Epifanía del Señor



La luz que brilló en Navidad durante la noche, iluminando la cueva de Belén, donde permanecían en silenciosa adoración María, José y los pastores, hoy resplandece y se manifiesta a todos, alcanza, por decirlo así, su dimensión ecuménica. La Epifanía es misterio de luz, simbólicamente indicada por la estrella que guió a los Magos en su viaje. Pero el verdadero foco de luz, el «sol que nace de lo alto» (Lc 1, 78), es Cristo.

En el misterio de la Navidad, la luz de Cristo se irradia sobre la tierra, por la Sagrada Familia, por los pastores de Belén, por los Magos, y por múltiples y variados y casi imperceptibles detalles que el destartalado Portal atesora dentro de su austero recinto de pobreza. Hoy precisamente el resplandor de Cristo alcanza a los Magos, que constituyen las primicias de los pueblos paganos.

Adentrándonos un poco más en este esplendoroso manantial de luz y amor, cabe hacernos la pregunta: ¿Qué es esta luz? O quizás mejor: ¿Quién es esta luz? ¿Es algo? ¿Es Alguien? ¿Es sólo, por ventura, una metáfora sugestiva, o tal vez a la bella imagen le corresponde, más bien, una realidad sustantiva? El apóstol san Juan escribe en su primera carta: «Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna» (1 Jn 1, 5); y, más adelante, añade: «Dios es amor».

Estas dos afirmaciones, juntas, nos ayudan a mejor comprender la realidad divina en su más profundo centro: la luz que apareció en Navidad y hoy se manifiesta a las naciones es el amor de Dios, revelado en la Persona del Verbo encarnado. Atraídos por esta luz, llegan los Magos de Oriente.

En el misterio de la Epifanía, pues, junto a un movimiento de irradiación hacia el exterior, se manifiesta un movimiento de atracción hacia el centro. De este modo, la Persona encarnada del Verbo se presenta como principio de reconciliación y, al mismo tiempo, como principio de recapitulación universal (cf. Ef 1, 9-10).



En la obra del exegeta y doctor de la recapitulación cristocéntrica, san Ireneo, a propósito precisamente del versículo paulino Ef 1,10 se puede leer: «No hay más que un solo Dios Padre y un solo Cristo Jesús nuestro Señor, que vino a través de toda la economía y que recapituló todo en sí mismo. En este todo, está comprendido también el hombre, esta obra modelada por Dios; recapituló, entonces, también al hombre en él, pasando de invisible a visible, de intangible a tangible, de Verbo a hombre. Recapituló todo en sí mismo, con el fin de que, tal como el Verbo de Dios tiene la primacía sobre los seres supracelestes, espirituales e invisibles, la tenga también sobre los seres visibles y corporales, y de que asumiendo en sí mismo esta primacía y dándose a sí mismo como cabeza a la Iglesia, atraiga todo a sí en el momento oportuno» (Adv. haer. 5,14,2; 3,181;5,21,2; 4,34,1).

En el misterio de la Navidad, por otra parte, la luz de Cristo se irradia sobre la tierra, difundiéndose como en círculos concéntricos. Ante todo, sobre la Sagrada Familia de Nazaret: la Virgen María y José son iluminados por la presencia divina del Niño Jesús. La luz del Redentor se manifiesta luego a los pastores de Belén, que, advertidos por el ángel, acuden enseguida a la cueva y encuentran allí la «señal» que se les había anunciado: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 12). Diríase que es el encuentro de la pobreza con la Sencillez.

Porque los pastores, junto con María y José, representan al «resto de Israel», a los pobres, los anawin, a quienes se anuncia la buena nueva. El arameo anawin quiere decir en español «hombre pobre, cuya riqueza es tener a Dios. Cree radicalmente en El, y teniéndolo en su ser, le basta para sobrevivir». Por último, el resplandor de Cristo alcanza a los Magos, que constituyen las primicias de los pueblos paganos.



Quedan en la sombra los palacios del poder de Jerusalén, a donde, de forma paradójica, precisamente los Magos llevan la noticia del nacimiento del Mesías, y lejos de suscitar alegría, provoca temor, pavor y temblor y reacciones hostiles. Misterioso designio divino este: «La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas» (Jn 3, 19). Algo que también acontece ahora, en estos días inciertos y confusos, de Humanidad globalizada.

Todo el misterio de la Navidad es, por decirlo así, una «epifanía». La manifestación a los Magos no añade nada extraño al designio de Dios, sino que revela una de sus dimensiones perennes y constitutivas, es decir, que «también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo, por el Evangelio» (Ef 3, 6).

Los Magos adoraron a un simple Niño en brazos de su Madre María, porque en él reconocieron el manantial de la doble luz que los había guiado: la luz de la estrella y la luz de las Escrituras. Reconocieron en él al Rey de los judíos, gloria de Israel, cosa que ya habían hecho los pastorcillos, pero también al Rey de todas las naciones, cosa que en la Noche Buena todavía está por suceder, por más que en dicha Noche Santa la gentilidad se vea de algún modo incluida en el canto de los Ángeles: «Gloria a Dios en los cielos y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor...» (Lc 2,14).



En el contexto litúrgico de la Epifanía se manifiesta también el misterio de la Iglesia y su dimensión misionera. La Iglesia está llamada a hacer que en el mundo resplandezca la luz de Cristo, reflejándola en sí misma como la luna refleja la luz del sol.

La Iglesia es santa, pero está formada por hombres y mujeres con sus límites y sus errores. Sólo Cristo, donándonos el Espíritu Santo puede transformarnos y renovarnos constantemente. Él es la luz de las naciones, lumen gentium, que quiso iluminar el mundo mediante su Iglesia (cf. LG, 1). María, Madre de la Iglesia, nos enseña a ser «epifanía» del Señor con la apertura del corazón a la fuerza de la gracia y con la adhesión fiel a la palabra de su Hijo, luz del mundo y meta final de la historia.

En la liturgia del tiempo de Navidad se repite a menudo, como estribillo, este versículo del salmo 97: «El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia» (v. 2). Son palabras que la Iglesia utiliza para subrayar la dimensión «epifánica» de la Encarnación: el hecho de que el Hijo de Dios se hizo hombre, su entrada en la historia es el momento culminante de la autorrevelación de Dios a Israel y a todas las naciones. En el Niño de Belén Dios se reveló en la humildad de la «forma humana», en la «condición de siervo», más aún, de crucificado (cf. Flp 2, 6-8). Es la paradoja cristiana.

Precisamente este ocultamiento constituye la «manifestación» más elocuente de Dios: la humildad, la pobreza, la misma ignominia de la Pasión nos permiten conocer cómo es Dios verdaderamente. El rostro del Hijo revela fielmente el del Padre. Por ello, todo el misterio de la Navidad es, por decirlo así, una «epifanía» reverladora de la voluntad salvífica universal de Dios.

«Hace pocos días –observa penetrante san Agustín- celebramos la fecha en que el Señor nació de los judíos; hoy celebramos aquella en que fue adorado por los gentiles. “La salvación, en efecto, viene de los judíos”; pero esta salvación llega “hasta los confines de la tierra” (Jn 4, 22), pues en aquel día lo adoraron los pastores y hoy los magos. A aquéllos se lo anunciaron los ángeles, a éstos una estrella. Unos y otros lo aprendieron del cielo cuando vieron en la tierra al rey del cielo para que fuese realidad la “gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (Lc 2,14). “Él es, en efecto, nuestra paz, quien hizo de los dos uno”.

Por eso este niño nacido y anunciado se muestra como piedra angular; ya desde su mismo nacimiento se manifestó como tal. Ya entonces comenzó a unir en sí mismo a dos paredes que traían distinta dirección, guiando a los pastores de Judea y a los magos de Oriente […], pero unos y otros vieron la única luz del mundo» (Serm. 199, 1). Reflexiones, después de todo, que llevan a pensar en la inmensa gracia del ecumenismo, el movimiento que acomuna y se esfuerza por conformar en unidad a todos los pueblos de la tierra.

También nosotros, pues, los creyentes en Cristo, podríamos hacer nuestras las palabras que la Virgen dirigió al arcángel Gabriel preguntándonos: « ¿Cómo sucederá eso?». ¿Cómo la Iglesia toda, en un mundo globalizado, plural, puede conseguir que la utopía de esta unidad se convierta en radiante realidad? Precisamente ella, la Madre de Cristo y de la Iglesia, nos da la respuesta: con su ejemplo de total entrega, dispuesta ella entera y disponible al querer de Dios: «fiat mihi secundum verbum tuum» (Lc 1, 38). Ella nos enseña a ser «epifanía» del Señor con la apertura del corazón a la fuerza de la gracia y con la adhesión fiel a la palabra de su Hijo, luz del mundo y meta final de la historia.



En primera y última instancia responde también, y sobre todo, la propia densidad epifánica de la solemnidad, es decir, Jesús, el propio nombre de Cristo que, al hacerlo a los Magos, se reveló salvador de toda la Humanidad. Lo dijo con palabras inmortales Fray Luis de León: «Porque Él puso ser a las cosas todas, y nos las sacó a luz y a los ojos, y les dio su razón y su linaje; porque Él en sí es la razón y la proporción y la compostura y la consonancia de todas» (Los nombres de Cristo. L.3. Jesús). La epifanía del Señor, pues, refleja, en definitiva, a un Cristo todo Él armonía del mundo.

Los Magos ofrecieron oro, incienso y mirra. El Niño, a su vez, a través de los Magos, el don incomparable de su revelación salvífica universal a los gentiles. ¡Bello intercambio de dones! La epifanía, siendo así, mediante cabalgatas y Reyes Magos que visitan a los niños en esa hora de los sueños brinda la oportunidad de, al menos según la costumbre de Occidente, practicar la generosidad, la ternura, el amor. Echar los Reyes en la noche de Reyes es adentrarse en el candor. Hacerlo en clave de nueva evangelización, significa poner a un agnóstico tal vez, a un increyente, a un alejado de la fe, en el camino del propio Rey de Reyes.

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