¿Cómo veía y escuchaba Jesús a Dios? ¿Tuvo "apariciones"?

Estos días se han mezclado en mi blog el tema de Pagola y el de las “apariciones” (de Jesús o de otros “santos”). Quedan en el fondo otros motivos: el poder de la Iglesia, la infalibilidad del Papa y del magisterio, el valor de la ciencia (el estudio histórico/crítico de los evangelios), la verdadera imagen y realidad de Jesús... Dios mediante, seguiré tratando de ello en los días que siguen, si el tiempo no lo impide y la autoridad lo permite. Hoy quiero vincular el tema de Jesús con las apariciones, retomando de alguna forma el hilo de Ariel Álvarez y de Antonio Vázquez, desde el trasfondo de Jesús (con Pagola o sin Pagola).Estoy convencido de que Jesús no tenía apariciones, pero sí visiones y audiciones que fueron signos poderosos de la presencia de Dios en su vida, como indicaré estudiando el texto de su Bautismo

1. Tema de fondo

Ariel Álvarez decía que las apariciones “marianas” de los últimos siglos son, al menos, ambiguas, pues no reflejan del todo la fe del Nuevo Testamento y corren el riesgo de situarnos ante un Dios que no es el de Jesús (pueden ser visiones, no son apariciones). Pueden ser muy honradas, no pueden dirigir la fe de la Iglesia, fundada en la Escritura y en Jesús-.
Antonio Vázquez afirmaba, desde la psicología, que las apariciones son experiencias alucinatorias; en ellas, todo ha de explicarse, en perspectiva humana, desde las condiciones psicológicas del entorno y de los “videntes”. De todas formas, algunas de esas experiencias pueden ser muy “sanas”: signos de encuentro con el misterio.

Desde ese doble fondo quiero afirmar:

(a) Jesús debió tener alguna experiencia de tipo visionario (de aparición/audición), como se dice en el relato del bautismo.
(b) Esa experiencia fue humanamente rica y en ella vemos los cristianos un signo de la presencia de Dios. Pero, estrictamente hablando, no tuvo "apariciones", pues su Dios era, por definición, un Dios Invisible en plano externo. Dios se le mostraba en toda su vida, desde la historia de su pueblo, desde su contacto con la gente... un Dioa cercano (cielo en la tierra), un Dioa amante (¡eres mi Hijo!).
(c) Por eso, más que de una aparición de Dios a Jesús, hablamos de una xperiencia "mesiánica" de Jesús (ve, oye..., siente), que está condicionada por todo el entorno cultural y literario (por las experiencias semejantes de las que nos habla el Antiguo Testamento: vocación de Isaías, Jeremías etc).
(d) El valor de esa experiencia de Jesús ha de entenderse desde el contexto de toda su vida. Muchos han tenido visiones y audiciones y gran parte de ellas eran enfermizas, llenas de engaño, (como dice el NT). Las de Jesús nos parecen verdaderas (a los cristianos) porque le dieron fuerza para vivir y ser feliz, para actuar y entregarse a favor de los demás.
(e) Si en Fátima y en otros lugares hubiera habido "apariciones" objetivas de la Virge (o de Dios, o de Cristo...), esos videntes serían más privilegiados que Jesús. Pero quizá no tuvieron apariciones, sino visiones y audiciones... en la línea de Jesús.

2. Experiencia bautismal.

Los evangelios son muy sobrios y no han querido presentar con detención el proceso de cambio psicológico de Jesús, sino que han narrado el acontecimiento del Jordán de un modo casi “litúrgico”, aprovechando para ello diversos modelos de tipo bíblico. Aquí no quiero comentar los textos, que han sido tratado con cierta extensión en los comentarios a los textos evangélicos (Mc 1, 10-11 par). Por eso me limito a ofrecer un esquema de los motivos de fondo de esa experiencia, que Marcos ha trasmitido así:

Aconteció en aquellos días que Jesús vino de Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. 10 Y en seguida, mientras subía del agua, vio que los cielos se abrían y que el Espíritu descendía sobre él como paloma. 11 Y vino una voz desde el cielo: "Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia."

Éstos son algunos de rasgos que pueden ayudarnos a entender esa experiencia:

3. Rito. El bautismo como experiencia.

El bautismo de Juan era un rito profético de muerte creadora (de paso), que se realizaba una sola vez y que ponía a cada bautizado a la puerta de la tierra prometida, una experiencia de gran significado escatológico: mismo Juan, profeta de los últimos tiempos, introducía al iniciado en las aguas del río del límite, ante la tierra prometida; el bautizado asumía la historia del pueblo de Israel, vinculada a la salida de Egipto con Moisés (paso del Mar Rojo) y a la entrada en la tierra prometida (paso del Jordán, con Josué). Entendido así, suponía un juicio que expresaba y ratificaba la superación del pecado de los hombres y mujeres (que así “morían”) y la nueva acción trasformadora de Dios. No conocemos la forma en que otros recibieron y entendieron el bautismo de Juan, pero todo nos permite suponer que para Jesús lo tomó como momento clave de renacimiento, desde Dios, para la tarea de su Reino.

4. Inversión mesiánica

Conforme a la mejor tradición israelita, Dios actúa a contrapelo, es decir, de una manera sorprendente, allí donde los hombres “rompen” o superan un nivel de realidad, descubriendo otro distinto, dejándose llenar por algo que brota de su interior y les trasciende. Precisamente allí donde, llegando hasta la meta de su mensaje escatológico, Juan anunciaba el final (juicio y destrucción), experimentó y descubrió Jesús su misión más alta, recuperando, de un modo más hondo, su vocación familiar davídica. No niega por eso la experiencia de Juan, sino al contrario: sitúa y entiende esa experiencia profética como impulso y llamada para su tarea mesiánica. Es como si aquello que Juan anunciaba se hubiera cumplido, de forma que allí donde todo ha terminado (en línea de juicio) puede comenzar ya todo, de un modo distinto, en línea de vida y no de muerte .

Uno ejemplo de inversión lo ofrece el encuentro de Elías con Dios en el Horeb, monte santo de la Ley, donde él había venido a morir, pues estaba cansado y fracasado (1 Rey 19, 8-18). Pues bien, en ese mismo lugar de juicio y muerte, descubrió a Dios de un modo nuevo, como promotor de vida. Había venido con signos de violencia (huracán, terremoto, incendio, como los de Juan Bautista en Mc t, 10-12 par); pero descubrió a Dios en la suave Brisa (=viento, espíritu) y en la Voz que le pide que inicie su nueva tarea. También Jesús buscó el fuego, el hacha y terremoto de Jesús, pero escuchó la voz de Dios que se revela como Padre y que le envía a realizar una tarea salvadora, en línea mesiánica


5. Ruptura de nivel, revelación personal de Dios.

No sé si fue una visión (es posible que sí), lo que importa es la experiencia de fondo, de Presencia, de misión... La experiencia personal de Jesús, que se ha narrado así, en forma simbólica, con los motivos de la tradición venerable de Israel. No quiero decir que las cosas sucedieran exactamente como dice Mc 1, 9-11 par. Nadie lo sabe ni podrá saberlo, pues no existe una autobiografía de Jesús. Pero los hilos posteriores de su vida se entienden desde aquí, en la línea que lleva del antiguo Elías del juicio (Juan Bautista), al nuevo Elías, mensajero de la brisa suave y del nuevo comienzo (Jesús) (cf. 1 Rey 18-19). Sólo así (como profeta carismático), Jesús ha podido superar un mesianismo de imposición política (o de juicio apocalíptico), para descubrir un nivel más alto de gracia (nuevo nacimiento), dejándose transformar por la Presencia divina (que es la hondura y verdad de su realidad humana). Sólo en este contexto, allí donde se sabe que todo lo anterior se ha cumplido y terminado (ha muerto), puede hablarse de un nuevo comienzo, que empieza precisamente con la voz del Padre, que le dice “tú eres mi hijo”, y con la brisa del Espíritu (que le envía a realizar su obra). Jesús se descubre un renacido.

6. Visión y audición, una experiencia integral.

No ha sido un proceso racional en plano objetivo, algo que se puede demostrar por argumentos, sino un tipo de “intuición” vital, que ha trasformado las coordenadas de su imaginación y de su voluntad, de su forma de estar en el mundo y de su decisión de trasformarlo. En ese sentido decimos que, pudiendo tener un elemento visionario (¡ve los cielos abiertos!) y otro auditivo (¡oye la voz que le dice: tú eres mi hijo!), el bautismo ha sido una vocación integral. Tanto la visión (cielo abierto), como la palabra (¡eres mi Hijo!) son revestimientos simbólicos de una experiencia radical de vinculación con Dios. Se rompen las distancias: Dios no está arriba, el cielo se abre, Dios se encuentra en la misma vida de los hombres. Se llena el silencio con la gran voz: ¡Eres mi hijo! Dios no amenaza, no juzga, no aterroriza. Dios es Presencia radical de Vida (cielo y tierra se unen), es Palabra de amor creador, cercano, exigente (¡eres mi hijo!). Jesús ha visto y escuchado en su interior el rostro y voz del Dios que le trasciende. No es imposible que, en ese momento crucial, haya “visto y escuchado” de una forma externa. Pero lo importante es la visión y audición interior, la voz de Dios que le llama Hijo, la presencia del Espíritu, haciéndole asumir su tarea davídica de Reino. Todo el transcurso posterior de su vida se entiende a partir de esta experiencia filial y visionaria.

Las experiencias visionarias resultaban en aquel tiempo más normales que hoy y configuraban el sentido y tarea de muchas personas, como muestran el Apocalipsis y Pablo (en su ascenso al tercer cielo, donde escuchó cosas inefables: 2 Cor 12, 2). El mismo Jesús dice que “vio a Satanás caer del cielo como rayo” (Lc 10, 18). Son muchos los que piensan que Jesús debió tener en si bautismo una experiencia visionaria, un tipo de revelación que le permitió mirar las cosas de un modo distinto, en una línea profética, abierta a un tipo de mesianismo filial. Es muy posible que entre la experiencia del bautismo, con la voz de Dios, y la misión de sus discípulos, con la caída de Satanás (Lc 10, 18), exista una continuidad que hoy nos resulta difícil de precisar. El problema no es tener visiones, sino organizarlas e interpretarlas. Muchos griegos tenían “visiones” y muchos judíos “visiones y audiciones”, como ha destacado M. Barker (cf. The Great Angel: A Study of Israel's Second God, SPCK, London 1992; The Older Testament: The Survival of Themes from the Ancient Royal Cult in Sectarian Judaism and Early Christianity, SPCK, London 1987; The Lost Prophet: The Book of Enoch and Its Influence on Christianity, SPCK, London 1988).


7. Una tarea al servicio de los demás.

Hay en la historia de las religiones (y del mismo cristianismo actual) visiones y audiciones en las que una persona cree recibir un mandato para imponerlo de algún modo a los demás. De esa forma, el receptor de la experiencia se cree capacitado para “mandar” sobre los demás, para obligarles a realizar ciertos gestos (¡como construir templos!) bajo fuertes amenazas. En Jesús no tenemos nada de eso. Su experiencia de Dios se traduce en forma de servicio a los demás. Dios no le concede un poder especial para dominar a los demás o dirigirles, sino que le hace “servidor” de los demás. La tradición cristiana ha destacado este rasgo cuando afirma que Jesús vio los cielos abiertos y escuchó la voz de Dios Padre (diciéndole ¡tú eres mi Hijo!) y que le confiaba su tarea creadora y/o salvadora (¡ofreciéndole su Espíritu!). Ciertamente, esa escena, que marca el comienzo del evangelio (cf. Mc 1, 9-11 par.), ha sido recreada desde la vida posterior de la Iglesia, pero en su fondo puede y debe haber existido un núcleo fiable, que anticipa la acción posterior de Jesús, arraigándola en su tradición mesiánica. El mismo Dios que, según la tradición mesiánica, ha venido a expresarse como Padre (Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo; tú eres mi hijo, yo hoy te he engendrado: 2 Sam 7, 14; Sal 2, 7) le muestra así lo que es ser “hijo”, hermano de los hombres, portador del Espíritu de Dios. La “verdad” de la experiencia se expresa y confirma, según eso, en el servicio posterior de Jesús, en su vida de evangelio. Jesús no ha tenido una “experiencia especial” para ser “más” (para colocarse por encima de los otros), sino para ser menos, en el sentido evangélico de la palabra, para actuar como servidor de todos (cf. Mc 10, 45).

Una parte de la exégesis moderna, movida por un tipo de idealismo ontológico, ha negado la historicidad de esta experiencia de Jesús, diciendo que va en contra del carácter moralista y profético (no ontológico o dogmático) de su evangelio. Pero, tomadas en sí, las palabras de Dios (¡tú eres mi hijo!) no expresan ninguna filiación ontológica, sino una relación histórico-escatológica. Precisamente allí donde se dispone a morir (el bautismo es anticipo del juicio), Jesús escucha una voz de nacimiento, que le llama a la vida, dentro de su tradición davídica. Así decimos que “vuelve” a su pasado (vocación davídica), pero de una forma diferente



8. Conclusión. Una experiencia de eclosión mesiánica.


Esos elementos marcan, a mi juicio, el bautismo de Jesús. Sabemos que en este campo resulta muy difícil trazar suposiciones de tipo psicológico, pero a veces lo más obvio y sencillo es lo más verosímil. Jesús fue donde Juan cargado de experiencias y preguntas sociales a las que no sabía responder. Pensó quizá que por el bautismo podía introducirse de un modo personal en el camino del juicio, para dejar que Dios resolviera los problemas. De esa forma se unía a los trabajadores/pecadores de su pueblo, como tekton, artesano israelita, en una sociedad que se desintegraba. Venía a bautizarse para asumir el proyecto de Juan, abandonando sus proyectos y promesas fracasadas, como Elías sobre el Horeb (cf. 1 Rey 19). Pero el Dios de su fe más profunda, vinculada a su tradición familiar mesiánica, salió a su encuentro en el agua y la brisa del Espíritu, para engendrarle como Hijo y confiarle su tarea. Aquel fue el momento y lugar de su verdad, su verdadero nacimiento. Esta fue su “visión”, una visión que se expresa en forma de vocación y servicio realista, no de evasión enfermiza, como han sido a veces las “visiones” religiosa de la historia cristiana posterior.

Jesús escucha la voz Eres mi Hijo (Mc 1, 10-11) y así descubre que el hombre es hijo de Dios, no un condenado a la muerte. El texto sigue diciendo que vio al Espíritu que descendía sobre él como una Paloma. La paloma evoca el nuevo comienzo de vida tras el diluvio. Lo que era fin, aguas de muerte, se vuelve principio de vida, con la paloma de paz (con su ramo de olivo: cf. Gen 8, 8-12). Todo nos permite suponer que Jesús tuvo una experiencia visionaria, descubriéndose (desde Dios), como portador de una pretensión mesiánico (¡era hijo de David!), desde el lugar de los pobres.
Esas experiencias “carismáticas” pueden ser enfermizas, si sacan al hombre o mujer de su realidad vital y le introducen en mundos vacíos de delirio y evasión, en espacios imaginarios, delirantes, obsesivos. Pero pueden ser iluminadoras, como saben desde antiguo muchos videntes, capaces de interpretar la vida humana desde un nivel más alto de presencia sagrada, que les introduce de manera más intensa en la realidad.
En ese sentido, podemos afirmar que Jesús tenía una capacidad visionaria, pero no ocultadora y evasiva, sino reveladora e impulsora, una experiencia de ampliación de conciencia y voluntad, al servicio del Reino de Dios. Se trata de una capacidad estrictamente humana de apertura y diálogo con el misterio. Pudo ver (entender) cosas que antes no había visto, escuchar palabras que jamás había escuchado, aunque estaban latentes en el camino anterior de Israel y en la trayectoria de su vida laboral y espiritual. Lo que Jesús “descubrió” en el bautismo no fue el resultado de un razonamiento discursivo, ni fue fruto de una discusión de escuela, sino condensación de una experiencia interior, por la que se sintió sobrecogido ante el misterio de Dios que era Padre y le llamaba a vivir como Hijo, al servicio de los demás.
Ésta fue su experiencia, pero no fue diciendo que creyeran en su experiencia, sino que creyeran en el Dios de la Vida (Padre) que él había descubierto, De esa manera, aquello que para Juan era muerte (final de una etapa) se vuelve para él principio de una nueva presencia de Dios (nacimiento: ¡eres mi Hijo!) y de una tarea de Reino.
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