Adoración de la Cruz. Aproximación histórica

Quizás haya sido la liturgia del viernes santo la que ha ofrecido un marco más adecuado y de mayores posibilidades dramáticas a la religiosidad popular. Es cierto que el sentimiento del pueblo ha desbordado con frecuencia los cauces de expresión ofrecidos por la liturgia oficial. Sin embargo, la experiencia de las comunidades primitivas, que no eran tan escrupulosas ni puritanas como nosotros en distinguir la piedad popular de la estrictamente litúrgica, ha dejado una huella profunda en la liturgia oficial de este día.

También en este caso el testimonio de la peregrina Egeria es de un valor inapreciable y de un colorido popular indiscutible. Transcribo su relato:

«Es colocada la cátedra para el obispo en el Gólgota detrás de la Cruz que ahora está plantada; siéntase el obispo en la cátedra; es colocada ante él una mesa cubierta con un lienzo; alrededor de la mesa están de pie los diáconos; es traído el relicario de plata dorada en el que está el santo leño de la cruz, es abierto y sacado. y se ponen en la mesa tanto el leño de la cruz como el título. Después de colocado en la mesa, el obispo, sentado, aprieta con sus manos las extremidades del leño santo, y los diáconos, que están de pie alrededor, hacen la guardia, porque es costumbre que todo el pueblo vaya viniendo uno por uno, tanto los fieles como los catecúmenos; e inclinándose ante la mesa besan el santo leño, y van pasando. Dícese que alguien, no sé cuándo, dio un mordisco y se llevó algo del santo leño; por eso ahora los diáconos que están alrededor lo guardan con tanto cuidado, para que nadie de los que vienen se atreva a hacerlo de nuevo. Y así todo el pueblo va pasando uno a uno, inclinándose todos van tocando, primero con la frente y luego con los ojos, la cruz y el título, y besando la cruz van pasando; pero nadie alarga la mano para tocarla (...) y así hasta la hora sexta va pasando todo el pueblo, entrando por una puerta y saliendo por otra».

Luego, según la descripción de la peregrina, la celebración continúa bajo la presidencia del obispo en un hermoso atrio entre la Cruz y la Anástasis. A lo largo de tres horas todo el pueblo escucha la lectura de los pasajes bíblicos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, en los que se hace alguna alusión a la pasión, se cantan himnos y se intercalan oraciones apropiadas. Anota a este propósito la peregrina:

«A cada una de las lecturas y oraciones va unido tal sentimiento y gemidos de todo el pueblo, que es admirable; pues no hay nadie, grande ni chico, que durante las tres horas de aquel día deje de llorar tanto que ni expresarse puede; que el Señor haya sufrido por nosotros tales cosas» (Agustín Arce, Itinerario de la Virgen Egeria (381-384), Madrid, BAC, 394-397).

Como puede apreciarse, el clima que refleja el relato es altamente sugestivo. Dentro de una simplicidad y una espontaneidad envidiables, ajenas completamente a las formas estereotipadas y hieratizantes que terminarán por ahogar posteriormente las posibilidades de expresión popular, la gran muchedumbre de fieles expresa con una severa liturgia su devoción a la cruz y escucha con profunda religiosidad el relato de la pasión. No faltan, en la narración de la peregrinas, sabrosas alusiones que revelan la emoción desbordante de los fieles que prorrumpen espontáneamente en gritos y sollozos.

Antes del siglo VII no tenemos en Occidente ninguna noticia referente a la adoración de la cruz vinculada a la liturgia del viernes santo. El primer testimonio nos lo ofrecen las fuentes de la liturgia hispánica, tanto el “Liber Ordinum” como el “Antifonario de León”. Es muy probable que la tradición litúrgica hispana haya sido influenciada en este caso por los usos de la Iglesia de Jerusalén. También en este caso el rito se desenvuelve en un clima de indiscutible sobriedad.

«A la hora de Tercia -señala el “Liber Ordinum”- el leño de la santa cruz es colocado
en una patena sobre el ara del altar de la iglesia principal. Luego un diácono levanta el santo leño. La cruz dorada, cerrada junto con las santas reliquias, es llevada a la iglesia de la Santa Cruz. Allí, mientras todos cantan, los obispos, presbíteros, diáconos, clero y todo el pueblo fiel besan el mismo santo leño» (Mario Ferotin, Le Liber Ordinum en usage dans l'Eglise wisigotique et mozarabe d'Espagne, Paris, 1904, 193-199.

El ritual hispánico nos ha transmitido algunas oraciones y composiciones hímnicas para utilizar durante la adoración de la cruz, entre ellas el famoso himno Crux fidelis, compuesto por Venancio Fortunato. Vinculado de alguna forma a la adoración de la cruz encontramos en la liturgia hispana de viernes santo el sugestivo rito del “Indulgentiam”. En el marco de una liturgia de la palabra, en la que se lee el relato de la pasión, y a la que asisten el obispo, los presbíteros y diáconos con los pies descalzos, tiene lugar el rito del “Indulgentiam” que viene a ser una liturgia penitencial para la reconciliación de los penitentes. También en este caso la cruz es colocada solemnemente por el diácono sobre el ara del altar, viniendo a constituir el centro en el que polariza la atención de toda la asamblea. Lo más sugestivo de la celebración consiste en la insistente aclamación Indulgentiam! que el pueblo repite casi un centenar de veces, al principio respondiendo a las invocaciones de los diáconos y luego de un modo ininterrumpido, como si fuera una auténtica catarata. Después de un momento de silencio, que nosotros imaginamos sobrecogedor después de las aclamaciones del pueblo gritando, el obispo cierra la celebración con unas oraciones conclusivas. De este rito, de sabor eminentemente popular, no ha permanecido ningún vestigio en nuestra liturgia actual. Ha quedado sepultado en el pasado de una liturgia local y sólo nos es accesible como objeto de museo a través de las viejas fuentes litúrgicas hispanas.

La primera noticia de la adoración de la cruz en la liturgia romana de viernes santo se remonta a la primera mitad del siglo VIII. La encontramos en el Ordo Romanus XXIII, obra de un clérigo franco peregrino en Roma. A partir de esta época las noticias se multiplican dando fe de un rito cada vez más extendido y más arraigado. La narración del Ordo Romanus XXIII refleja un rito lleno de unción y de religiosidad: el papa y los ministros sagrados, descalzos, se desplazan procesionalmente desde Letrán hasta la basílica de la Santa Cruz en la que tendrá lugar la adoración de la cruz seguida de una liturgia de la Palabra, esquema que recuerda el del la Iglesia de Jerusalén, descrito por Egeria. Durante la procesión el papa lleva en la mano derecha el turíbulo y va incensando el santo leño que es llevado solemnemente por un diácono. En la adoración de la cruz participa toda la asamblea : el papa, los ministros sagrados. los hombres y las mujeres.

Esta ceremonia de la adoración de la cruz, muy sobria en un principio, irá desarrollándose progresivamente introduciendo nuevos elementos : la cruz será desvelada solemnemente ante la asamblea, se entonará el “Ecce lignum” al presentarla al pueblo, se proclamará el canto del “Trisagion” alternando con genuflexiones sucesivas, se cantarán el himno “Crux fidelis” y los Improperios, etc. Todos estos elementos, que bien podemos considerar como un enriquecimiento, acabarán por ahogar la libre participación del pueblo.
Volver arriba