(JCR)
Hace algo más de dos semanas que no daba señales de vida. Estoy de vacaciones en España, acompañando a mis ancianos padres durante un mes, como intento hacer una vez al año. Cada vez que vengo aquí
desde Uganda tardo algún tiempo en aterrizar y se me viene encima el cansancio acumulado durante todo el año. Hoy he tenido una extraña sensación rayana en la tristeza haciendo la compra.
Les escribo desde Ciudad Real, donde estoy pasando unos días con mi hermana. Desde hace varios años tenemos un pacto: yo estoy en su casa a cuerpo de rey y yo a cambio hago la compra y la comida. Me acompaña una religiosa ugandesa del Sagrado Corazón gran amiga mía, que ha venido para hacerse chequeos médicos y buscar ayudas para proyectos de su congregación. Esta mañana fuimos a un supermercado a hacer la compra de toda la semana. Cada vez que entro en este tipo de lugares en Europa después de vivir en un lugar donde falta de todo, el bullicio de cientos de compradores que recorren los pasillos entre los estantes del hiper me penetra en la cabeza causándome una gran jaqueca...
Mi mente vuelve a Uganda, donde desde hace pocos años varias empresas surafricanas han abierto hipermercados en la capital, Kampala, como templos del libre comercio y el consumismo que llega a todas partes. En las pocas ocasiones que he entrado en uno de ellos siempre me ha llamado la atención un detalle inolvidable: la visión de un hombre o una mujer que recorre despacio la gran superficie, mirando con detenimiento unos artículos demasiado caros para su bolsillo, para tal vez al cabo de una hora acudir al cajero de salida con una botella de agua mineral, una barra de pan, una pastilla de jabón o tal vez un paquetito de caramelos para sus hijos. Cuando me pongo a la cola, me doy cuenta que casi todos los que están delante de mí llevan apenas un artículo de poco valor. Han pasado una hora observando lo que nunca podrán comprar y salen con apenas nada.
Mi amiga la monja ugandesa, casi sin atreverse, nos ha pedido si le podíamos comprar un yogur. Cuando la hemos llevado a la estantería kilométrica donde se exhiben yogures no daba crédito a sus ojos: semidesnatados, con bífidus, sin ellos, con trocitos de fruta, con fibra, con infinidad de combinación de sabores.
"Tenéis un país estupendo", ha musitado en voz baja, queriendo mostrarse cortés.
Ella vive a 600 kilómetros de la capital, en un lugar cercano a la frontera con Sudán, y ha trabajado siempre con refugiados y con niños-soldado. Cuando viene a Kampala a hacer compras y termina su trabajo, entra en un supermercado y se compra un yogur, el único que se puede encontrar, importado de Kenia, con un (lejano) sabor a vainilla. Ha mirado desconcertada la fila interminable de productos lácteos, ha señalado a uno de ellos y se ha sorprendido cuando he cogido la media docena de yogures que van unidos.
Cuando estábamos a la cola para pagar, he recordado la visión de la mujer que acude con su hijita al supermercado de Kampala y que sale con un cartoncito de leche, solo uno, y me pregunto qué sentiría si hubiera estado con nosotros esta mañana. Yo, personalmente, ante tal abismo, después de 20 años en África, no puedo evitar seguir sintiendo vergüenza.