¡Hazme justicia!





Los tiempos que corren invitan precisamente a repetir hasta la extenuación esta súplica insistente de la viuda. El evangelista de la misericordia san Lucas, que es quien narra tan hermosa parábola, sin paralelo en otro evangelio y similar a la del amigo que viene pidiendo pan a medianoche (Lc 11, 5-8), precisa que la interpelación al juez que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres tardó un tiempo en surtir efecto. No tanto como ahora, sin embargo: hoy ese tiempo esperando la vista del auto y no digamos la sentencia, parece que fuera nunca, vamos, o sea una eternidad, concepto al que tienen que remitirse los que sólo confían en la justicia del más allá, porque la del más acá llega tarde, mal y nunca. Es ya proverbial la lentitud de esta justicia. La pobre viuda indefensa era víctima de una injusticia de la injusta justicia humana, como sucede tantísimas veces en este mundo corrupto de nuestros pecados.

Pero el Señor, al proponer esta parábola, llevaba un rumbo didáctico más ambicioso, si cabe: pedir sin desanimarse, insistir sin bajar la guardia, persistir sin dar tres cuartos al pregonero. Llamar a Dios abismado uno en su divina misericordia, con dialógica suavidad en los espacios infinitos del corazón. Recomendar, en suma, la oración, y concretamente una de sus notas más salientes: la perseverancia. Perseverar en la oración es como tener medio camino oracional recorrido. De ahí la tardanza de la viuda en obtener justicia; o del juez en impartirla: que la cera esta vez va toda para el magistrado. Y de ahí también el fruto de la perseverancia, cosecha en este caso de la pobre mujer necesitada, que pide y pide sin dejar de pedir, como los peces en el río, que beben y beben y vuelven a beber.

Pero la perseverancia encierra singular grandeza, excelsa grandeza, diría yo, incomparable grandeza, sin duda: gracias a la insistencia de la pobre viuda el juez aquel tuvo que hacer por fastidio lo que no quería hacer por favor. Tuvo que dar a la viuda refunfuñando lo que no supo otorgar favoreciendo. Tuvo que tragarse el trágala con porte de tragaldabas por haberse dado antes a la indolencia culposa y al censurable abandono de la sencillez menesterosa, de puro hacer oídos sordos al grito incesante de la necesidad en demanda de justicia.

La lección es clara: si un juez injusto e inhonesto termina por hacer caso a la viuda, cuánto más lo hará Dios, que es la Honestidad y la Justicia juntas, y que se mueve a impulsos de misericordia, y que inclina su oído a la escucha del que pide, y que defiende siempre a los débiles que sorben entre lágrimas la propia voz de sus gemidos (Dt 10, 17-18; Eclo 35,12-18). Quién sabe si la comunidad de san Lucas, en medio de un mundo hostil y ya próxima ella, por tanto, a las primeras persecuciones, no se hacía la pregunta de por qué Dios no intervenía para salvar a su Iglesia.



Manía la cual -por qué, por qué, por qué-, de la que no nos salva el paso de los siglos, pues también hoy se suele reprochar a Dios que no haga más por evitar en su Iglesia tanta persecución y acechanza tanta, tanto lobo carnicero con el hocico y las orejas alerta detrás del matorral, con la mirada avizora y pronto el feroz animal a emprenderla a dentelladas con el rebaño. Y surge el inmenso clamor de sinfonía fúnebre: por qué, por qué, por qué en Auschwitz, en Alepo, en Srebrenica, en Siria, en Amatrice ahora.

Lucas encuentra en esta parábola de Jesús una buena respuesta a dicha situación de incertidumbre y de aparente divino silencio. Su mensaje anima a los creyentes a permanecer fieles incluso cuando la fe va ya de caída, como el crepuscular sol de la tarde, perdiendo luz en el mundo proteico y desinteresado, si es que no enfrentado a lo sobrenatural. No es el conjunto de este texto, por tanto, invitación a la pasividad y al amaneramiento, a la quietud búdica, ni al silencio insomne. Al contrario. La oración del creyente es como la respiración del alma: ella permite seguir viviendo los continuos compromisos evangélicos que van construyendo, sacando adelante muchas veces a trancas y barrancas, un mundo más sereno y fraterno.

La oración del que tiene fe, por otra parte, ayuda a secundar los signos de los tiempos, esos que, desde la fuerza de su mensaje, alertan sobre la importancia de la virtud. Lejos de retirarnos del mundo, la oración nos invita y nos incita hacia él. Lo hace con la dulce violencia del amor y el redoblado impulso de la esperanza y la roquera firmeza de la fe, para transformarlo según los criterios y valores del reino proclamado por Jesús. En este sentido, pues, la oración es la herramienta más a mano y el instrumento de mayor acierto con que salir al camino en el apasionante campo de la evangelización.

Lo hemos escuchado en el evangelio. El exhorto que en él se nos hace a pedir con insistencia y a llamar hasta parecer impertinentes no es sino la incesante solicitud de nuestro Señor Jesucristo, que con nosotros pide y con el Padre da; que no nos exhortaría tan insistentemente a pedir si antes Él no quisiera dar. El aviso de aquel maestro de oración que fue san Agustín de Hipona, de cuyo magisterio nunca me canso de aprender, sale resuelto al camino para decirnos resolutivo al respecto, con acento, si se quiere, de máxima eterna, y con el énfasis también de apóstol entregado:

«Avergüéncese la desidia humana: más dispuesto está Dios a dar que nosotros a recibir; más ganas tiene él de hacernos misericordia que nosotros de vernos libres de nuestras miserias. Y quede bien claro: si no nos liberan de ella, permaneceremos siendo miserables; si nos exhorta, para nuestro bien lo hace. Estemos vigilantes y demos de buen grado a quien nos exhorta; cumplamos con quien promete y alegrémonos con quien da» (Sermón 105,1-2).

Si a veces tarda en dar, es que Dios encarece sus dones, no los niega, ni los deprecia, ni los margina, ni los deja flotar perdidos en el viscoso magma de la indiferencia. La consecución de algo largamente esperado es así más dulce; diríase que lo que se nos da de inmediato se envilece. Por supuesto que no es así, pero también los ojos del corazón ven a veces defectuosamente y ese defecto ocular puede conducirnos a la antedicha suposición del envilecimiento.

El exhorto del Señor, por eso mismo, es como para no echarlo en saco roto: Pide, busca, insiste. Pidiendo y buscando obtienes el crecimiento necesario para recibir el don. Dios te reserva lo que te quiere dar de inmediato para que aprendas a desear vivamente las cosas grandes. Por tanto, «conviene orar siempre y no desfallecer (Lc 18,1)». Si el juez inicuo acabó haciendo justicia a la viuda que se lo pedía –«¡Hazme justicia contra mi adversario! » (Lc 18,2)- cuánto más Dios, que es justo, «hará justicia a sus elegidos que le gritan» (Lc 18,7).



Moisés con las manos en alto es el icono perfecto de la oración de súplica También de la sacerdotal de intercesión. Es el reflejo cabal del salmo 120: El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra. Al Dios de la vida se lo expulsa de la vida, y se elige el mal, cuyas fuerzas son muy superiores a las del hombre; necesitamos de la misma fuerza de Dios tanto para vencer el mal como para hacer el bien. Y Dios nos otorga esta fuerza por la oración perseverante y confiada (caso de Moisés orando; caso de la viuda insistiendo).

En la parábola de este XXIX Domingo del tiempo ordinario –Ciclo C-, nos exhorta Jesús a pedir con insistencia, hasta parecer incluso impertinentes. Es el momento también de hospedar en nuestra oración suplicatoria a todos aquellos hermanos menesterosos de plegaria, que sufren y que se duelen en tantas partes del mundo. Es la hora de nuestra limosna espiritual: impetrar de Dios que transforme las penas de esos hermanos nuestros en fuentes de salvación, resurrección y felicidad eterna, para ellos y para muchos más. Nuestro Señor Jesucristo, Dios y hombre, con nosotros pide y con el Padre nos da: más ganas tiene él, insisto, de hacernos misericordia que nosotros de vernos libres de nuestras miserias.

Hay que orar, enseña la parábola, con entera confianza y firme perseverancia; pedir como la viuda: con insistencia de mujer débil y actitud de criatura menesterosa, esperanzada en la seguridad de que Dios escucha siempre las súplicas del pobre en espíritu (Flp 1,4; Rm 1,10; Col 1,3; 2 Ts 1,11). Entiendo significativo que el texto enfrente a una viuda, que en la Biblia es figura típica de los más necesitados, a un enemigo (o adversario) que probablemente sea un rico de tomo y lomo, el cual, contrariamente a su tacañería, es rico de glotonería y come como un Borgia. Peor aún: precisamente por adinerado –y, en consecuencia, por autosuficiente-, podría sobornar al juez, algo que la viuda no alcanzaría en absoluto debido a su pobreza.

Los signos de ambos episodios –la viuda insistiendo ante el juez injusto y Moisés alzando las manos deprecativas al Dios misericordioso durante la batalla de Israel contra los amalecitas (Ex 17,8-13) insinúan, a la postre, que también la oración se alimenta de signos que ayudan a que nuestro sabroso, asombroso y amoroso diálogo con Dios exteriorice su intimidad, la que el corazón reserva para dialogar con quien es sobremanera Padre de bondad y Dios de inmensidad.

Volver arriba