Reduccionismo obsesivo en la eucaristía

Todo se origina, a mi juicio, al reducir de forma burda todo el conjunto de la eucaristía a la consagración. Es la raíz de este problema. Porque de ahí se deriva toda una serie de posicionamientos ideológicos, deformaciones groseras, desconfianzas y malentendidos.

El papel del sacerdote es interpretado en función de la consagración. Esa es su misión, -dicen- consagrar. Por eso tiene el poder y por eso preside. Porque lo suyo, en esta clave, -insisten- no es un servicio sino un privilegio, un ejercicio del poder. En esta línea -piensan- la ordenación sacerdotal no es la donación del Espíritu sino la entrega de poderes. De ahí se deriva, en un contexto cultural de alta sensibilidad democrática, a veces asamblearia, la exigencia de que no sea él solo, el sacerdote, el que preside, ni el que proclama la acción de gracias, ni el que dice las palabras de la consagración. En un alto alarde de reivindicación democrática toman la decisión de que todos presidan, todos digan la plegaria eucarística y todos, -cómo no- digan las palabras de la consagración. Por cierto, el lenguaje teológico actual no suele hablar de «consagración» sino de «relato de la institución». Siguiendo el desarrollo del ovillo, esta forma de entender la eucaristía, polarizándola en la consagración, lleva de la mano a cuestionar de forma horrorizada el tan traido tema de la «transusbstanciación» que, seguramente, nadie entiende y que los teólogos actuales, dicho sea de paso, tienen archivado en el baúl de los recuerdos; porque hoy el problema de la presencia real del Señor en la eucaristía se plantea en otros términos.

Al referirme a la plegaria de acción de gracias, también detecto la tentación de centrar todo el interés, de forma casi obsesiva, en las palabras de la consagración. Esta preocupación me retrotrae a planteamientos teológicos y litúrgicos preconciliares. Es cuando los misales escribían las palabras de la consagración con letras grandes, gigantes, como para ciegos, para que no pasaran desapercibidas. Hoy, sin embargo, teólogos y liturgistas, ponemos el acento en el conjunto de la plegaria eucarística, porque toda ella tiene fuerza de consagración. Además sabemos que las palabras del relato se deben entender dentro del conjunto de acciones divinas liberadoras, evocadas proféticamente por el orante, y que constituyen el motivo de la acción de gracias. Las palabras de la consagración carecen de sentido aislándolas del conjunto.

Luego sigue el modo de interpretar el símbolo sacramental de la eucaristía. También aquí la atención se centra en el pan y en el vino. En ellos queda polarizada la dimensión simbólica del sacramento. Por eso la comunión adquiere una importancia desmesurada y se interpreta como el gesto por el que Dios nos alimenta y fortifica. Aunque, dicho sea de paso, la presencia del Señor en el pan y en el vino es sutilmente cuestionada y puesta en entredicho. Si se observa detenidamente el proceso se ve claramente que el interés por la consagración desemboca lógicamente en el interés por el pan y el vino consagrados y por la comunión.

Hoy, sin embargo, los teólogos, sin negar la importancia del pan y del vino, por supuesto, centran su atención en el elemento simbólico del banquete. Ese es el gran símbolo de la eucaristía: el banquete, la comida, el convivium, un convite en el que se come y se bebe. La simbología doble del pan y del vino hay que integrarla en el símbolo del banquete. Este gran símbolo, integrador del pan y del vino, del comer y del beber, del cuerpo y de la sangre del Señor, se convierte en la gran anamnesis, en el memorial de la pascua del Señor, en la mediación sacramental que propicia para nosotros el encuentro con el Señor resucitado y nos hace participar en el proceso transformador de su pascua. Porque el banquete, todo él, es el memorial de la pascua liberadora de Jesús.
Porque el memorial no se limita a las palabras que siguen al relato. El memorial eucarístico son palabras y, sobre todo, gestos. Todo el banquete es memorial; todos los gestos y palabras que lo integran: la preparación de la mesa, la plegaria de acción de gracias sobre el pan y el vino, la fracción del pan, la distribución de los dones consagrados, la comunión; y también la presencia de los hermanos, de los convidados a la mesa del Señor. Ellos también forman parte de la fiesta del banquete; también su presencia es memorial de la pascua liberadora de Jesús.

Voy a resumir. En la eucaristía la consagración es importante; pero aún lo es más el encuentro con el Señor; el pan y el vino son importantes, pero no solos, sino integrados en una comida de fraternidad; el ministro que preside no está en la asamblea ni para mandar, ni para avasallar, ni para lucirse, ni sólo para consagrar. Su misión es mucho más amplia y más integradora: él preside a los hermanos en el nombre del Señor
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