Mamá ¿dónde está nuestra casa?

(JCR)
¿Qué siente un niño que ha vivido siempre en un campo de refugiados cuando sus padres le llevan de vuelta a casa? El sábado pasado me lo pasé

visitando a varias familias que han regresado a sus tierras, en el interior, después de vivir seis años hacinados como sardinas en lata en el campo de desplazados de Palenga, que contaba con 20.000 personas. Me encontré con dos niños, Brian, de nueve años, y su hermano Walter, de seis. Como ellos, casi dos millones de personas fueron forzadas durante los últimos años a abandonar sus hogares durante la guerra en el norte de Uganda y concentrarse en estos campos donde faltaba de todo y se moría con facilidad. Tras siete meses de calma vuelven a sus casas, destruidas y casi sin ayuda de nadie. Pero el terruño y la casa de uno es el mejor lugar. Esto es lo que me contaron.

Brian y Walter tienen suerte de tener a sus padres vivos con ellos. Muchos otros miles de niños se han quedado huérfanos durante esta guerra. Una trágica realidad aquí son las muchas familias en la que un niño de 15 o 16 años es responsable de sus hermanitos y a menudo de su abuela. Sólo Dios sabe cómo sobreviven.

Pregunté a Brian y a Walter qué prefieren: vivir en el campo de desplazados o en el poblado, y me dicen sin dudarlo que en su aldea de origen. Su madre me aclara que cuando hace un mes dijeron a sus hijos que se marchaban del campo y volvían a casa, los niños –que eran muy pequeños cuando tuvieron que huir de la aldea- apenas recordaban nada de su casa original y preguntaban extrañados: “Mamá, ¿dónde está nuestra casa?"

Para Brian, lo mejor de vivir en el poblado es poder ir a cazar pájaros con tirachinas, y me enseña orgulloso el último gorrioncillo víctima de su puntería. Para Walter, lo mejor de vivir en el bosque es tener a su disposición muchísimos árboles de mango y poder comer de su fruta sin límites. “En el campo de Palenga había muy pocos árboles para tantos niños, y a menudo nos peleábamos para disputarnos los pocos mangos que había”.

Camino unos cientos de metros y me encuentro con un grupo de niños que se bañan en el río Tochi. Otros pescan unos metros más allá corriente abajo. Cuando les hago la misma pregunta ninguno duda: se está mejor aquí. En Palenga no había río para nadar.

Después, por la noche, toda la familia se reúne alrededor del fuego y los niños mayores cuentan fábulas y cantan adivinanzas. Hasta hace pocos meses de noche había que guardar el silencio más absoluto por temor a ataques de los rebeldes, que secuestraban a niños para obligarlos a combatir en sus filas.

Muchos de estos niños están traumatizados por haber pasado por la terrible experiencia del secuestro. Otros han perdido a sus hermanos o a sus amigos. Todos ellos han tenido que pasar del miedo al bosque a ver la naturaleza como un lugar del que se disfruta, no como un lugar de terror.

Pero a pesar de estos incentivos volver a casa no es fácil. A pesar de la propaganda del gobierno de Uganda, son pocos los que regresan con algún tipo de ayuda en forma de utensilios domésticos, semillas o herramientas necesarias para el cultivo e los campos. En el lugar que visité el pozo de agua más cercano está a tres kilómetros, y no basta para las más de mil personas que dependen de él.

Además, en el poblado hay una escuela abandonada y no hay maestros, por lo que -como todos los demás niños- Walter y Brian tienen que caminar seis kilómetros todos los días para ir a la escuela primaria de Palenga. Con tanta caminata y sólo una comida al día no es fácil estudiar.

Pero al menos los niños empiezan a aprender que tienen una casa y una tierra donde su familia, sus abuelos y sus antepasados vivieron siempre. Ojalá ninguna guerra les vuelva a privar de ellas.
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