Dichosos los pobres en el espíritu



Puestos en la tesitura de tener que resumir con palabra definitoria y definitiva el IV Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo A (29.01.17), tal vez no hallemos otra mejor que anawin, ese término hebreo relativo a la simplicidad, llaneza y sencillez, comúnmente utilizado para definir a los pobres, aunque no todos los pobres sean anawin, claro es, ni todos los anawin sean pobres de solemnidad, de esos que se pasan la vida durmiendo al raso o quién sabe si debajo de un puente, igual de olvidados dentro de la noche lóbrega que enfrentados con lo puesto a la gélida claridad de las estrellas.

Debidamente entendido, sin embargo, sale fuera de cuestión que dicho vocablo atesora en sí mismo una fuerza colosal insólita, la de los débiles ante el mundo, pero fuertes ellos con ayuda de Dios. El concepto, después de todo, atesora una «riqueza» incalculable de sentido semántico, capaz de resumir por sí solo el mensaje dominical de hoy. De ahí que se conociese a los anawin en la Biblia del Antiguo Testamento como a los Pobres de Yahveh, o Pobres del Señor.

Emplazado el término en el pequeño reducto de un retórico sintagma, o sea integrando un grupo de palabras que constituyen unidad sintáctica y cumplen una función determinada con respecto a otras de la oración, el sentido entonces empieza a dibujarse con perfiles más definidos y contornos punto menos que minuciosos. El sencillo y humilde salmista, que de oración sabe la intemerata, y no poco del divino coloquio y de la dulce queja y de la tierna enseñanza a lo divino, sobre anawin nos lo dice todo cuando afirma con frase maestra: Dichosos los pobres en el espíritu (Salmo 145).

Ni pobres a secas, pues; ni pobres de espíritu, sin más. Vaya esto por delante. Sí, en cambio, por supuesto, pobres en el espíritu. ¿Y quiénes son los pobres en el espíritu, los anawin? Indudablemente, los de corazón sencillo; aspirantes al don de sabiduría cueste lo que cueste, aunque sea escalando sus desconocidas cumbres con la lengua fuera; los dóciles en practicar la Palabra de Dios; los componentes de un pueblo pobre y humilde; los miembros de una comunidad orante que confía en el Señor y sólo en el Señor. Esta idea, por cierto, sobrevuela con sutil relevancia, y alternancia, como abeja lírica, las tres lecturas de la Misa.



El mensaje profético de Sofonías contempla en la primera (Sofonías, 2,3; 3,12-13) un anuncio del Día de Yahveh y una catástrofe que ha de alcanzar a las naciones tanto como a Judá. El castigo de las naciones es advertencia (3,7) que deberá llevar al pueblo a la obediencia y a la humildad (2,3), y la aparejada salvación sólo se promete a un «resto», de modesta a la vez que discreta condición (3,12-13). El mesianismo de Sofonías, siendo así, se reduce a este horizonte, ciertamente limitado, pero que descubre el contenido espiritual de las divinas promesas. Buscad la justicia, buscad la moderación.

«Buscad a Yahveh, vosotros todos –dice Dios por medio de Sofonías--, humildes de la tierra, que cumplís sus normas; buscad la justicia, buscad la humildad, quizá encontréis cobijo el día de la cólera de Yahveh» (2,3).

Los humildes de la tierra o pobres, en hebreo anawin, tienen gran importancia en la Biblia. Son, según los profetas, los débiles y pequeños. La pobreza consigue, además, y en este caso de nuevo al rebufo de Sofonías, un colorido moral y escatológico que no tiene en otros profetas. Son, en resumen, anawin los israelitas sumisos a la voluntad divina. En la época de los LXX, el término anaw (o anî) expresa cada vez más una idea de altruismo. Es a los pobres a quienes el Mesías será enviado. Más aún, el mismo Mesías va a ser manso, pobre y humilde, incluso hasta llegar a ser oprimido.

Por otra parte, hablando del humilde Resto de Israel Sofonías vaticina que Dios barrerá y limpiará del seno de ese Resto a sus «alegres orgullosos» (3,11), para dejar «en medio de ti un pueblo humilde y pobre, y en el nombre de Yahveh se cobijará el Resto de Israel» (3, 12-13). Un vaticinio este, por cierto, que anuncia la realización del ideal antes propuesto (2,3) y que, a la vez, suministra una de las descripciones más perfectas y pertinentes del «espíritu de pobreza» en el Antiguo Testamento. Razón que le sobra, pues, a la Iglesia, en cuya acción litúrgica siempre está Cristo presente, y dado que la liturgia es «como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo» (Sacrosanctum Concilium, 7), para traer al propio dintel de este bello edificio de la catequesis dominical la idea de los anawin.

Análoga idea, bien que ataviada con distinto ropaje literario --el de la paradoja para ser preciso--, reaparece en la segunda lectura. «No hay muchos sabios según la carne –dice Pablo--, ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza. Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios. De él os viene que estéis en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención, a fin de que, como dice la Escritura: El que se gloríe, gloríese en el Señor» (1Corintios 1,26-31). Estamos ante un verdadero derroche de sinónimos y antónimos, y de antítesis con que construir la figura retórica de la paradoja.



Sabe el Apóstol que la Cruz aparece como lo contrario a las aspiraciones tanto de judíos como de griegos: fracaso en vez de manifestación gloriosa, necedad en vez de sabiduría. De ahí que en la mencionada carta se preocupe de matizar que en la fe, la cruz aparece como algo que colma y supera las aspiraciones: poder y sabiduría divinos. He aquí la fuerza misteriosa y el carácter paradójico de la acción divina, que se refleja maravillosamente en la elección de los Corintios (1, 26-30) y en la misma predicación de Pablo (2, 1-5).

Para Pablo, en consecuencia, los que existen según el mundo quedan reducidos a la nada (v. 28). Los Corintios –y por herencia suya hoy todos los cristianos-- deben gloriarse de la antedicha existencia nueva en Jesucristo (v. 31). ¡Y sólo de ella! (v. 29).

La sabiduría cristiana –bueno será tenerlo presente-- no es fruto de un esfuerzo humano «según la carne». Se halla más bien en un ser humano aparecido en «la plenitud de los tiempos» (Gálatas 4,4), o sea Cristo, a quien hay que «ganar» (Filipenses, 3,8), para encontrar en él «todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Colosenses 2,3). Y esta sabiduría no es otra que la de una salvación total: «justicia, santificación y redención». Si en la primera lectura, por tanto, los pobres de Yahveh no son sino los verdaderos ricos ante Dios, en esta segunda lo débil (necio) del mundo lo ha escogido Dios para humillar el poder.

La tercera lectura de la Misa, por último (Mateo 5, 1-12), viene a completar el cuadro con el espíritu del Salmo 145. Jesús expone el nuevo espíritu del Reino de Dios. En el discurso de Jesús re-construido por san Mateo destacan cinco temas principales de las Bienaventuranzas, a saber: 1) El espíritu que debe animar a los hijos del Reino (5, 3-48; 2) el espíritu con que deben «dar cumplimiento a las leyes y prácticas del Judaísmo» (6, 1-18); 3) el desprendimiento de las riquezas (6, 19-4); 4) las relaciones con el prójimo (7, 1-12); y 5) la entrada en el Reino por una elección decidida que se traduzca en obras (7, 13-27).

En san Mateo y en el Salmo 145 pobres en el espíritu es término que abarca a ricos y pobres. Y en Jesús, debe ir acompañado de una pobreza efectiva. Jesús nos presenta en las Bienaventuranzas los valores que han de guiar nuestra vida cristiana: pobreza, mansedumbre, llorar con los que lloran, hambre y sed de justicia, misericordia, limpieza de corazón, trabajar por la paz, soportar la persecución por la causa de Cristo y de su Reino. Valores todos contrarios a los poderes de este mundo, que no son los que nos han llevado a formar parte de la comunidad cristiana, desde luego, sino la pura gracia de Dios escogiendo lo débil del mundo, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor.

«Vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5,12): Comenta con su proverbial sagacidad san Agustín: «La fe verdadera asegura que nos ha sido enviado el Salvador del mundo, pues a Cristo le predica el mismo Cristo, es decir, el cuerpo de Cristo extendido por todo el orbe. El, es cierto, estaba en el cielo, pero decía al perseguidor que le atormentaba en la tierra: ¿Por qué me persigues? (Hechos 9,4). De esta manera expresó el Señor que estaba también en nosotros […] El mismo que es nuestra cabeza es el salvador de su cuerpo. Así, pues, Cristo predica a Cristo, el cuerpo predica a su cabeza, y la cabeza protege a su cuerpo. Por eso el mundo nos odia, según oímos de boca del mismo Señor. No se dirigía sólo al reducido número de apóstoles al decir que el mundo los odiaría y que deberían alegrarse cuando los hombres calumniasen y dijesen toda clase de mal contra ellos, porque, por eso mismo, su recompensa sería mayor en los cielos (cf. Mt 5,11.12)» (Sermón 354, 1).

Buen comentario agustiniano para estos tiempos que corren, de proteicas actitudes y horizonte incierto. Cuando se insiste por activa y por pasiva, por ejemplo, en que los cristianos son hoy los más perseguidos en el mundo, suministrando a la vez cifras escalofriantes, habrá que recordar, y revivir, y meditar la dulce queja del glorioso Jesús al perseguidor Saulo.

Hay, por otra parte, pero en el mismo orden de cosas, un sinfín de personas en búsqueda de la felicidad por diversos caminos y formas: espiritualidad oriental, yoga, filosofías modernas… Nosotros sabemos que Jesús es el Hijo de Dios, que tiene palabras de vida eterna. Fiémonos plenamente de Él y encontraremos en sus palabras un sentido pleno para llenar nuestra vida y ser dichosos. Sí: Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (Salmo 145).



«El domingo –nos dice el Concilio—es el fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico» (Sacrosanctum Concilium, 106). Y ya desde el principio ha procurado recordarnos que «Dios […], cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo, el Verbo hecho carne, ungido por el Espíritu Santo, para evangelizar a los pobres y curar a los contritos de corazón, como “médico corporal y espiritual”, Mediador entre Dios y los hombres» (Sacrosanctum Concilium, 5). El domingo, siendo así, es también, cómo no, glorioso y oportuno día de luz y amor, de aleluya y Pascua, para que Dios nuestro Padre nos siga acogiendo en su Hijo glorioso, sin dejar de repetir a la vez la bella y dulce frase del salmista: Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

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