Pasó haciendo el bien y curando a todos



El discurso de Pedro en casa del centurión romano Cornelio sobre la llegada del cristianismo a los paganos dejó para la Iglesia esta frase de riquísima doctrina teológica y de hondo consuelo espiritual: «Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, Jesús de Nazaret pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el Diablo; porque Dios estaba con él » (Hech 10, 38). Resume así el Apóstol la vida toda de Jesús, «el Señor de todos», y expone a grandes rasgos lo que caracteriza su existencia.

Es de notar, sin embargo, y esclarecerlo merece la pena, que san Pedro no menciona en esta sublime síntesis didáctica palabras, gestos, o actitudes específicos de un buen israelita: la oración en el Templo de Jerusalén --pongo por caso--, la observancia del Sábado o las plegarias rituales y tantas y tantas más. Nada de eso. Va, antes bien, directamente a lo esencial, a lo más humano cabría decir: Jesús hizo el bien, y sobre todo levantó a incontables enfermos, significando con ello que « Dios estaba con él ». Como buen discípulo de san Pedro, san Marcos toma idéntico rumbo expositivo al resumir: «Y recorrió toda Galilea predicando en sus sinagogas y expulsando los demonios» (Mc 1,39).

En la primera lectura, la sagrada Liturgia echa mano de Job, cuyo contenido es útil de muchas maneras, porque no sólo es historia, sino doctrina y profecía. Describe el paciente Job la dura realidad que envuelve al hombre sobre la tierra. La vida del hombre está colmada de ilusiones y dolores, fatiga y nostalgia, esperanza y brevedad (cf. Job 7,1-4.6-7). Proclama igualmente la trascendencia de Dios eterno sobre las limitaciones de la vida humana en el tiempo. Dolor y sufrimiento son, para el hombre, signo de sus limitaciones y de su debilidad, y al mismo tiempo una llamada providencial, para purificar su vida y buscar en Dios la salvación.

Comenta san Agustín al respecto: «… Viéndose en el padecimiento de tantos males, dice Job: “¿No es una milicia lo que hace el hombre en la tierra?” (7,1). Hallándose, pues, Job en esta vida humana, se encuentra, sin duda, metido de hoz y coz en medio de la tentación. Y quiere verse libre de tal prueba, claro. Hasta él echa de menos la vida en la que no existe tentación. Y si la echa de menos, eso significa que aún no es feliz. «En consecuencia, tampoco es feliz ningún hombre que puedas imaginar, describir, diseñar o desear. No lo encontrarás. En esta tierra nadie puede ser feliz… Y qué gran bien hay en la paciencia… Resistimos en esta vida terrena gracias a ella. Quien no la tenga desfallecerá y quien desfallezca no llegará a la patria deseada» (Sermón 396 A, 6-7). El salmista es asimismo invocado por la sagrada Liturgia para estimular el fervor de los fieles al objeto de que alaben al Señor, el cual sana los corazones destrozados (cf. Sal 146).

San Pablo considera en la segunda lectura (1 Co 9, 16-19.22-23) un deber el proclamar el evangelio. « ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! » (v. 16). La gozosa noticia de la salvación le motiva a darse para salvar a todos. Se hace débil con los débiles y todo para todos, con el fin de ganarlos para Cristo. De modo que la evangelización es, en sí misma, su recompensa. Sostiene, por otra parte, el Apóstol que su gloria estriba en conservar la pureza del Evangelio y predicar el Evangelio entregándolo gratuitamente, de suerte que prefiere morir antes que conculcar los derechos evangélicos, pues sabe que haciendo esto le aprovechará más para la salvación futura.



Jesús es el único capaz de curar y vencer el mal. Sus milagros son signos que anuncian la presencia del Reino de Dios, presencia, pues, de salvación. Describe también el Evangelio una jornada-tipo de Jesús: sale de la sinagoga (domingo pasado) y va a casa de Pedro. Cura a la suegra y, luego, cura a muchos enfermos. Después de orar al amanecer, continúa predicando.

San Agustín extrae de un mensaje así consideraciones de alta escuela espiritual cuando comenta: «Porque faltaba la caridad, había enfermedad. ¿Quién, pues, curará esta enfermedad sino quien vino a dar la caridad? […] Y porque vino a dar la caridad, y la caridad es la perfección de la ley, dijo con mucha razón: Yo no he venido a derogar la ley, sino a perfeccionarla (Mt 5,17). Sanó, pues, al enfermo, y le dijo que llevase consigo la camilla y se fuese a su casa. Lo mismo le dijo al paralítico que sanó. ¿Qué significa “llevarnos nuestra camilla”? La sensualidad de nuestra carne. Ella es como el lecho donde yacemos enfermos; mas los curados la enfrenan y llevan ellos, no son ellos los enfrenados por la carne. Pero tú, ¿estás ya sano? Mantén a raya la fragilidad de tu carne, para que, tras el simbólico ayuno de la cuaresma en este mundo, puedas ver completado el número cuadragenario por quien sanó al enfermo de la piscina, y que no vino a abrogar la ley, sino a darle plenitud» (Sermón 125, 10).

Los cuatro evangelistas coinciden en testimoniar que la liberación de enfermedades y padecimientos de cualquier tipo constituía, junto con la predicación, la principal actividad de Jesús en su vida pública. De hecho, las enfermedades son un signo de la acción del Mal en el mundo y en el hombre, en tanto que las curaciones demuestran que el reino de Dios, Dios mismo, está cerca. Jesucristo vino para vencer al mal desde la raíz, y las curaciones no son sino preludio de su victoria, obtenida con su muerte y resurrección.



Dijo un día Jesús: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos» (Mc 2, 17). En aquella circunstancia se refería a los pecadores, que él había venido a llamar y a salvar, pero sigue siendo cierto que la enfermedad es una condición típicamente humana, en la que experimentamos fuertemente que no somos autosuficientes, sino que precisamos de los demás. En este sentido podríamos decir, de modo paradójico, que la enfermedad puede ser un momento saludable, en el que se puede experimentar la atención de los demás y prestar atención a los que nos rodean.

De todo modos, se quiera reconocer o no, la enfermedad es siempre una prueba que puede llegar a ser larga y difícil. Cuando la curación no llega y el sufrimiento se prolonga, y las inercias declinan, podemos quedar como abrumados, aislados, y entonces nuestra vida se deprime y se deshumaniza y se desmorona. ¿Cómo reaccionar entonces ante este ataque del Mal?

Con el tratamiento apropiado es también, sin duda, la respuesta ideal —porque la medicina ha experimentado notables adelantos en las últimas décadas, y de ahí que debamos estar agradecidos a sus avances—, pero la Palabra de Dios nos enseña que hay una actitud determinante y de fondo para hacer frente a la enfermedad, y es la fe en Dios, en su bondad. Lo repite siempre Jesús a las personas a quienes sana: Tu fe te ha salvado (cf. Mc 5, 34.36). Incluso frente a la muerte, la fe puede hacer posible lo que humanamente es imposible. ¿Pero fe en qué? En el amor de Dios, por supuesto. He aquí la respuesta verdadera que derrota radicalmente al Mal.



Así como Jesús se enfrentó al Maligno con la fuerza del amor que le venía del Padre, así también nosotros podemos afrontar y asumir y vencer la prueba de la enfermedad, teniendo nuestro corazón inmerso en el amor de Dios. Todos conocemos personas que han soportado sufrimientos terribles, porque Dios les daba una profunda serenidad. Pero en la enfermedad todos, quién más quién menos, necesitamos calor humano, cercanía, consuelo y optimismo: para consolar a una persona enferma, más que las palabras, cuenta la cercanía serena y sincera; la presencia, sencillamente.

Hoy nos presenta el Evangelio (cf. Mc 1, 29-39) a Jesús que, después de haber predicado el sábado en la sinagoga de Cafarnaúm, curó a muchos enfermos, comenzando por la suegra de Simón. Al entrar en su casa, la encontró en la cama con fiebre e, inmediatamente, tomándola de la mano, la curó e hizo que se levantara. Después de la puesta del sol, curó a una multitud de personas afectadas por todo tipo de enfermedades. La experiencia de la curación de los enfermos ocupó gran parte de la misión pública de Cristo, y nos invita una vez más a reflexionar sobre el sentido y el valor de la enfermedad en todas las situaciones en las que el ser humano pueda encontrarse.

Aunque la enfermedad forme parte de la experiencia humana, nunca lograremos habituarnos a ella, pero no sólo ya porque a veces resulta pesada y grave de veras, sino fundamentalmente porque hemos sido creados para la vida, para la vida plena. Justamente nuestro «instinto interior» nos hace pensar en Dios como plenitud de vida, más aún, como Vida eterna y perfecta. Cuando somos probados por el mal, pues, y nuestras oraciones parecen vanas, surge en nosotros la duda y, angustiados, nos preguntamos: ¿cuál es la voluntad de Dios? Puede entonces la tiniebla jugarnos una mala pasada. El Evangelio nos ofrece una respuesta precisamente a este interrogante. Por ejemplo, en el pasaje de hoy leemos que «Jesús curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios» (Mc 1, 34); y en otro de san Mateo se dice que «Jesús recorría toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la buena nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (Mt 4, 23).

Jesús no deja lugar a dudas: Dios —cuyo rostro él mismo nos ha revelado— es el Dios de la vida, que nos libra de todo mal. Los signos de este poder suyo de amor son, precisamente, las curaciones que realiza: así demuestra que el reino de Dios está cerca, devolviendo a hombres y mujeres la plena integridad de espíritu y cuerpo. Digo que estas curaciones son signos: no se quedan en sí mismas, sino que guían hacia el mensaje de Cristo, nos guían hacia Dios y nos dan a entender que la verdadera y más profunda enfermedad del hombre es la ausencia de Dios, de la fuente de verdad y de amor. Y sólo la reconciliación con Dios puede darnos la verdadera curación, la verdadera vida, porque una vida sin amor y sin verdad no sería vida, ya me contarás... El reino de Dios es por eso la presencia de la verdad y del amor; y así es curación en la profundidad de nuestro ser. Por tanto, se comprende por qué su predicación y las curaciones que realiza siempre están unidas. En efecto, forman un único mensaje de esperanza y de salvación.

Gracias a la acción del Espíritu Santo, la obra de Jesús se prolonga en la misión de la Iglesia. Mediante los sacramentos es Cristo quien comunica su vida a multitud de hermanos y hermanas, mientras cura y conforta a innumerables enfermos a través de las numerosas actividades de asistencia sanitaria que las comunidades cristianas promueven con caridad fraterna, mostrando así el verdadero rostro de Dios, a saber: su amor.

Es verdad: ¡cuántos cristianos —sacerdotes, religiosos y laicos— han prestado y siguen prestando en todas las partes del mundo sus manos, sus ojos y su corazón a Cristo, verdadero médico de los cuerpos y de las almas! ¡Cuántos movimientos, oenegés, personas de bien, dotadas de saludable altruismo se entregan generosamente al cuidado de los enfermos! El mensaje dominical, en consecuencia, nos recomienda orar por todos los enfermos, especialmente por los más graves, que de ningún modo pueden valerse por sí mismos, sino que dependen totalmente de los cuidados de otros: que cada uno de ellos experimente, en la solicitud de quienes están a su lado, la fuerza del amor de Dios y la riqueza de su gracia, que nos salva.

Entiendo que sería bueno hacerse a la idea y pensar detenidamente que, junto a las enfermeras, religiosas o laicas dedicadas a prodigar cariño y consuelo, está presente, aunque invisible, la más solícita, dulce y cariñosa de todas, la misma Virgen María, Salud de los enfermos, a quien bastará una mirada interior del corazón pidiéndole que ruegue por nosotros con la solicitud maternal de las bodas de Caná.

La enfermedad es un rasgo típico de la condición humana. Y lo es hasta el punto de que puede convertirse en una metáfora realista de ella, como bien expresa y deja entender san Agustín en una oración suya: « ¡Señor, ten compasión de mí! ¡Ay de mí! Mira aquí mis llagas; no las escondo; tú eres médico, yo enfermo; tú eres misericordioso, yo miserable» (Conf. 10,39).



Cristo es el verdadero «médico» de la humanidad, a quien el Padre celestial envió al mundo para curar al hombre, marcado en el cuerpo y en el espíritu por el pecado y por sus consecuencias. Precisamente en estos domingos, el evangelio de san Marcos nos presenta a Jesús que, al inicio de su ministerio público, se dedica del todo a la predicación y a la curación de los enfermos en las aldeas de Galilea. Los innumerables signos prodigiosos que realiza en los enfermos confirman la «buena nueva» del Reino de Dios. El título por eso de estas reflexiones no podía ser otro que la lírica, redonda y genial frase resumen de la vida de Jesús que nos proporciona san Marcos, recogiendo palabras de san Pedro: Pasó haciendo el bien y curando a todos.

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