Sal de la tierra y luz del mundo



La luz y la sal son conceptos de bellísima factura literaria para ilustrar adecuadamente la catequesis y definir, en contexto dominical, el Evangelio de este V domingo del tiempo ordinario – Ciclo - A (2017). En realidad, lo mismo juntos que separados, más bien lo segundo, comparecen muchas veces al año para sugerir el sublime alcance de una vida cristiana en plenitud. Hoy, por ejemplo, la sagrada Liturgia no hace con ellos sino encaje de bolillos para sacar a flote su iluminada y sazonada presencia, llena de espíritu y de regalo, sin que la objetividad evangélica se resienta de ello lo más mínimo.

La primera lectura proviene de un fragmento del profeta Isaías, el poeta genial y gran «clásico» de la Biblia, estrella de primera magnitud entre los mayores. Su oráculo esta vez invocado (58, 7-10) habla del ayuno agradable a Dios, el que Dios acepta, el que a Dios place. Isaías ofrece una bella descripción con acentos misericordiosos dentro de cuyo breve repertorio casuístico sobresalen como ejemplos y, si se quiere, más a mano «partir al hambriento tu pan y a los pobres sin hogar recibir en casa» (v.7). Cuando eso hagas, «brotará tu luz como la aurora, y tu herida se curará rápidamente» (v.8). Y más adelante: «si repartes al hambriento tu pan, y al alma afligida dejas saciada, resplandecerá en las tinieblas tu luz, y lo oscuro de ti será mediodía» (v.10).

Isaías deja, pues, entender que quien ejerce las obras de misericordia se convierte él mismo en luz. Por descontado que el nexo entre luz y obras de misericordia salta a la vista. Para la lección litúrgica que de aquí se desprende, lo difícil es conseguir que el cristiano actual comprenda tan estrecha relación y, por ende, hasta qué punto y en qué medida pueda y deba él practicarla.

El salmista, pese a todo, corrobora cumplidamente el antedicho vaticinio en su elogio del justo. De hecho, las expresiones aplicadas a Dios en el salmo precedente se aplican casi tal cual en el 112 (111) al justo: «En las tinieblas brilla como una luz / el que es justo, clemente y compasivo. / Dichoso el que se apiada y presta, / y administra rectamente sus asuntos. / El justo jamás vacilará, / su recuerdo será perpetuo. / No temerá las malas noticias, / su corazón está firme en el Señor. / Su corazón está seguro, sin temor. / Reparte limosna a los pobres; / su caridad es constante, sin falta, / y alzará la frente con dignidad». Huelga decir que el cristiano cabal, el que vive su cristianismo a tope, viene aquí a ser sinónimo de la palabra justo, ese justo que brilla en las tinieblas como una luz.

En la Epístola (o Discurso) a Diogneto, una apología del cristianismo a considerar entre las obras más brillantes y hermosas de la literatura cristiana griega de las postrimerías del siglo II, compuesta en forma de carta dirigida a Diogneto, eminente personalidad pagana, hay un texto admirabilísimo que lo traigo por entender que, de alguna manera, contiene una síntesis de lo que, andando los siglos, dirá la constitución pastoral Gaudium et spes, del concilio Vaticano II. El autor pinta en términos brillantes la superioridad del cristianismo sobre la necia idolatría de los paganos.



A mí particularmente me gusta mucho cuanto sigue: «Para decirlo brevemente, lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo. El alma está esparcida por todos los miembros del cuerpo, y cristianos hay por todas las ciudades del mundo. Habita el alma en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; así los cristianos habitan en el mundo, pero no son del mundo. El alma invisible está encerrada en la cárcel del cuerpo visible; así los cristianos son conocidos como quienes viven en el mundo, pero su religión sigue siendo invisible […].

El alma ama a la carne y a los miembros que la aborrecen, y los cristianos aman también a los que los odian. El alma está encerrada en el cuerpo, pero ella es la que mantiene unido al cuerpo; así los cristianos están detenidos en el mundo como en una cárcel, pero ellos son los que mantienen la trabazón del mundo» (c.6: BAC 206, p.247s). Lo que la luz es en las tinieblas, eso ha de ser el cristiano en la sociedad. Nuestra misión cristiana en cuanto luz es alumbrar a los hombres. Y nuestra luz son nuestras buenas obras. Ser luz o ser alma del mundo, bien se echa de ver que son términos equivalentes.

La carta de San Pablo a los Corintios le proporciona a la sagrada Liturgia la segunda lectura (1 Corintios 2, 1-5). Distingue el Apóstol entre la sabiduría del mundo y la sabiduría cristiana. De ahí que el Apóstol precise cómo se presentó a la Comunidad: «No fui (a vosotros) –les dice- con el prestigio de la palabra o de la sabiduría a anunciaros el misterio de Dios» (v.1). Sencillamente, no quiso saber entre ellos sino a Jesucristo, y éste crucificado. De ahí que se presentase débil, tímido y tembloroso. Su predicación no tuvo nada de los persuasivos discursos de la sabiduría (humana), sino que fue «una demostración del Espíritu y del poder, para que vuestra fe se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios» (v.5).

Y es que los discursos de la sabiduría humana son persuasivos por sí mismos (v.4). Producen en los oyentes una adhesión puramente humana (v.5). Y esto justamente es lo que san Pablo rechaza. Su palabra es ciertamente una demostración (v.4), porque manifiesta la acción del Espíritu, sí; pero exige una adhesión de un orden distinto, a saber: del Espíritu. Nuestra fe, por tanto, no debe apoyarse en la sabiduría de los hombres, sino, más bien, en el poder de Dios. El mensaje paulino, en resumen, no es otro que este: en el Crucificado reside la verdadera sabiduría y el poder del Espíritu Santo. Ello explica también que la suprema sabiduría sea para Pablo el mismo Jesucristo crucificado.

El comentario del Obispo de Hipona, alma gemela de Pablo, es, al respecto, formidable y de todo punto provechoso al humano entendimiento. Dice así: «Y aunque sólo supiera esto [a Jesucristo, y éste crucificado], nada le quedaba por saber. Cosa grande es el conocimiento de Cristo crucificado, pero lo puso [Pablo] ante los ojos de los pequeños como un tesoro encubierto. A Cristo crucificado (1 Cor 2, 2), dijo. ¡Cuántas cosas encierra en su interior ese tesoro! Después, en otro lugar, ante el temor de que algunos se apartasen de Cristo seducidos por una filosofía vana y falaz, puso en Cristo el tesoro de la sabiduría y de la ciencia […].

Cristo crucificado: tal es el tesoro escondido de la sabiduría y de la ciencia. No os engañéis, pues, bajo el pretexto de la sabiduría. Juntaos ante la envoltura y orad para que se os desenvuelva. ¡Necio filósofo de este mundo, eso que buscas es nada! […] ¿De qué aprovecha el que tengas mucha sed, si pasas y pisas la fuente? Desprecias la humildad, porque no llegas a percibir la majestad» (Sermón 160, 3).



La sagrada Liturgia, por último, se ocupa del Evangelio (Mateo 5, 13-16). A continuación del famoso discurso de las Bienaventuranzas, el propio Jesús escoge dos comparaciones para definir a sus discípulos, sucesores ellos de los profetas. Una y otra conforman el fragmento elegido para hoy: «Vosotros –dice Jesús-- sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres (v.13). Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa (vv.14-15). Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (v.16).

Sal de la tierra y luz del mundo, por tanto. He ahí el quid del mensaje dominical de hoy. Las palabras de Jesús, por lo demás, nos obligan al sano ejercicio de hacernos preguntas insoslayables, de esas que tocan el alma tal vez más por lo que sugieren que por lo que dicen. ¿Somos los cristianos, como personas y miembros de la Iglesia, buena noticia para alguien? ¿Ponemos los creyentes en nuestro mundo actual algo que dé sabor a la vida? ¿Somos sal y luz dando testimonio de nuestra fe quizás, o, por el contrario, nos avergonzamos de tener que responder que somos cristianos? Ya sé que estos interrogantes, y no pocos otros afines que pudieran abrirse, dejan muchas cosas en el aire, cuyo solo análisis resultaría prolijo. Yo de todos modos aquí los dejo, llevado de la esperanza en los grandes propósitos y con el deseo evangélico mismo puesto en la buena intención.

No quisiera, sin embargo, terminar esta catequesis sin prevalerme de mis amigos los santos padres de la Iglesia, de cuya sabiduría nunca dejo de aprender. Y es que el magisterio patrístico de estas imágenes evangélicas de hoy, por ejemplo, se me antoja incomparable. «Del mismo modo que la sal preserva la carne de la descomposición, los discípulos de Cristo producen el efecto de preservar (Orígenes). Los discípulos no deben perder su maravilloso sabor (Hilario, Cromacio). Quienes han sido educados para la sabiduría del cielo deben permanecer firmes, de manera que no se vuelvan insípidos, víctimas de las argucias del demonio (Cromacio).

Han sido llamados a devolver a todo el orden de la creación –prosiguen mis maestros-- su original suculencia, que ha degenerado en podredumbre (Crisóstomo). Jesús llama sal a la estructura mental repleta de la palabra apostólica. Cuando ha sido sembrada en nuestras almas, hace que la palabra de la sabiduría habite en nosotros (Cirilo de Alejandría). Sólo cuando ellos se convierten en sal, penetrando el sabor y la textura del mundo, se convierten en un reflejo del modo en que Dios ilumina al mundo por medio de la luz de la verdad (Crisóstomo).

A los discípulos de Jesús se les llama la luz del mundo porque a ellos les ilumina aquel que es la luz verdadera y eterna (Cromacio, Crisóstomo). Quienes tienen apego a lo terrenal, más que lámparas parecen celemines (Teodoro de Mopsuestia) que carecen de Dios, vacíos de cuanto hay arriba, pero llenos de cuanto hay abajo (Crisóstomo). El jefe de la Iglesia ha de estar provisto de la más amplia gama de virtudes (Anónimo)».

Hasta de qué signifique poner la luz debajo del celemín se ocupan mis grandes doctores de la fe. «Pone la luz debajo de un celemín --precisa san Agustín-- todo aquel que oculta y obscurece la luz de la buena doctrina con las comodidades o ventajas temporales. “Sino sobre un candelero”. Por consiguiente, sobre un candelero coloca la luz aquel que subordina su cuerpo al servicio de Dios, de manera que ocupe lugar superior el servicio o provecho del cuerpo. Sin embargo, la misma servidumbre del cuerpo hace brillar excelsamente la doctrina, la cual por las funciones del cuerpo, esto es, por la voz, la lengua y todos los demás movimientos del cuerpo, que contribuyen a las buenas obras, se insinúa en el espíritu de los creyentes» (Sermón del Señor en la Montaña, 1, 6,17: BAC 121, 799).

Sal, pues, que no azúcar. Sal que da sabor a las comidas, impide la corrupción de los alimentos, derrite el hielo en las carreteras y caminos, remueve la herrumbre en las chimeneas, mantiene lejos de las alfombras la polilla. Sal, en suma, que nos evita ser insípidos y apagados, y que nos mueve a dar sabor a nuestra vida cristiana.

Y, por otra parte, luz, porque llevamos en el alma y en la conciencia el resplandor de Cristo resucitado. Somos cristianos pascuales. Brilla en nuestras pupilas la luz del cirio pascual, que es Cristo. Con la luz de la fe en Cristo iluminamos nuestro interior y nuestro ambiente. En resumen, gracias a la luz de la fe ya no somos «un pueblo que anda en tinieblas», sino que tiene «la luz de la vida».



De sal y de luz van los dos poemas que sirven de colofón a esta catequesis. En cuanto a la sal, he aquí unos versos de Neruda, «el más grande poeta del siglo XX en cualquier idioma», según Gabriel García Márquez. Un poema, el suyo, que glorifica la historia de la sal, y muestra su importancia.
Neruda utiliza el formulario oda, versificación poética que destaca la emoción. Neruda escribe en verso libre y muchas de sus líneas son cortas. Esto sugiere que la relación entre la sal y el mundo es importante. La forma del poema es diferente, claro. Las palabras finales, las que aquí traigo de ejemplo, se ven, según algunos, como la sal de un agitador, pero a la vez, y sobre todo, --añado yo-- como elevado requiebro al infinito, como blanca grímpola movida con embeleso, como un dulce regalo de la poesía, en fin, para mejor adentrarnos en el Evangelio y comprender las palabras de Jesús a sus discípulos, que el domingo de hoy nos ofrece desde el Evangelio de San Mateo:

«Y luego en cada mesa
de ese mundo,
sal,
tu substancia
ágil
espolvoreando
la luz vital
sobre
los alimentos.
Preservadora
de las antiguas
bodegas del navío,
descubridora
fuiste
en el océano,
materia
adelantada
en los desconocidos, entreabiertos
senderos de la espuma.
Polvo del mar, la lengua
de ti recibe un beso
de la noche marina:
el gusto funde en cada
sazonado manjar tu oceanía
y así la mínima,
la minúscula
ola del salero
nos enseña
no sólo su doméstica blancura,
sino el sabor central del infinito».

(Oda a la sal: versos finales).




Y por lo que atañe a la luz, lo primero que Dios hizo en la creación, los inspirados versos de José María Pemán pueden servirnos de sublime estímulo en el trance de resumir el mensaje dominical con el delicado acento de la poesía. Dios --canta el vate gaditano-- hizo la luz antes que toda cosa porque todo tuviera su figura. Esa luz creada, pues, que arrebata y enamora, que eleva y configura, que se filtra incontenible por las rendijas del alma para iluminar sus angostos espacios interiores tal vez, para pulir, convertir y henchir de infinita claridad, seguro,los pliegues todos del alma en el dulce trance de prepararse al santo desposorio de ella, la luz, con Él, que es la Luz. Luz, por otra parte, que nos hace mirar con regocijo el color de la mañana cuando descorremos con avidez la cortina de la esperanza. Las palabras poéticas de Pemán, en cualquier caso, pueden centrar nuestra gratitud a Dios por el diario regalo de la luz:

«Señor: yo sé que en la mañana pura
de este mundo, tu diestra generosa
hizo la Luz antes que toda cosa
porque todo tuviera su figura.

Yo sé que se refleja la segura
línea inmortal del lirio y de la rosa
mejor que la embriagada y temerosa
música de los vientos en la altura.

Por eso te celebro yo en el frío
pensar exacto a la verdad sujeto
y en la ribera sin temblor del río;

por eso yo te adoro, mudo y quieto:
y por eso, Señor, el dolor mío
por llegar hasta Ti se hizo soneto».

(Oración a la luz)

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