témporas de otoño, día de rogativas, no recuerdo ese detalle. Lo cierto es que era tarde y, cayendo ya las sombras, mi abuela me llevó para ayudarle a consagrar los campos, con la luz de una farola y la jarra de buen agua bendita. Como sacerdotes de una religión eterna, campo a campo, pieza a pieza, anciana y niño juntos, en pareja sagrada, fuimos desgranando las plegarias, conduciendo la luz sobre el sembrado y fecundando la tierra con el agua santa. Al otro lado del valle, en otros tantos caseríos y heredades, otros sacerdotes del huerto divino iban consagrando también sus heredades.
Aquello no era mala magia; no queríamos manejar a Dios, ni comprar su beneficios, ni obligarle a conceder buenas cosechas. Nunca pensé que ella quisiera atar o manejar a Dios con la plegaria de la luz y el don del agua bendecida, sino unirse al Dios del mundo, y yo con ella, muy dichoso, caminando sobre los carrejos, con la luz en la mano, el agua bendecida en la vasija nueva, la abuela rezando a mi lado.
Aquel gesto descubría y recreaba el contenido sagrado de la vida y de la muerte, del verano y del invierno, de las plantas y animales, al débil resplandor de las estrellas que nacían sobre el cielo en el momento en que seguíamos llevando el agua y luz de la promesa de Dios (vida) en nuestras manos. Era liturgia natural del cosmos. La historia de los hombres más antiguos y la misma energía de la tierra nos hacían sacerdotes, al niño y a la abuela, y todo era sagrado, irradiación y promesa de Dios, aquella tarde de plegaria que me introducía en el más hondo continente de la vida.
He aprendido después muchas verdades en facultades y libros de gran teología, pero aquella fue quizá la primera y más valiosa de todas las verdades, sobre la cátedra abierta del campo, bajo la guía sabia de mi sabia abuela. Éramos sacerdotes, como el Melquisedec (Gén 14), sin vino de uva, pero con trigo y maíz, frutales llenos de promesa de vida, y con vino de manzanas (saga-ardoa), y con gallinas, corderos y vacas. Éste es quizá el más antiguo recuerdo religioso (humano, familiar) que vuelve a enriquecer mi vida en días de nostalgia y esperanza de nuevos encuentros sagrados.
2. La luna de la Navidad en San Roque de Riomiera
Me vuelve insistente otro recuerdo. Del caserío de la abuela debimos salir exilados a la tierra donde habían “sancionado” a mi madre, bajo la montaña más dura y hermosa del Castro Valnera, entre Cantabria y Burgos. Fueron años duros, fuertes tiempos en un pueblo de pasiegos trashumantes, entre muda y remuda, sin tierras de cultivo, descalzos en las brañas, durmiendo juntos sobre el heno.
En la plaza y la bolera de aquel pueblo (siete casas, una iglesia, una bolera, en un mar ondulante de cabañas y abismos de rocas) aprendí el castellano que conozco, entre pasiegos huraños y leales siempre, en el alto Riomiera, bajo el puerto misterioso de Lunada, hoy campo de esquí y entonces trocha de herradura agreste y serpentina para machos y mulos que, semana tras semana, se arriesgaban a cruzar la nieve trayendo al pueblo harina de la tierra de los Monteros de Espinosa.
Aquellos pasiegos guardaban ganado mayor, entre las praderas de baja y alta Montaña, esclavos del trabajo, pobres de dinero y quejumbrosos, pero fuertes de libertad, sin más ley que sus vacas, ni más riqueza que su leche, queso, quesada y mantequilla, mudando de cabaña a cabaña, con sus mulos y sus cuatro trebejos de cocina, con las mantas y la ropa colgada a la espalda. Allí ejerció mi madre de maestra de altura, con setenta escolares mezclados, de todas las edades (niños y niñas, de seis años a la mili o servicio militar que muchos evitaban fingiendo ataques de epilepsia).
Había en el pueblo tres jefes, venidos de fuera: el secretario falangista, casado con una mujer buena, el médico liberal y el cura tratante de ganado. Todos los demás eran pasiegos, sin más ideología que vacas y prados, sin más política que los cuatro cortes de hierba cada año.
Fui monaguillo con mi hermano mayor, en una iglesia en ruinas , con altares quemados por el paso de los “rojos” en la guerra. Me esfuerzo y no consigo recordar ninguna celebración, sólo una sacristía de cajones viejos por el suelo, con vestimentas para el cura, luz de velas, con gente en los bancos oscuros y obligación de estar quietos, de callar y no mirar. No conservo ninguna memoria específicamente cristiano de ese tiempo (entre cinco y nueve años). Lo que vuelve siempre y llena mis ojos de nostalgia religiosa es la manera en que se unían y rompían la roca y la pradera. Todo era empinado, no podía encontrarse ningún prado liso en el entorno.
En este contexto vuelve siempre a mi memoria una noche de Navidad. Habíamos salido a correr sobre la nieve antes que tocaran a misa de gallo, y se alzó sobre las rocas de Parracolina una espléndida luna llena que brillaba en las praderas colgadas del cielo, cegando los ojos en la nieve helada. Me sentí sobrecogido, muy pequeño y a la vez inmenso. Pienso que a los oros les pasó lo mismo.
Nos paramos para respirar tras la carreta, asentarnos en el suelo, asegurar que todo seguía done estaba. No dije nada, nadie se dio cuenta. Quizá todos estábamos transpuestos esa noche de gran luna de la Navidad. No había nada que decir, todo era lo que era sin más, en aquella noche triste (mi padre muy lejos, mi madre también fuera, esperándole quizá en algún puerto…). Habíamos quedado solos mis otros dos hermanos de entonces, y unos niños amigos, que la buena tía que nos guardaba había recogido en casa, para que cenáramos juntos…
Así, la noche triste de la Navidad sin abuela ni madre, ni padre del 1948 (he mirado la tabla de las lunas llenas=, vino a convertirse en la más luminosa de las noches, con la luna cegando los ojos en la nieve y alumbrando las rocas… No hacía falta más, era todo.
Esta ha sido la experiencia "mística" más honda que nunca en verdad he tenido, como si el mismo Dios bajara hasta la tierra, para nacer en ella, naciendo en nosotros, llenándonos de vida, con su luz de leche blanca: Me sentí, sin saberlo decir con palabras, preñado de Dios (como María, la Virgen, de la que nos habló en la cena la tía), naciendo en la nieve, Dios niño, hecho luna, hecho roca, en el más fantástico y real de todos los posibles Nacimientos. Era Dios madre querida en la noche de nieve y misterio, mientras la abuela seguía en el alto bas-herri de Orozko y la madre en algún puerto del Mediterráneo, celebrando Navidad con nuestro padre.
Sé que pronto fuimos a la iglesia, pero no recuerdo más. Mi misa verdadera del primer canto del gallo de esa noche preñada de Dios, la más honda liturgia de mi vida en la montaña, fue aquel Nacimiento de Jesús en la luz de una luna de noche brillando en la nieve. No solían dejarnos salir a esas horas, pero esa noche salimos a solas, bajo la mirada de la tía Aurelita, por la carretera de tierra pisada, juntos varios niños, bendecidos por luna (que no era luz de muertos, ill-argi, sino de vida, bizi-argi), hasta la curvona, bajo el monte, esperando la misa del gallo navideño.
Se apresuró bajo la clara luz, sobre la nieve, entre la sombra de las rocas, el claro sacramento de la noche y celebré como nunca he celebrado el nacimiento de Dios sobre/en la tierra. Sé que sonaron las campanas. Estaban llegando las doce. Después no recuerdo nada. Todo había pasado, es decir, había quedado.