Reclinar el corazón en las Sagradas Escrituras



Los cincuenta días que van desde el Domingo de Resurrección hasta el Domingo de Pentecostés han de celebrarse con alegría y exultación como si se tratase de «un solo y único día festivo», más aún –puntualiza san Atanasio--, como «un domingo» (Ep. Fest. 1: PG 26, 1366). San Agustín, por su parte, agrega que «durante estos días de la Pascua santa se lee de forma solemne el relato de la resurrección del Señor según todos los evangelistas. En efecto, en la composición de sus relatos hay cosas que son comunes a todos, otras que algunos las pasan por alto, sin que por esto ninguno se aparte de la concordia de la verdad. Todos han dejado escrito que el Señor fue crucificado, sepultado y que resucitó al tercer día; en cambio, por lo que se refiere a sus apariciones a los discípulos, puesto que tuvieron lugar de muy distintas maneras, algunos dijeron ciertas cosas que otros callaron; pero todos escribieron la verdad» (Sermón 236 A, 1).

Hasta el domingo tercero de Pascua, o sea hoy, las lecturas del Evangelio relatan las apariciones de Cristo resucitado. De ahí que la relativa a los discípulos de Emaús se lea el miércoles de la primera semana de Pascua (cf. mi artículo «Lo reconocieron al partir el pan»: RD: 17.04.17/23:23. Archivado en Iglesia-sociedad), y hoy, en este domingo tercero de Pascua.

Dejé ya dicho en estos últimos domingos algo sobre los cuerpos gloriosos. Insisto ahora en que, aun manteniéndose idéntico a sí mismo, el cuerpo del Resucitado se encuentra en un estado nuevo que modifica su figura exterior: a la Magdalena, en forma de hortelano; a los de Emaús, como un viandante; a la vera del Lago, invitando a la pesca, a echar las redes a la derecha, y así seguido. Ese estado nuevo hace que esté libre de las condiciones sensibles de este mundo (categorías del espacio y del tiempo). Es el suyo, sencillamente, un cuerpo glorioso (no reanimado / resucitado como en Lázaro). De tal suerte «pneumatizado» que ya no está sometido a la corruptela, ni a la desintegración, ni a la finitud. La muerte ya no tiene dominio sobre él. Como tal, puede modificar, ya digo, su figura exterior.

No sobrará recordar que este de los discípulos de Emaús es relato exclusivo de san Lucas: resume el camino catequético y litúrgico de la comunidad lucana. Tampoco estará de más si precisamos su estado de ánimo: porque iban desesperanzados, sí, que no desesperados. Desesperación, hablando con propiedad, no es lo mismo que desesperanza. Es decir: su fe en Jesús, ese Jesús que llenaba el pensamiento y el corazón de estos inquietos discípulos, se había venido abajo a consecuencia del escándalo de la cruz (cf. Lc 24, 21).

Quiero con ello decir, y espero que se me entienda, que la cruz era para ellos el fin de toda esperanza. San Agustín es bien explícito al respecto: «Una vez crucificado el Señor, habían perdido la esperanza; así resultaba de sus palabras cuando él les dijo: ¿Cuál es el tema de conversación que os ocupa? […] Aun sabiendo todo lo referente a sí mismo, preguntaba, porque quería estar en ellos» (Sermón 234, 2). Iba con ellos, pero ellos no iban con Él; iba con ellos, sí, pero Él quería más, quería estar en ellos, lo cual, efectivamente, es mucho más, por supuesto.

Por otra parte, los discípulos de Emaús reconocieron a Jesús al partir el pan, es cierto; pero no hubieran podido reconocerle en la «fracción del pan» si antes no le hubieran acogido como compañero de camino y no hubieran escuchado su penetrante y suavísima palabra. Esto, claro es, conlleva una oportuna aplicación a la vida sacramental, y en particular a la eucarística, del cristiano: Así, pues, en la Misa nos acogemos mutuamente, escuchamos la Palabra de Dios y participamos en la comunión eucarística.

Conocer a Cristo en la fracción del pan, por tanto, equivale a conocer a Cristo en los hermanos, ya que, «no cualquier pan se convierte en el cuerpo de Cristo, sino el que recibe la bendición de Cristo. Allí lo reconocieron ellos, se llenaron de gozo, y marcharon al encuentro de los otros; los encontraron estando al tanto ya de la noticia; les narraron lo que habían visto, y entró (toda esta historia) a formar parte del evangelio. Lo que dijeron, lo que hicieron, todo se escribió y llegó hasta nosotros» (Sermón 234, 2).





Ahora bien, acogiendo a Cristo con cuya Sangre hemos sido redimidos –he ahí el mensaje litúrgico de la segunda lectura de hoy--, él nos enseña el sendero de la vida y nos llena de gozo con y en su presencia. Y no nos entregará a una muerte eterna sino que resucitaremos con él y nos saciará de alegría pascual, de perpetua e infinita alegría --mensaje, a su vez, de la primera lectura-. De hecho, el Salmo responsorial, el 15, viene a corroborarlo: «Señor, me enseñarás el sendero de la vida; me saciarás de gozo en tu presencia».

Los discípulos de Emaús, entonces, reconocieron a Jesús al partir el pan. Ahora bien, el hecho mismo de reconocer a Jesús así fue, sin duda, una gracia del Espíritu Santo preparada por la catequesis itinerante de Jesús, en definitiva por la explicación de las Escrituras, por la acogida (=«quédate con nosotros…»), por sentarse a la mesa con Él, lo cual así dicho nos lleva a pensar en la frecuencia de la Eucaristía. Enseña dicha catequesis, pues: 1) La fuerza de la Palabra (el calor en sus corazones); 2) Que aquello fue un kerygma, es decir, una catequesis kerygmática, o en este caso predicación itinerante del Evangelio; y 3) Que el episodio todo constituyó un antídoto contra la desesperanza.

Hablando precisamente del kerygma de Pedro en la primera lectura de hoy (Hch 2,14), bien podría resumir la catequesis itinerante de Jesús a los discípulos de Emaús. Todo lo que dijeron los profetas…lo que había sobre Él (en las Escrituras) desde Moisés a todos los profetas. San Pedro anuncia con valentía que Cristo ha resucitado y expone los principios de la fe cristiana: muchos de sus oyentes creen en Cristo. Lo cual dicho, cumple ocuparnos especialmente de la primera lectura. En ella empieza el primer síntoma de un cambio importante: el que va de los milagros del Resucitado a los de sus discípulos. El evangelista san Lucas y en este caso el mismo autor de los Hechos, hablando de la Palabra de Dios, dará cuenta del kerygma apostólico.

La primera lectura de este domingo tercero de Pascua Ciclo-A (Hch 2, 14.22-33) contiene parte del famoso discurso de Pedro a la gente (Hch 2, 14-41). San Lucas pone aquí un ejemplo de la predicación de la primera comunidad y de sus efectos. Lo coloca en boca de Pedro, portavoz y jefe de los Doce. Pedro obra como cabeza del colegio apostólico y aparece en primer plano de la Comunidad. En ocasiones Juan aparece junto a él, pero algo así como su doble. Es un discurso construido por el autor de Hechos, es decir san Lucas, y no una transcripción de las palabras de Simón Pedro, aunque uno pueda suponer razonablemente que en algún momento inicial se dijo algo parecido a esto.

Por lo demás, este discurso se parece a los otros discursos del libro (Hch 3,12-26; 4, 8-12; 10, 34-43; 13, 16-41). Todos ellos tienen un núcleo central que procede del kerigma primitivo y lo resume, a saber: presentación breve de Jesús, anuncio de su muerte y resurrección, salvación que brota de ellas. Luego, detalles sobre la misión de Jesús anunciada por Juan el Bautista, preparada por la enseñanza del Maestro y sus milagros, concluida con las apariciones del Resucitado y la efusión del Espíritu.

Tenemos finalmente a la vista perspectivas más amplias que las suministradas por las profecías del Antiguo Testamento; perspectivas que, después de todo, hunden sus raíces en el pasado y miran al futuro. Apuntan al advenimiento de los tiempos mesiánicos y constituyen un llamamiento a la conversión en judíos y gentiles, para apresurar la Vuelta de Cristo.





Los evangelios, que son un desarrollo de la predicación primitiva, siguen este esquema kerygmático. Y estos puntos, por lo demás, parecen ser el contenido fundamental de la predicación cristiana primitiva. San Lucas los transmite en sus discursos, que, por otra parte, están, como no podía ser menos, enriquecidos con muchas citas de la Escritura. En este anuncio tiene un puesto primordial la resurrección y exaltación de Jesús (Hch, 2, 32-33), atribuida al Padre con formulación muy antigua.

Fundamental y conclusiva de este discurso de hoy, la frase sobre la resurrección de Jesús, hecho central de la fe cristiana testificado por quienes Dios determinó desde el principio: «A este Jesús Dios le resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos» (Hch 2,32). Un pensamiento, este, al que viene también san Pedro cuando propone sustituir a Judas: «Conviene, pues –dice-, que de entre los hombres que anduvieron con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús convivió con nosotros, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que nos fue llevado, uno de ellos sea constituido testigo con nosotros de su resurrección» (Hch 1, 21-22). A ello cabe añadir todavía Hech 2, 33 b: «ha derramado lo que vosotros veis y oís». Es como un exhorto a que los componentes del gentío que rodea a los Apóstoles, acaben también ellos por hacerse igualmente testigos de la resurrección de Cristo.

Ya Hch 2, 33-a dice: «Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre, el Espíritu Santo prometido». Son ellas palabras inspiradas en el Salmo 118 (v. 16 LXX), que la predicación apostólica utiliza considerándolo mesiánico. En cuanto a 2,33-b, es preciso admitir que los profetas habían anunciado el don del Espíritu para los tiempos mesiánicos (Ez 36,27). Y por este Espíritu «derramado», según el anuncio de Jl 3, 1-2, por Cristo resucitado, Pedro explica el milagro del cual son testigos sus oyentes.





El capítulo, en resumen, es una poderosa síntesis de toda la concepción teológica de san Lucas. Encabezando el libro de los Hechos, ilumina su desarrollo y traza sus grandes directrices. El día de Pentecostés se cumple la promesa escatológica del Espíritu, que inspira la proclamación apostólica universal y la aceptación gradual del mensaje, creando así una comunidad salvífica y propiciando a la vez un tiempo intermedio de salvación que tiende a su plenitud definitiva en el día del Señor.

Insensatos y tardos para creer todo lo que de Él habían dicho los profetas, los de Emaús encontraron al mejor catequista que se podían echar a la cara: al mismo Maestro y Señor. Y fue este «misterioso viandante» quien les abrió la mente para que comprendieran las Escrituras; esta vez al ritmo del camino…hacia Emaús. También el concilio Vaticano II, salvando por supuesto las distancias, nos habla de las Escrituras en la constitución Dei Verbum. Y es que, bien mirado, surge hoy de análogo modo entre nosotros la desesperanza… Los versos de José Hierro resultan inevitables:

«Por qué te olvidas y por qué te alejas
del instante que hiere con su lanza.
Por qué te ciñes de desesperanza
si eres muy joven y las cosas viejas.

Las orillas que cruzas las reflejas;
pero tu soledad de río avanza.
Bendita forma que en tus aguas danza
y que en olvido para siempre dejas.

Por qué vas ciego, rompes, quemas, pisas,
ignoras cielos, manos, piedras, risas.
Por qué imaginas que tu luz se apaga.

Por qué no apresas el dolor errante.
Por qué no perpetúas el instante
antes de que en tus labios se deshaga».

(Del libro Alegría.
II. Variaciones sobre el instante eterno).




Cosa cierta y sabida es que también nosotros caminamos tantas veces desesperanzados de que Jesús esté entre nosotros; de que Cristo el Señor nos asista…; de que nuestro divino Redentor sea más fuerte que el mal. En el acto de fe del Credo apostólico profesamos: «y resucitó al tercer día, según las Escrituras…». Este artículo del Credo, en definitiva, nos habla de la resurrección como de un acto de fe testificado por las Escrituras. Y la liturgia de este domingo tercero de Pascua, en fin, permite por eso concluir que sólo reclinando el corazón en las Escrituras Sagradas, podremos guardar su Palabra. Cuando lo consigamos, será posible asimismo decir que el amor de Dios en nosotros y para nosotros ha llegado a su plenitud.

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