La Transfiguración del Señor



A juicio de Teilhard de Chardin es «el misterio más bello de Cristo». No aparece entre los artículos del Credo, es cierto, pero algo fuera de lo común debe de haber en él para que la Iglesia lo celebre no sólo en el segundo domingo de Cuaresma, sino también el 6 de agosto. Existen indicios de su fiesta por el siglo IV en Armenia, mitad del VII en Jerusalén y con seguridad en el calendario bizantino del siglo VIII. España lo conserva en sus celebraciones desde el IX, y Calixto III instaura su fiesta para la Iglesia latina en 1457, como acción de gracias por la victoria de Belgrado contra los turcos (22.07.1456).

Los místicos y maestros del espíritu, cuando explican los grados de oración, hablan de la luz tabórica, en recuerdo del Monte Tabor, privilegiada cumbre de Tierra Santa donde tuvo lugar este misterio, dentro del contexto de la fiesta de las Tiendas o Sucot. La Transfiguración de Jesús constituye el misterio central de la teología de Gregorio Palamas, arzobispo de Tesalónica, por ejemplo, a cuyo entender la luz divina y divinizante del Tabor es la gracia, por supuesto. No se dio allí –dirán algunos teólogos orientales-- ningún cambio en Jesús, pero sí una transformación en los apóstoles; éstos, por la gracia divina, recibieron la facultad de ver a Jesús tal como es: cegador en su luz divina. De modo que quienes se hacen dignos del reino de Dios gozan desde ahora de la visión de la luz increada, como los apóstoles en el monte Tabor.



Y es que Jesucristo, en particular este Jesús transfigurado del Tabor, es también la imagen del orante, del contemplativo, de aquel a quien Jesús invita –como hizo con los apóstoles-, a subir a la montaña con él para orar. En el Tabor se revela la gloria de Cristo de la que participan también los discípulos que oran como él y con él. Nos ofrece –con fidelidad icónica- la narración evangélica de la Transfiguración, concentrándola en una visión total y dinámica.

La asociación de la luz a la esencia de Dios es repetitiva en la Biblia, donde en forma directa o indirecta se menciona el término “luz” 350 veces, dejándonos bien clara la asociación de la luz con Dios, y la de la oscuridad o tinieblas con el demonio. Ya en los primeros versículos del Génesis, se pone de manifiesto la antítesis luz-tinieblas. Lo primero que Dios hizo al crear el mundo fue borrar las tinieblas con la luz, porque las tinieblas u oscuridad no existen como entidad con propio ser, sino que simplemente son la ausencia de la luz, al igual que el mal en sí, no es más que la ausencia del Sumo Bien que es Dios.



Por otra parte, cuando san Juan Pablo II introdujo en el rezo del Santo Rosario los misterios luminosos, reservados al jueves, dispuso que la Transfiguración del Señor fuera el 4º de dichos misterios. Sabido es, en fin, que el beato Pablo VI siempre profesó gran devoción hacia este misterio. De hecho, hay en su vida dos fechas emblemáticas que así lo corroboran: una es el 6 de agosto de 1964, día elegido para la firma de su primera encíclica Eclesiam suam, verdadero monumento al diálogo; y la otra es el 6 de agosto de 1978, el de su partida hacia la casa del Padre, el de la noche transfigurada.

Ese día era domingo: él se fue a descansar en la paz del Señor a las 21,40, pero antes, a las 12:00h, su grave enfermedad le había impedido asomarse a la ventana y rezar el Ángelus con los fieles. Días atrás, no obstante, se había preocupado de preparar su alocución dominical, que el Vaticano, con laudable criterio, haría pública después de su muerte. Era esta:

«La Transfiguración del Señor, recordada por la liturgia en la solemnidad de hoy, proyecta una luz deslumbrante sobre nuestra vida diaria y nos lleva a dirigir la mente al destino inmortal que este hecho esconde. En la cima del Tabor, durante unos instantes, Cristo levanta el velo que oculta el resplandor de su divinidad y se manifiesta a los testigos elegidos como es realmente, el Hijo de Dios, “el esplendor de la gloria del Padre y la imagen de su substancia” (cf. Heb 1, 5); pero al mismo tiempo desvela el destino trascendente de nuestra naturaleza humana que Él ha tomado para salvarnos, destinada también ésta (por haber sido redimida por su sacrificio de amor irrevocable) a participar en la plenitud de la vida, en la “herencia de los santos en la luz” (Col 1, 12).

Ese cuerpo que se transfigura ante los ojos atónitos de los Apóstoles es el cuerpo de Cristo nuestro hermano, pero es también nuestro cuerpo destinado a la gloria; la luz que le inunda es y será también nuestra parte de herencia y de esplendor. Estamos llamados a compartir tan gran gloria, porque somos “partícipes de la divina naturaleza” (2 Pe 1.4). Nos espera una suerte incomparable, en el caso de que hayamos hecho honor a nuestra vocación cristiana y hayamos vivido con la lógica consecuencia de palabras y comportamiento, a que nos obligan los compromisos de nuestro bautismo».

La Transfiguración irradia tres grandes verdades relativas al sacrosanto misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Son ellas: 1) Alejar el escándalo de la cruz; 2) Fundamentar la esperanza de la Santa Iglesia; 3) Revelar a Cristo como Palabra de Dios.



Alejar el escándalo de la cruz equivale a evitar que la humillación de la pasión voluntaria conturbara la fe de aquellos a quienes se había revelado la excelencia de la dignidad escondida. Fundamentar la esperanza de la Santa Iglesia, denota que dicho misterio se propuso reafirmar la fe de los Apóstoles en la verdad de la Resurrección, ya que el cuerpo de Cristo, en su totalidad, podría comprender cuál habría de ser su transformación. Revelar a Cristo como Palabra de Dios supone hacer de Cristo el gozne de ambos Testamentos.

Junto a Jesús en el Tabor aparecen Moisés y Elías hablando con él de la Pasión que de allí a poco éste habría de padecer. Moisés representando a la Ley, y Elías a los Profetas, las dos partes fundamentales del Antiguo Testamento. El Nuevo queda representado por los tres predilectos, y, de forma especial, por el propio Jesús, que estaba en medio. Ambos Testamentos, pues, se apoyan entre sí. Ambos son una sola Palabra.

Jesús es esa sola Palabra (Este es mi Hijo…escuchadlo). En este evento, dicha Palabra, confirma la fe de la Iglesia, según la cual: -nadie debe avergonzarse de la Cruz de Cristo; -nadie temer que sus dolores no tengan recompensa; -nadie, por último, desconfiar de una resurrección gloriosa.

«San Lucas subraya que Jesús subió a un monte "para orar" (Lc 9, 28) juntamente con los apóstoles Pedro, Santiago y Juan y, "mientras oraba" (Lc 9, 29), se verificó el luminoso misterio de su transfiguración. Por tanto, para los tres Apóstoles subir al monte significó participar en la oración de Jesús, que se retiraba a menudo a orar, especialmente al alba y después del ocaso, y a veces durante toda la noche. Pero sólo aquella vez, en el monte, quiso manifestar a sus amigos la luz interior que lo colmaba cuando oraba: su rostro —leemos en el evangelio— se iluminó y sus vestidos dejaron transparentar el esplendor de la Persona divina del Verbo encarnado (cf. Lc 9, 29).

Hay en san Lucas, además, otro detalle digno de nota: el objeto de la conversación de Jesús con Moisés y Elías. Ellos —narra el evangelista— “hablaban de su muerte (en griego éxodos), que iba a consumar en Jerusalén” (Lc 9, 31). Jesús, por consiguiente, escucha la Ley y los Profetas, que le hablan de su muerte y su resurrección. En el diálogo íntimo con el Padre, en cambio, no sale de la historia, no huye de la misión por la que ha venido al mundo, aunque sabe que para llegar a la gloria deberá pasar por la cruz. Más aún, Cristo entra más profundamente en esta misión adhiriéndose con todo su ser a la voluntad del Padre, y nos muestra que la verdadera oración consiste precisamente en unir nuestra voluntad a la de Dios.

Para un cristiano, por tanto, orar no equivale a evadirse de la realidad ni de las responsabilidades que implica, sino asumirlas en plenitud, confiando en el amor fiel e inagotable del Señor. La Transfiguración es, por eso, paradójicamente, la verificación de la agonía en Getsemaní (cf. Lc 22, 39-46). Ante la inminencia de la Pasión, Jesús experimentará una angustia mortal, y aceptará la voluntad divina; en ese momento, su oración será prenda de salvación para todos nosotros. En efecto, Cristo suplicará al Padre celestial que «lo salve de la muerte" y, como escribe el autor de la carta a los Hebreos, “fue escuchado por su actitud reverente” (Hb 5,7). La resurrección es la prueba de que su súplica fue escuchada» (Benedicto XVI, 4.03.2007).

Durante la Cuaresma, de hecho, la liturgia, después de habernos invitado a seguir a Jesús en el desierto para afrontar y superar con él las tentaciones, nos propone subir con él al «monte» de la oración, para contemplar en su rostro humano la luz gloriosa de Dios. Mateo, Marcos y Lucas atestiguan concordes el episodio de la Transfiguración. Los elementos esenciales son dos: en primer lugar, Jesús sube con sus discípulos Pedro, Santiago y Juan a un monte alto, y allí “se transfiguró delante de ellos” (Mc 9, 2), su rostro y sus vestidos irradiaron una luz brillante, mientras que junto a él aparecieron Moisés y Elías; y, en segundo lugar, una nube envolvió la cumbre del monte y de ella salió una voz que decía: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo” (Mc 9, 7). Por lo tanto, la luz y la voz: la luz divina que resplandece en el rostro de Jesús, y la voz del Padre celestial que da testimonio de él y manda escucharlo.



El misterio de la Transfiguración no se debe separar del contexto del camino que Jesús está recorriendo. Ya se ha dirigido decididamente hacia el cumplimiento de su misión, a sabiendas de que, para llegar a la resurrección, tendrá que pasar por la pasión y la muerte de cruz. De esto les ha hablado abiertamente a sus discípulos, los cuales, sin embargo, no han entendido. Peor aún: han rechazado esta perspectiva porque no piensan como Dios, sino como los hombres (cf. Mt 16, 23). Por eso Jesús lleva consigo a tres de ellos al monte y les revela su gloria divina, esplendor de Verdad y de Amor.

Quiere Jesús que esta luz ilumine sus corazones cuando pasen por la densa oscuridad de su pasión y muerte, y el escándalo de la cruz sea insoportable para ellos. Dios es luz, y Jesús quiere dar a sus amigos más íntimos la experiencia de esta luz, que habita en él. Así, tras este episodio, él será en ellos una luz interior, capaz de protegerlos de los asaltos de las tinieblas. Incluso en la noche más oscura, Jesús es la luz que nunca se apaga. San Agustín resume este misterio con una expresión muy bella. Dice: «Lo que para los ojos del cuerpo es el sol que vemos, lo es [Cristo] para los ojos del corazón» (Sermón 78, 2).

«Todos necesitamos luz interior para superar las pruebas de la vida. Esta luz viene de Dios, y nos la da Cristo, en quien habita la plenitud de la divinidad (cf. Col 2,9). Subamos con Jesús al monte de la oración y, contemplando su rostro lleno de amor y de verdad, dejémonos colmar interiormente de su luz» (Benedicto XVI, 4-3-2012).

Cuando se tiene la gracia de vivir una fuerte experiencia de Dios, es como si se viviera algo semejante a lo que les sucedió a los discípulos durante la Transfiguración: por un momento se gusta anticipadamente algo de lo que constituirá la bienaventuranza del paraíso. En general, se trata de breves experiencias que Dios concede a veces, especialmente con vistas a duras pruebas. Pero a nadie se le concede vivir «en el Tabor» mientras está en esta tierra.

En efecto, la existencia humana es un camino de fe y, como tal, transcurre más en la penumbra que a plena luz, con momentos de oscuridad e, incluso, de tinieblas. Mientras estamos aquí, nuestra relación con Dios se realiza más en la escucha que en la visión; y la misma contemplación se realiza, por decirlo así, con los ojos cerrados, gracias a la luz interior encendida en nosotros por la palabra de Dios» (Benedicto XVI: 12.03.2006).

«Al cubrirlos a todos la nube y hacer en cierto modo una sola tienda –puntualiza san Agustín--, sonó desde ella una voz que decía: Éste es mi hijo amado (Mt 17,5). Allí estaba Moisés, allí Elías. No se dijo: “Estos son mis hijos amados”. Una cosa es, en efecto, el Único, y otra los adoptados. Se recomendaba a aquél de donde procedía la gloria a la ley y los profetas: Éste es, dice, mi hijo amado, en quien me he complacido; escuchadle (Mt 17,5), puesto que en los profetas a él escuchasteis y lo mismo en la ley. Y ¿dónde no le oísteis a él? Oído esto, cayeron a tierra. Ya se nos manifiesta en la Iglesia el reino de Dios. En ella está el Señor, la ley y los profetas; pero el Señor como Señor; la ley en Moisés, la profecía en Elías, en condición de servidores, de ministros. Ellos, como vasos; él, como fuente. Moisés y los profetas hablaban y escribían, pero cuanto fluía de ellos, de él lo tomaban» (Sermón 78,4).

«El mismo Jesús resplandeció como el sol, para significar que él es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo […--prosigue de nuevo san Agustín--…]Desciende, Pedro. Querías descansar en la montaña, pero desciende […] para poseer en la caridad, por el candor y la belleza de las buenas obras, lo simbolizado en las blancas vestiduras del Señor» (Sermón 78, 2.4.6).

Cerrado piadosamente el luminoso episodio evangélico de tan singular cristofanía, a uno, la verdad, le asalta esta pregunta final: ¿Fue de veras la Transfiguración un milagro, o más bien la suspensión del permanente milagro que su vida pública suponía, cuando él se comportaba como un hombre más, siendo así que el esplendor de su divinidad estaba continuamente cubierto por el velo de su naturaleza mortal?

Dejemos a la fantasía volar y al alma engolfarse en el misterio. Ya es curioso, después de todo, que la Transfiguración ocurriera en la cima del Tabor, y que allí quedara en suspenso ese otro milagro de su divinidad cubierta por el velo del abajamiento (kénosis). Los predilectos miraban atónitos, dentro de la nube. Su estupor subió de pronto, cuando volvieron a ver solo a Jesús. ¿Pesadilla? ¡Había sido el delirio! Una verdadera estupefacción cuya dosis Jesús mismo vino a recrecer cuando, al bajar de la montaña, les ordenó tener la boca cerrada “hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos” (Mt 17,9).



Allí tendría que haber estado Caifás… perdiendo el turbante de puro estar él mismo perdido y turbado entre la nube… ¿Hubiera reaccionado como Saulo de Tarso en Damasco? Desde la sublimidad del misterio todo es posible. Sea como fuere, un principio de respuesta tal vez nos venga del propio Pablo: “De haber conocido (la sabiduría de Dios) no hubieran crucificado al Señor de la Gloria” (1 Co 2,8). Pero una cosa es la sabiduría de Dios, y otra bien distinta la de los hombres.

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