Que la iglesia no se mire al ombligo (con Pedro Zabala).

Pedro Zabala me ha enviado una de sus reflexiones incisivas sobre “mirarse al ombligo” y voy a publicar en lo que sigue. Pero antes quiero introducir una breve reflexión desde la perspectiva de la iglesia. Todos nos miramos al ombligo, es evidente; así estamos hechos, nos creemos y somos de algún modo el centro del universo redondo y queremos que todo gire en torno a nuestro

redondel inflado; cuando esa mirada se vuelve obsesiva nos volvemos locos y corremos el riesgo de estallar por dentro; por eso es necesario poner nuestros ojos en otros horizontes. Jesús vino para que dejáramos de mirarnos así, para que volviéramos los ojos hacia el Reino de Dios, lo que significa volverlos a otros hombres y mujeres (pobres y enfermos, cojos y mancos…); vino para que supiéramos que el ombligo del mundo son aquellos que sufren y no tienen quien les acompañe; por eso, por centrar su vida en los demás (los hijos de su Dios) y no su ombligo o el ombligo de los poderosos de turno (el hieros de Jerusalén o el ómphalos de Atenas/Roma) le mataron. Pues bien, nuestra Iglesia, como es normal, ha corrido y está corriendo también el riesgo de mirar hacia su ombligo; pero ella tiene el poder de Jesús para superar esa falsa mirada.

Más introducción a Pedro Zabala y el ombligo

La Iglesia mira a su ombligo cuando habla demasiado de sí misma, cuando hace documentos sobre sus derechos, cuando está diciendo siempre “aquí estoy” para que los demás la miren. Ella se hace el ombligo del mundo cuando quiere reunir a todos en su plaza (no en la de Dios), cuando multiplica la pretensión de su “santidad” (todo es en ella santo, desde el edificio y los diversos dicasterios y oficios, “santos oficios”). Ciertamente, la Iglesia es santa… y puede ser en un sentido el ómphalos del mundo (de su urbi se va al gran orbi), pero sólo en la medida en que se descentre y se ocupe de Dios, que es ocuparse de los pobres de la tierra. Ella tiene, como he dicho, poder para hacerlo, porque en su centro no están sus beneficios (no quiere nada para sí misma), sino la Palabra que ella ofrece a todos, el amor que quiere dirigir hacia los pobres. Su urbe (amor de Cristo) es el orbe (humanidad entera).

Y desde este fondo podemos volver al evangelio de ayer: en la casa de la iglesia (que es la casa de Jesús) el primero es el paralítico… y la palabra de perdón para los otros, no como un privilegio (¡yo puedo, tú no puedes!), sino como un don. Es importante que yo mengue y que los otros crezcan, dijo Juan Bautista… Es importante que la Iglesia mengue (en un sentido) para que los pobres vivan… Al final de los tiempos no habrá Iglesia, sino humanidad salvada. Para ofrecer un camino de salud a los demás está la iglesia. Por eso tiene que mirar hacia los paralíticos del mundo, para ayudarles (nunca condenarles). No debe mirar hacia su ombligo. Y ahora sigue Pedro Zabala. Gracias, amigo.


Pedro Zabala:
¿QUIÉN NO SE HA MIRADO EL OMBLIGO?




Desde luego no los míticos Adán y Eva en los que siguen creyendo ciegamente ciertos creacionistas y que si nos atenemos a la interpretación literal del Génesis –el primer libro de la Biblia- no podían tenerlo. Pero el resto de los seres humanos, de los reales, los que hemos nacido de mujer, conservamos en nuestro abdomen la cicatriz del corte de aquel cordón umbilical que en nuestra existencia intrauterina sirvió de comunicación biológica con nuestra madre. Y desde luego, a lo largo de nuestra vida, en más de una ocasión nuestra mirada se ha detenido en su contemplación.

Pero no faltan quienes aisladamente o en grupo se ensimisman en la contemplación de su ombligo, cerrándose a levantar su mirada hacia sus alrededores, a abrirse hacia otros horizontes vitales e intelectuales. Se enclaustran en las ideas que un día aprendieron mecánicamente y se niegan a aceptar otras nuevas que pudieran suscitarles dudas y hacerles progresar en la vía a menudo áspera y tortuosa hacia el conocimiento.

Una oposición inflexible contra este avance proviene del flanco del fundamentalismo pseudo-religioso, de quienes se aferran ciegamente a unas creencias mágicas. De quienes atribuyen valor científico e histórico a los relatos contenidos en sus libros sagrados que valen en cuanto experiencias de personas humanas que vehiculan, de acuerdo con la mentalidad de su época, el impacto que supuso para ellas el contacto con lo trascendente. Cuando se quiere sacar de ellos enseñanzas que no poseen, es cuando se convierten en obstáculo para el conocimiento de la realidad. O pueden servir ideológicamente para apuntalar la explotación de los poderosos sobre los sometidos.

Claro que no podemos olvidar la existencia de otro fundamentalismo de carácter pseudo-científico. La ciencia es un método de aproximación a la realidad que sólo admite como cierto aquello que puede ser comprobado experimentalmente. O dicho de otra manera: lo que puede ser falseado por la experiencia. Por ello, los avances científicos son siempre provisionales, valdrán en cuanto el avance posterior no demuestre la parte de error que contienen. Desde esta perspectiva, la ciencia no puede decir nada sobre otros métodos de acercarse a la realidad, artísticos o religiosos. Pertenecen a la esfera de lo indecible en términos científicos. Es legítimo, por tanto, que se defiendan frente a quienes no reconocen la autonomía científica, extrapolando creencias religiosas o estéticas al ámbito experimental.

Pero negar las creencias, ridiculizarlas, apelando a la ciencia, es una falacia: es una creencia de signo opuesto la que se camufla tras una capa de neutralidad científica. También hay que denunciar esa falsa neutralidad cuando ciertos científicos pusieron y siguen poniendo sus conocimientos al servicio de ideologías inhumanas, como los experimentos nazis, la fabricación de armas destructivas o un mercado des-regulado y ciego a las necesidades humanas.

Es necesario que la razón y la ciencia, su instrumento más eficiente, tengan claro los límites que no pueden sobrepasar sin negarse a sí mismas. La observación de la realidad no puede ser neutral, el observador forma parte de la misma y al observarla la altera. En la mirada misma del científico se oculta parte de la realidad. No es extraño que a finales del siglo XIX se diera una combinación muy progresista entre la racionalidad científica, el orden económico burgués y el progreso tecnológico.

Este racionalismo ilustrado iba a aplicar la teoría evolucionista sobre el origen de la especie humana al desarrollo dentro de nuestra especie, legitimando el sistema patriarcal blanco con su imperialismo occidental que negaba a las mujeres y a las poblaciones no caucásicas su condición plena de personas humanas. No es de extrañar por tanto que crezca el número de científicos heterodoxos que se niegan a aceptar la ideología del racionalismo progresista y comprueban como “una cierta esquizofrenia colectiva parece haber caracterizado determinados cambios de paradigmas en torno a la verdadera naturaleza humana” y que “la ciencia es sólo la transcripción histórica del fascinante diálogo entre los animales humanos acerca del mundo” (Juan Sánchez Arteaga en La Razón Salvaje).
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