Pediré al Padre que os dé otro defensor




La catequesis del VI Domingo de Pascua Ciclo-A ofrece a la reflexión de fieles y predicadores una palabra sonora y concisa, usada por Jesús en el doloroso trance de las despedidas aquellas, antevíspera ya de la Pasión y camino adelante hacia la Pascua. El castellano la rinde con versión esdrújula: Paráclito. Muy rico vocablo este, sí señor, para designar al Espíritu Santo, quien, por tener, lo que se dice tener, tiene un montón de bellos sinónimos de los que poder echar mano en la famosa Secuencia de Pentecostés, toda ella recamada de términos sublimes como Espíritu divino, dulce Huésped del alma, Padre amoroso del pobre, Don en tus dones espléndido, y por ahí seguido.

Porque el griego Parakletos significa literalmente «aquel que es invocado» (del verbo parakaléin, «llamar en ayuda»). Por tanto, «el defensor», «el abogado», además de «el mediador», que realiza la función de intercesor (intercessor). Es en este sentido de «Abogado Defensor», como ahora nos interesa, sin ignorar tampoco que algunos Padres de la Iglesia usan Parakletos en el sentido de «Consolador», especialmente relacionado con la acción del Espíritu Santo en lo que atañe a la Iglesia. Denominemos, pues, al Espíritu Santo como Parakletos-Abogado-Defensor. Y para dar gusto a unos cuantos Padres ilustres de la Iglesia, incluso como Consolador, claro que sí.

Antes de partir al Padre, Jesús nos promete el Espíritu, que no solamente nos va a defender, sino que, a su vez, nos consolará. Y no parece que se limite a ejercer de consolador solamente en nuestras tribulaciones. Él mismo nos pide a su vez que seamos también nosotros paráclitos, o sea, consoladores de los demás. Suele decirse que el cristiano debe ser otro Cristo. Es cierto. Pero asimismo es verdad que, por cristiano, debe ser también otro Paráclito. Y no se interprete este sublime oficio solo como sudario para enjugar lágrimas, bálsamo para reparar fatigas y medicina para mitigar dolores. Momentos habrá también, sin duda, en que consolar sea tanto como encender la chispa interior del espíritu y servir de estímulo cuando se trate de afrontar ambiciosas hazañas.

«Y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito» (Jn 14,16), dice Jesús. A san Agustín le complace glosar esta promesa del divino Maestro: «No nos queda más que decir que el que ama tiene consigo al Espíritu Santo, y que teniéndole merece tenerle más abundantemente, y que teniéndole con mayor abundancia, es más intenso su amor. Ya los discípulos tenían consigo al Espíritu Santo, que el Señor prometía, sin el cual no podían llamarle Señor; pero no lo tenían aún con la plenitud que el Señor prometía. Lo tenían y no lo tenían, porque aún no lo tenían con la plenitud con que debían tenerlo. Lo tenían en pequeña cantidad, y había de serles dado con mayor abundancia. Lo tenían ocultamente, y debían recibirlo manifiestamente; porque es un don mayor del Espíritu Santo hacer que ellos se diesen cuenta de lo que tenían. De este don dice el Apóstol: Nosotros no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el Espíritu que procede de Dios, para conocer los dones que Dios nos ha dado (1 Co 2,12)» (In Io. eu.tr. 74, 2).



En la primera lectura nos informa san Lucas en los Hechos (8,5-8.14-17) de cómo Samaría había recibido la palabra de Dios, por obra evidentemente del Espíritu Santo, recibido luego, a su vez, por la imposición de manos. El poder de quien había resucitado a Jesús era, de este modo, igualmente determinante para obrar las maravillas de la primera Comunidad apostólica.

San Pedro, por su parte, exhorta en la segunda lectura (1 P 3,15-18) a no tener miedo, sino al contrario, a dar culto a Cristo en los corazones, «siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (3,15), cosa que hicieron en bonanza y frente a persecuciones. Estar prontos para dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos la pida tiene su aquel: porque hemos experimentado el amor del Padre y Cristo ha muerto por nosotros. El giro «dar razón de» podría interpretarse como explicar el porqué de nuestra fe, y hacerlo mediante un anuncio claro, audaz y explícito del Señor Jesús, en un compromiso apostólico concreto.

Años hace ya, José Luis Martín Descalzo escribió una serie de libros muy bien acogidos por el público. Había en su título un denominador común: Razones. De modo que fue dando a las librerías Razones para la esperanza, Razones para la alegría, Razones para el amor, Razones para vivir y Razones desde la otra orilla. Por razones, que no falte, aunque luego sea punto menos que imposible encontrar la razón de las sinrazones. Estos libros reflejan una visión muy positiva, y alegre, y realista de la fe católica, así como del amor a Dios y al prójimo, «pues más vale padecer por obrar el bien, si esa es la voluntad de Dios, que por obrar el mal» (1 Pe 3,17).

Tenemos una doble universalidad: la sincrónica —estamos unidos con los creyentes en todas las partes del mundo— y también la diacrónica, es decir: todos los tiempos nos pertenecen; también los creyentes del pasado y los del futuro forman con nosotros una única gran comunión. El Espíritu Santo es el garante de la presencia activa del misterio en la historia, el que asegura su realización a lo largo de los siglos. Gracias al Paráclito, la experiencia del Resucitado que hizo la comunidad apostólica en los orígenes de la Iglesia, las generaciones sucesivas podrán vivirla siempre en cuanto transmitida y actualizada en la fe, en el culto y en la comunión del pueblo de Dios, peregrino en el tiempo.




Nosotros, ahora, en el tiempo pascual, vivimos el encuentro con el Resucitado no sólo como algo del pasado, sino en la comunión presente de la fe, de la liturgia, de la vida de la Iglesia. La Tradición apostólica de la Iglesia consiste en esta transmisión de los bienes de la salvación, que hace de la comunidad cristiana la actualización permanente, con la fuerza del Espíritu, de la comunión originaria.

La Tradición se llama así porque surgió del testimonio de los Apóstoles y de la comunidad de los discípulos en el tiempo de los orígenes, fue recogida por inspiración del Espíritu Santo en los escritos del Nuevo Testamento y en la vida sacramental, en la vida de la fe, y a ella —a esta Tradición, que es toda la realidad siempre actual del don de Jesús— la Iglesia hace referencia continuamente como a su fundamento y a su norma a través de la sucesión ininterrumpida del ministerio apostólico.

Aunque en su vida histórica Jesús limitó su misión a la casa de Israel, dio a entender que el don estaba destinado también a todo el mundo de este destartalado planeta en que nos ha tocado vivir, por ver no más que de mejorarlo un poco, siempre con su ayuda, y a todos los tiempos de esta apartada orilla.

Por lo demás, el universalismo de la salvación requiere que el memorial de la Pascua se celebre sin interrupción en la historia hasta la vuelta gloriosa de Cristo (cf. 1 Co 11,26). ¿Y quién actualizará la presencia salvífica del Señor Jesús mediante el ministerio de los Apóstoles -jefes del Israel escatológico (cf. Mt 19, 28)- sino el Espíritu Santo? Gracias al Paráclito, pues, los Apóstoles y sus sucesores pueden realizar en el tiempo la misión recibida del Resucitado. Es, por tanto, el Espíritu mismo quien, mediante la imposición de las manos y la oración de los Apóstoles, consagra y envía a los nuevos misioneros del Evangelio (cf., por ejemplo, Hch 13, 3 s y 1 Tm 4,14).

Nótese que mientras a veces se dice que san Pablo designa a los presbíteros en las Iglesias (cf. Hch 14,23), otras es el Espíritu Santo quien constituye a los pastores de la grey (cf. Hch 20,28). La presencia-guía del Espíritu Santo se percibe de modo especial en el concilio de Jerusalén, en cuyas palabras conclusivas destaca la afirmación: «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros... » (Hch 15,28); la Iglesia crece y camina «en el temor del Señor, llena de la consolación del Espíritu Santo» (Hch 9,31).

Esta permanente actualización de la presencia activa de nuestro Señor Jesucristo en su pueblo, obrada por el Espíritu Santo y expresada en la Iglesia a través del ministerio apostólico y la comunión fraterna, es lo que en sentido teológico se entiende con el término Tradición: no es la simple transmisión material de lo que fue donado al inicio a los Apóstoles, sino la presencia eficaz del Señor Jesús, crucificado y resucitado, que acompaña y guía mediante el Espíritu Santo a la comunidad por él reunida. Diré más: congregada.



El Paráclito será «otro abogado defensor» porque, permaneciendo con los discípulos de Cristo, Él los envolverá con su vigilante cuidado y con virtud omnipotente. «Yo pediré al Padre -dice Jesús- y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros para siempre» (Jn 14,16): «...mora con vosotros y en vosotros está» (Jn 14,17).

Esta promesa está unida a las otras que Jesús ha hecho al ir al Padre: «Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Nosotros sabemos que Cristo es el Verbo que «se hizo carne y puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14). Sí, yendo al Padre, dice: «Yo estoy con vosotros... hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). De ahí se deduce que los Apóstoles y la Iglesia tendrán que reencontrar continuamente por el Espíritu Santo aquella presencia del Verbo Hijo, que durante su misión terrena era «física» y visible en la humanidad asumida, pero que, tras su ascensión al Padre, estará totalmente inmersa en el misterio.

La presencia del Espíritu Santo hará presente a Cristo invisible de modo estable, «hasta el fin del mundo». La unidad trascendente del Hijo y del Espíritu Santo hará que la humanidad de Cristo, asumida por el Verbo, habite y actúe dondequiera que se realice, con la potencia del Padre, el designio trinitario de la salvación. Ahí tenemos los nuevos movimientos eclesiales: ellos solos bastan para probar que el Espíritu Santo continúa actuando en la Iglesia de hoy con nuevos dones capaces de hacerla revivir el gozo de su juventud (Sal 42,4).

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