« Talitá kum »



El Evangelio del décimo tercer domingo del tiempo ordinario Ciclo B ofrece dos relatos milagrosos; la curación de la Hemorroísa y la resurrección de la hija de Jairo, uno de los jefes de la sinagoga, también conocida por Niña del Talitá kum. Revelan ambos el poder y la grandeza sobrehumana de Jesús (Mc 5,21-43). La Liturgia, en trance de síntesis, resume el tema en tres conceptos fundamentales muy relacionados entre sí: la muerte, la vida y la fe.

«Dios creó al hombre incorruptible y lo hizo a imagen de su propio ser; mas por envidia del diablo, entró la muerte en el mundo». Es cuanto refleja la primera lectura (Sab 1,13-15; 2, 23-24). La segunda, en cambio, resume que Dios, por medio de su Hijo Jesucristo, compartió sus riquezas con nosotros para que nosotros hagamos otro tanto con los demás necesitados (2Co 8,7.9.13-15).

Escribiendo a los Corintios, san Pablo exhorta a la generosidad utilizando temas a él gratos, como: la pobreza fuente de enriquecimiento para los demás, a ejemplo de Cristo que se despojó voluntariamente en la tierra, de su gloria y sus privilegios divinos, y quiso tener arte y parte en nuestras tribulaciones, en nuestra muerte. Nótese que la motivación de los comportamientos cristianos a ejemplo de Cristo es característica de la moral paulina. De suerte que la abundancia de unos cristianos remedia la escasez de otros: los hermanos pobres.

Tenemos con lo dicho, además, la clave para mejor entender los relatos milagrosos del Evangelio de hoy (Mc 5, 21-43). Jesús vence la fuerza de la muerte y resucita a la hija de Jairo. Comparte asimismo su vida y su poder con la niña muerta al resucitarla. De modo similar, Jesús, dejándose tocar el manto por la fe de la mujer que padecía flujo de sangre, comparte igualmente con la Hemorroísa su vida y su poder devolviéndole la salud.

Ambos relatos nos invitan a superar una visión puramente horizontal y materialista de la vida. A Dios le pedimos a menudo curaciones, solución de los problemas, remedio a necesidades concretas, y está bien hacerlo así, pero lo que debemos suplicar con insistencia es una fe cada vez más sólida, para que el Señor renueve nuestra vida, y una firme confianza en su amor, en su providencia que no nos abandona. Y el modo de superar esa visión puramente materialista de la vida no es otro que el del recurso a la fe. La fe de una persona puede mover hasta el corazón del mismo Dios. Es ésta, en consecuencia, una condición que todo cristiano debe tener bien afirmada.

Dos excelentes pasajes, pues, unidos en un solo relato por el que entrever la importancia de la fe. El elemento que hace posible la acción de Dios, incluso de manera extraordinaria, es la fe. Pero una fe como la que el evangelio de hoy nos muestra. Fe que desafía todo y se lanza a tocar a Jesús. O fe, en el caso de los padres de la niña, para que, no obstante la evidencia de la muerte, dejen que Jesús haga las cosas a su manera. Creer significa, al fin y al cabo, confiar incluso ante la evidencia contraria; creer implica incluso asumir los riesgos de ser criticados; creer es, como diría el apóstol Santiago, actuar. Nuestra fe queda muchas veces sólo a nivel de razón y no de actuación. La verdadera fe, al contrario, es, debe ser, notoria, pues expresa sin lugar a dudas la confianza y el abandono total en Dios.

Son los de hoy, en otro orden de cosas, episodios en los que hay dos niveles de lectura; el puramente físico: Jesús se inclina ante el sufrimiento humano y cura el cuerpo; y el espiritual: Jesús vino a sanar el corazón del hombre, a dar la salvación y pide fe en él. En el primero, ante la noticia de que la hija de Jairo había muerto, Jesús le dice al jefe de la sinagoga: «No temas; basta que tengas fe» (v. 36); se lo lleva consigo donde estaba la niña y exclama: «Contigo hablo, niña, levántate» (v. 41). Y esta se levantó y se puso a caminar. San Jerónimo comenta subrayando el poder salvífico de Jesús: «Niña, levántate por mí: no por mérito tuyo, sino por mi gracia. Por tanto, levántate por mí: el hecho de haber sido curada no depende de tus virtudes» (Homilías sobre el Evangelio de Marcos, 3).

El episodio de la mujer que sufría hemorragias pone también de manifiesto que Jesús vino a liberar al ser humano en su totalidad. De hecho, el milagro se realiza en dos fases: en la primera se produce la curación física, íntimamente relacionada con la más profunda, la que da la gracia de Dios a quien se abre a él con fe. Jesús dice a la mujer: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad» (Mc 5, 34).



Jesús, que está atento al sufrimiento humano, nos hace pensar también en quienes ayudan a los enfermos a llevar su cruz, especialmente en los médicos, en los agentes sanitarios y en quienes prestan la asistencia religiosa en los hospitales. Son «reservas de amor» (Benedicto XVI), que llevan serenidad y esperanza a los que sufren. La encíclica Deus caritas est explica que, en este valioso servicio, hace falta ante todo competencia profesional —primera necesidad fundamental—, pero esta por sí sola no basta. En efecto, se trata de seres humanos, que necesitan humanidad y atención cordial. «Por eso, dichos agentes, además de la preparación profesional, necesitan también y sobre todo una “formación del corazón”: se les ha de guiar hacia el encuentro con Dios en Cristo que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro» (n. 31).

Acompañe la Virgen María, Salud de los enfermos, nuestro camino de fe y nuestro compromiso de amor con los necesitados, mientras invocamos su maternal intercesión por nuestros hermanos que padecen un sufrimiento en el cuerpo o en el espíritu. ¿Es la nuestra una fe intelectual o es, más bien, fe que ante la evidencia contraria continúa diciendo: No entiendo Señor, pero creo que tú me amas y que harás lo que sea mejor para mí y para los míos?

La victoria sobre la muerte, su supresión real y no tan sólo en el pensamiento, es una aspiración y una búsqueda del hombre, hoy igual que siempre. La resurrección de Jesús nos dice que, en efecto, esta victoria es posible. Más aún: que al principio la muerte no formaba parte y de manera irreversible, de la estructura de lo creado, de la materia. Nos dice también que la victoria sobre las fronteras de la muerte no es posible alcanzarla a través de métodos clínicos perfeccionados. No existe más que por el poder creador de la Palabra de Dios, y del Amor. Tan sólo estos poderes son lo suficientemente fuertes como para cambiar la estructura de la materia de manera tan radical que las barreras de la muerte puedan llegar a ser superables.

La fe en la resurrección es una profesión de fe en la existencia real de Dios y en su creación, al «sí» incondicional que caracteriza la relación de Dios con la creación y la materia. Eso es lo que nos da autoridad para poder cantar el aleluya pascual en medio de un mundo sobre el cual planea la sombra amenazante de la muerte.

Cantemos al Dios de la vida, bendigamos a Jesucristo, a quien dio su vida por rescatarnos de la muerte, seamos colaboradores del Creador, respetando a las criaturas, y defendamos a todo ser viviente, de manera especial a los más débiles, como son los niños y los ancianos.



Las que nos refiere el evangelio de este domingo son dos situaciones límites resueltas por Jesús. No nos quiere decir el evangelio, por supuesto, aunque a primera vista eso parezca, que Jesús tiene grandes poderes para hacer milagros. Lo que el evangelio quiere decir, ante todo, es que Jesús tiene un gran corazón y una gran misión y es divina misericordia. La situación de aquella mujer curada era de marginación y rechazo, tanto social como religioso, debida a su enfermedad: oficialmente «impura» y, por tanto, condenada a vivir en la marginación.

La situación de aquellos padres era de total desconsuelo, como no podía ser menos en la situación de su hija cuando a los doce años, empezaba a ser alguien en su vida social. Y todo lo cambia de pronto la fe. En ambos casos, la curación se da por la fe en Jesús. En el caso de la mujer: «Aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré» (Mc 5,28). Y Jesús lo subraya diciéndole: «Hija, tu fe te ha salvado!» (v.34). En el caso del jefe de la sinagoga: «Ven, impón tus manos sobre ella, para que se salve y viva!» (v.23). Y Jesús le dice: «No temas; solamente ten fe» (v.36). Ambas situaciones dan lugar a la expresión de la fe en Jesús, de la fe en su corazón bondadoso y compasivo. Él hará lo que sea para liberarlos de las dos angustiosas situaciones.

Pero hay más: en ambas situaciones Jesús muestra, más allá de su poder curativo, cuál es su misión, cuál el Reino que viene a instaurar. Jesús viene a liberar de la marginación, del olvido y del abandono a quienes la sociedad rechaza, posterga y maltrata, y viene también a deshacer las falsas normas de las impurezas religiosas. Todos los hombres y mujeres, estemos al nivel que estemos, tenemos la misma dignidad. Es lo que hemos escuchado de san Pablo, pidiendo la solidaridad a los Corintios, para que «reine la igualdad» (2Co 8,14).

Jesús viene a anunciar y a instaurar un proyecto de vida, de vida ya aquí, desde los inicios hasta su término. Esta vida nuestra temporal es ya el anticipo de una vida nueva y llena para siempre, porque, como nos ha dicho el libro de la Sabiduría Dios creó al hombre «a imagen de su misma naturaleza» (Sb 2,23).



Es, en consecuencia, necesario tomar conciencia de esta imagen a la que hemos sido hechos, y vivir según quien más y mejor nos ha mostrado la imagen de Dios, o sea su propio Hijo encarnado en Jesús de Nazaret. ¿Qué actitud cabe adoptar frente a los que, si no oficialmente, sí de hecho, viven, por lo que sea, marginados de nuestra sociedad? ¿Qué grado de solidaridad alcanzamos con quienes sufren en estos momentos de crisis? ¿Y nuestra actitud ante cierta banalización, promovida o consentida en ciertas instancias de nuestra sociedad, de la vida humana en su momento inicial, en su proceso o en la recta final? ¿Nos sentimos llamados a ser colaboradores de la misión de Jesús?

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