Raíces bíblicas en la relación misiones - ecumenismo



Muchas cabría citar, porque muchas son y de variado signo, sin duda, para ser aquí tratadas al detalle. Detenerme ahora en todas, o por lo menos en su mayor parte, sería de suyo excesivo. Supondría por de pronto dilatar en demasía la exposición. Dejadas a un lado, pues, magnitud y densidad, propias una y otra de tesis doctoral más que de artículo suelto, por muy compuesto y concertado que este pueda ser, sí quisiera, no obstante, destacar dos que se me antojan fundamentales por múltiples razones, empezando porque las dos parecen extraídas del corazón mismo del Evangelio.

La primera sirve de epílogo al de San Mateo, centra la fiesta de la Ascensión del Señor, suele citarse pródigamente en libros y revistas -el Vaticano II lo hizo en LG 17- y es en la actualidad perpetuo anuncio de piedra blanca inscrito en el frontispicio del Colegio Urbaniano de Propaganda Fide en Roma: «Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19). La segunda luce bellísima en el Decreto de ecumenismo UR 2: «Que todos sean uno [Ut unum sint]» (Jn 17, 21), y es título de la encíclica homónima de Juan Pablo II sobre el empeño ecuménico y obligada cita de todo buen ecumenista.

En la primera reside la fuerza del anuncio misional. La segunda, en cambio, contiene la energía del compromiso ecuménico. Ambas son de Jesús, y su complementariedad es evidente, pero, por si la comprensión no se ofreciere lo bastante clara a la interpretación del lector, ahí está lo que sigue de la primera, oportuno aviso a navegantes: «Enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28, 20). Con el Vaticano II en mano diríase que hablar del ecumenismo y las misiones implica relacionar estas citas por medio de los célebres documentos Ad gentes [AG] (tarea misional: Mt 28, 19) y Unitatis redintegratio [UR] (compromiso ecuménico: Jn 17, 21).



Enseñándoles, pues, a aguardar lo que el Señor nos ha mandado, sí, pero a la vez haciéndolo, quienes enseñen, quienes evangelicen, quienes catequicen, haciéndolo, digo, unidos. Sí, unidos «para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). He ahí el talón de Aquiles, el punto crucial de las misiones (o de la evangelización). Y es que el contenido solo no basta; se requiere además, y yo añadiría de buen grado, transmitirlo, darlo, comunicarlo. Y la unidad resulta condición indispensable para saber llegar, es decir, para comunicar, para ganarse al público y tenerlo pendiente de los labios, que en este caso es como la antesala del corazón.

El espíritu conciliar de ambos documentos hizo posible desde primera hora un cambio de actitud, por parte de la Iglesia católica, en el planteamiento de ambas citas. Constituyó un punto de inflexión para los más, propulsión añaden algunos, del compromiso de la Iglesia católica por el ecumenismo. Significó a fin de cuentas un hito importante, radical diríase, en lo relativo a las misiones y, por tanto, en su relación también con el ecumenismo. A estas alturas nadie en su entero juicio y con mínima dosis de discreción cuestiona ya que la apertura ecuménica del Concilio fue una gracia y que ésta obligó también aquí a pensar de modo nuevo. Más aún, la preocupación misionera se tradujo, merced al hecho conciliar, en llamada urgente y constante a la unidad cristiana.

La conclusión del número 6 de Ad gentes, expresa muy bien la distinción y, a la vez, el estrecho vínculo entre ambos conceptos: «La actividad misionera fluye de la misma naturaleza íntima de la Iglesia, cuya fe salvífica propaga, cuya unidad católica perfecciona dilatándola, con cuya apostolicidad se sustenta, cuyo sentido colegial de la Jerarquía pone en práctica, cuya santidad testifica, difunde y promueve. De este modo, la actividad misionera entre los infieles difiere de la genuinamente pastoral que se ha de practicar con los fieles y de las iniciativas a emprender para restaurar la unidad de los cristianos. Sin embargo, estas dos actividades están íntimamente unidas con la acción misionera de la Iglesia; pues la división de los cristianos perjudica a la causa santísima de la predicación del Evangelio a toda criatura y cierra a muchos las puertas de la fe. De este modo, por imperativo y fuerza de la misión, todos los bautizados están llamados a reunirse en una única grey al objeto de poder dar así ante las gentes, unánimemente, testimonio de Cristo, su Señor. Y si no les es posible todavía dar testimonio de una única fe, es al menos necesario que les animen la mutua estima y el mutuo amor».



Repasando ahora las notas del P. J. Schütte, principal artífice, dicen, del Decreto Ad gentes, se comprueba la dificultad que durante las discusiones conciliares del borrador supuso el armonizar misiones y ecumenismo, más que otra cosa, a lo que parece, por los prejuicios de muchos Padres conciliares hacia el camino de la unidad. Cundía entonces en no pocos la negativa experiencia del trabajo misional en sus países, y valoraban más las dificultades interpuestas en el camino unionista que el temible escándalo de las divisiones y laceraciones entre Iglesias, sobremanera incisivas entre los misioneros.

Acabó, sin embargo, por prevalecer lo segundo gracias al protagonismo ecuménico de los años previos al Concilio con el cambio de actitud traído por san Juan XXIII y la eficiente gestión de ilustres ecumenistas, bien zurrados algunos, por cierto, durante los años duros. Es indudable que mucho material de Ad gentes maduró en contexto ecuménico. El diálogo mantenido por aquellos años del Concilio entre observadores y Padres conciliares a través del Secretariado para la unidad de los cristianos, resultó como una laboriosa fragua de Vulcano donde se fueron forjando ideas maestras que hoy vertebran el Decreto sobre las misiones, votado, dato curioso, el 7-XII-1965, fecha de la abolición de las excomuniones entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa.

Después del Concilio, el desarrollo ecuménico de Roma en los diversos diálogos siguió interesando, como no podía ser menos, a las misiones. La colaboración del Secretariado para la unidad y del CEI produjo documentos comunes de envergadura como Testimonio común y proselitismo de mala calidad (1970) y El testimonio común de los cristianos (1981). Los teólogos católicos, además, prosiguieron su colaboración con el CEI en, por ejemplo, La salvación hoy, tema de la Conferencia mundial de Bangkok (1973).



El Dr. Philip Potter, secretario general entonces del CEI, lo destacó ante el Sínodo sobre la Evangelización (1974), del cual acabaría por salir la Evangelii nuntiandi, cuya publicación evidenció profundas convergencias con la relación Confesar a Cristo hoy, del CEI una vez más, así como con la relación del Congreso de Lausana, lugar de cita de muchos Evangélicos. Son ellos, en todo caso, documentos que evidencian la necesidad de que un preciso contenido doctrinal sea el hilo conductor de la evangelización.

El Secretariado y la Congregación para la evangelización de los pueblos siguieron estrechando vínculos con la Comisión para la misión mundial y la evangelización del CEI, a la que llegaron, en calidad de consultores, hasta cuatro institutos misioneros católicos. Lo cual posibilitó el trabajo común de la Iglesia católica y la Conferencia misionera de Melbourne (1980), sobre el tema Venga tu Reino. Eficaz también la colaboración misionera en el campo de la Biblia, de acuerdo con la Dei Verbum, 22.

El Secretariado romano trabajó a tope con las Sociedades Bíblicas Unidas, lo que benefició la buena marcha del ecumenismo y las misiones en las Iglesias jóvenes. A menudo los misioneros habían traducido diversamente las realidades fundamentales de nuestra fe en varias lenguas autóctonas, y ello había supuesto, en casos extremos, hasta el rechazo del bautismo conferido por otros. Se comprende, pues, que las iniciativas de traducción ecuménica de la Biblia encontraran oposición del clero de una y otra parte. Es difícil, sí, cambiar un vocabulario al que la mentalidad religiosa de tiempos atrás nos ha venido acostumbrando, pero, de querer alcanzar la unidad, no hay más remedio que superar también dichos obstáculos.

El mundo misionero, en fin, ha estado a menudo marcado por el antagonismo entre confesiones cristianas. La preocupación misionera del Concilio, principio impulsor de la causa ecuménica, contribuyó decisivamente a cambiar el panorama. La presencia de obispos de Iglesias jóvenes en el Aula fue determinante a la hora de favorecer la pluralidad y la inculturación. De ahí que Ad gentes enfatice a menudo la necesidad del espíritu ecuménico en la formación de los nuevos cristianos (n. 15), de los sacerdotes (n. 16) y no se ande con rodeos cuando tiene que decir y dice que la colaboración ecuménica y el testimonio común son una necesidad, si es que la Iglesia quiere cumplir con su misión (nn. 12, 29 y 36).

La pregunta, en consecuencia, se hace obligada: ¿Y después del Concilio? A ello he de venir en futuras entregas. De momento, quede como incontestable referencia que la divina Palabra, la Sagrada Escritura, pauta en la Iglesia católica, y en no pocas otras Iglesias, cómo no -¡y de qué manera!-, el gozoso devenir en las misiones y en el ecumenismo, a fecha de hoy espléndidas páginas las dos, de más resplandeciente brillo cuanto más presida en ellas la divina Revelación.

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