Dinámica interna de la anáfora

A mí me gusta llamarla anáfora en vez de plegaria eucarística. No lo hago por esnobismo, sino porque la expresión anáfora goza de mayor solera, porque nos vincula con las iglesias de oriente y, además, porque es más corta. Esta plegaria está situada en el centro medular de la eucaristía y en ella converge el interés de toda la celebración. Fijándonos en el marco celebrativo que sugieren los relatos de la cena, la anáfora correspondería a la oración de bendición que pronunció Jesús sobre el pan y el vino.

En la anáfora se combinan elementos de acción de gracias y de alabanza con elementos de súplica e intercesión. En todo caso el tono dominante debemos atribuirlo a la actitud doxológica de alabanza y acción de gracias. Esa actitud marca desde el principio el estilo de esta plegaria. Podríamos decir que comienza con un verdadero torrente de alabanza, bendición, glorificación, acción de gracias dirigido al Padre. Inmediatamente después se evocan los motivos de esa alabanza. Es aquí donde los diferentes modelos de anáfora se explayan de manera más o menos abundante, según el talante de cada una.

Los motivos de la acción de gracias y alabanza son diversos. Se alaba a Dios por lo que es en sí y por las obras que hace. Se le alaba por su bondad, por su grandeza, por su misericordia infinita, por su sabiduría, por su verdad, por su amor. Y, además, por su creación, por las maravillas de la naturaleza y, más que nada, por haber creado al hombre a su imagen y semejanza. De ese modo se van desgranando las diversas intervenciones de Dios en la historia para liberar al hombre de la injusticia y de la esclavitud. Todo culmina al evocar la gran manifestación del Padre a través de su Hijo Jesús, expresión del amor infinito de Dios por los hombres y revelación definitiva del rostro bondadoso de Dios. En Cristo todas las cosas han sido recreadas y han asumido una nueva dimensión. El orante, al evocar la presencia liberadora de Dios en la historia, hace patente la dimensión profética de su ministerio al interpretar los signos de los tiempos y al detectar la presencia de Dios en los acontecimientos. Porque el orante sabe que Dios sigue revelándose a través de la historia.

En una estructura muy primitiva y arcaica, la evocación de los gestos y palabras de Jesús en la última cena forma parte de los motivos que provocan la acción de gracias. Es el último eslabón de esa cadena de motivos. De ahí el carácter de narración evocadora que se debe atribuir al relato, al margen de cualquier tentación de mimetismo dramático. Esta interpretación hay que situarla en un contexto en el que la anáfora carece de sanctus y la epíclesis, o evocación del Espíritu, se proclama después de la anamnesis o memorial (anáfora de Hipólito de Roma).

Las Iglesias de Alejandría introducen una larga cadena de intercesiones inmediatamente después del sanctus y colocan una primera epíclesis, muy breve, antes de las palabras del relato. Las iglesias de la tradición siriaca prolongan limpiamente la evocación de los motivos de la acción de gracias, interrumpida, eso sí, por el sanctus, concluyendo con el relato de la cena como último motivo de acción de gracias.

Toda la tradición oriental, incluida la tradición alejandrina, coloca la epíclesis después de las palabras del relato y del memorial. En esa oración se pide al Padre que mande el Espíritu para que consagre los dones del pan y del vino. Es evidente que esto plantea serios problemas a la ortodoxia católica pues, en cierto modo, la epíclesis pronunciada en este momento, merma o desvirtúa el valor de consagración que se atribuye a las palabras del relato. Los teólogos modernos consideran que es la plegaria eucarística, en su conjunto, la que santifica y consagra los dones; y las palabras del relato son ciertamente palabras de consagración, pero en la medida en que forman parte de la anáfora.

En la última parte de la anáfora las iglesias de la tradición siriaca introducen el recuerdo y las plegarias por la iglesia, por los obispos y los responsables de las iglesias, por el pueblo, por los vivos y los difuntos. Termina la anáfora con una gran doxología. El Canon Romano, aún coincidiendo en los elementos esenciales, posee una estructura peculiar que merece un tratamiento aparte. Lo veremos otro día.
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