Una lección magistral de solidaridad

(AE)

No se me ha podido borrar de la mente aquella perspicaz viñeta de Mingote que pude leer en mi infancia y que apareció en el rotativo un Jueves Santo tal como hoy. En el chiste se veía a un paisano que salía de la iglesia y que le decía al otro: “Y a quien diga que hoy no es el día del Amor Fraterno, le partimos la cara”.

Bromas aparte, quisiera hoy compartir con Uds. una de esas experiencias que me marcaron y que para mí encarnan de manera más palpable el mensaje más profundo del Amor Fraterno. Era un domingo de los que se llaman “de Cáritas” (por aquello de las colectas para los pobres) en una pequeña y maltrecha capilla dentro de un inmenso campo de refugiados en las afueras de Jartum. Las condiciones climáticas allí son extremas, estamos hablando de un desierto inmisericorde con regulares tormentas de arena, casas hechas de cartón o de pedazos de madera, no servicios básicos, no acceso a agua potable, etc. Todo un infierno hecho campo de refugiados. Habría una cincuentena de personas, todos desplazados, habitantes de aquel lugar y, como era de esperar en una población de tan escasos recursos, vestidos pobremente con atuendos ajados por el mucho uso. La liturgia dominical comenzó y, cuando llegó el momento de las ofrendas, el catequista se puso en pie y se puso delante del altar con una caja de cartón vacía. Con una expresión seria, habló a la congregación allí reunida y, señalando la caja vacía, les dijo: “Hermanos, hoy es el domingo de Cáritas y se nos pide que nos acordemos de los que no tienen nada. Os pido que, aunque tengamos poco, hagamos hoy un esfuerzo para poder ayudar a aquellos que están peor que nosotros.”

La frase, salida de una persona que apenas podía ocultar su necesidad, hizo que se me hiciera un inmenso nudo en la garganta. Aquello de “aquellos que están peor que nosotros” me hubiera parecido puro sarcasmo si no hubiera salido de ese serio catequista que daba el anuncio con tanta dignidad. Ellos, que estaban en la indigencia más absoluta, hacían un llamado de solidaridad y de asistencia para otros. Alucinante. No sé cuánto se dio o se dejó de dar, el caso es que a cada uno de los presentes se les recordaba que siempre había gente que estaba peor y que era de justicia arrascarse el bolsillo para echarles una mano. Y los allí presentes dieron lo que pudieron y se acordaron de los otros en peores circunstancias, mientras yo me preguntaba: “¿es posible pensar en unas circunstancias peores?” En aquel momento me sentí mezquino, egoísta, hipócrita en mi creer que “hago el bien” a la humanidad y me sentí indigno de estar allí con toda mi comodidad y con mis muchas seguridades rodeado de aquellos que todavía en su indigencia tenían tiempo y generosidad para pensar “en los que están peor”.

Creo que hoy es el día de aquellos que tienen corazón, de aquellos a los que, como dijo el pensador, “nada humano les es ajeno”. Me parece muy pertinente el celebrar un día al año la fiesta del Amor Fraterno, porque creo que no debería ser una fiesta religiosa con marchamo de ninguna confesión. Es en el Amor donde nos encontramos, donde se superan barreras, donde se construye la paz. La de hoy debería ser una fiesta de la fraternidad (y la “sororidad” para no discriminar a nadie), ya que es ahí, en el Amor y acogida, donde está el punto de inflexión de la bondad humana donde nos encontraremos cristianos, musulmanes, budistas, hindúes, descreídos, ateos y agnósticos y todo bicho viviente que haya vivido su vida movido por el amor y no por el odio.

Cuando me siento desanimado o pierdo la fe en la humanidad, me acuerdo de aquel catequista lleno de garbo, blandiendo aquella caja vacía de la solidaridad, invitándome a ir más allá de mi egoísmo y mostrándome con su actitud lo más profundo y tierno del corazón humano. Él es el para mí el rostro más logrado de la Fiesta del Amor Fraterno.
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