El buen Pastor




La sagrada liturgia nos presenta en el IV domingo de Pascua a Jesús como el buen Pastor. De ahí que también hoy se celebre la Jornada mundial de oración por las vocaciones. En todos los continentes, las comunidades eclesiales imploran al unísono del Señor numerosas y santas vocaciones al sacerdocio, a la vida consagrada y misionera, y al matrimonio cristiano. En la experiencia de san Pablo, a quien el Señor llamó para ser «ministro del Evangelio», vocación y misión son inseparables. Constituye por eso un modelo para todos los hombres y mujeres dados al anuncio de Cristo entre quienes aún no lo conocen.

Este servicio misionero lo realizan en primer lugar los sacerdotes, dispensando la palabra de Dios y los sacramentos a la vez que manifestando mediante su caridad pastoral con todos, sobremanera con enfermos, pequeños y pobres, la presencia sanadora de Jesucristo. A todos une un mismo objetivo: testimoniar antes que nada la primacía de Dios y difundir su reino en los ámbitos todos de la sociedad. El beato Pablo VI dejó escrito que la mayoría «son emprendedores y su apostolado está frecuentemente marcado por una originalidad y una imaginación que suscitan admiración. Son generosos: no raras veces se les encuentra en la vanguardia de la misión y afrontando los más grandes riesgos para su salud y su propia vida» (Evangelii nuntiandi, 69).

El IV domingo de Pascua, por otra parte, nos presenta uno de los iconos más bellos que, desde los primeros siglos de la Iglesia, han representado al Señor Jesús: el del buen Pastor. El Evangelio de san Juan, en el capítulo décimo, nos describe los rasgos peculiares de la relación entre Cristo pastor y su rebaño, tan íntima ella que nadie podrá jamás arrebatar las ovejas de su mano. De hecho, a él están unidas por un vínculo de amor y de conocimiento recíproco, que les garantiza el don inconmensurable de la vida eterna.

El Evangelista, por lo demás, presenta de igual modo la actitud del rebaño hacia el buen Pastor, Cristo, con dos verbos específicos: escuchar y seguir. Designan uno y otro las características fundamentales de quienes viven el seguimiento del Señor. Ante todo la escucha de su Palabra, de la que nace y se alimenta la fe. Sólo quien está atento a la voz del Señor es capaz de evaluar en su propia conciencia las decisiones correctas para obrar según Dios. De la escucha deriva, luego, el seguir a Jesús: se actúa como discípulos después de haber escuchado y acogido interiormente las enseñanzas del divino Maestro, para vivirlas cada día. Aquí, pues, seguir es sinónimo de acoger.



En este domingo, en fin, cumple encomendar a Dios a los pastores todos de la Iglesia y en particular rezar por las vocaciones al sacerdocio en esta Jornada mundial de oración por las vocaciones, para que no falten nunca obreros válidos en la mies del Señor. Las vocaciones crecen y maduran en las Iglesias particulares, ayudadas por ambientes familiares sanos y robustecidos por espíritu de fe, de caridad y de piedad. Una vocación –decía Benedicto XVI en 2011-- se realiza cuando se sale «de su propia voluntad cerrada en sí misma, de su idea de autorrealización, para sumergirse en otra voluntad, la de Dios, y dejarse guiar por ella» (L’Osservatore Romano, ed. en lengua española, 13-02- 2011, p. 4).

También ahora, cuando la voz del Señor corre el riesgo de verse ahogada por muchas otras voces, cada comunidad eclesial está llamada a promover y cuidar las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Los hombres siempre tienen necesidad de Dios, siempre. También en nuestro mundo tecnológico. Por eso mismo habrá siempre necesidad de pastores que anuncien su Palabra y que ayuden a encontrar al Señor en los sacramentos.

La tradición romana de celebrar las ordenaciones sacerdotales en este IV domingo de Pascua contiene gran riqueza de significado ligada a la convergencia entre la Palabra de Dios, el rito litúrgico y el tiempo pascual en que se sitúa. Sobre todo la figura del pastor, tan relevante en la Sagrada Escritura y de tanta importancia para la definición del sacerdote, adquiere su plena claridad y sentido en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo.

El pasaje evangélico del capítulo 10 de san Juan que comienza precisamente con la afirmación de Jesús: «Yo soy el buen pastor», prosigue luego con la primera característica fundamental: «El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11), culmen de la revelación de Dios como pastor de su pueblo, es decir, precisamente de Jesús que muere en la cruz y resucita del sepulcro al tercer día. Pero que resucita con toda su humanidad, lo cual nos involucra, a cada hombre, en su paso de la muerte a la vida. Acontecimiento es este —la Pascua de Cristo—, en que se realiza plena y definitivamente la obra pastoral de Dios y, a la vez, acontecimiento sacrificial: de ahí que el Buen Pastor y el Sumo Sacerdote coincidan en la persona de Jesús que ha dado la vida por nosotros.

Porque «el buen pastor da su vida por la ovejas» (Jn 10, 11). Jesús insiste en esta característica esencial del verdadero pastor que es él mismo: «dar la propia vida». Tres veces lo repite, para concluir: «Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre» (Jn 10, 17-18). La figura bíblica del rey-pastor, en este mismo orden de cosas, que comprende principalmente la tarea de regir el pueblo de Dios, de mantenerlo unido y guiarlo, toda esta función real se realiza plenamente en Jesucristo en la dimensión sacrificial, en el ofrecimiento de la vida. O sea: en el misterio de la cruz, acto supremo de humildad y de amor oblativo.



También el presbítero está llamado a vivir en sí mismo lo que experimentó Jesús en primera persona, a saber: entregarse plenamente a la predicación y a la sanación del hombre de todo mal de cuerpo y espíritu, y después, al final, resumir todo en el gesto supremo de «dar la vida» por los hombres, gesto que halla su expresión sacramental en la Eucaristía, memorial perpetuo de la Pascua de Jesús. Sólo a través de esta «puerta» del sacrificio pascual los hombres y las mujeres de todo tiempo y lugar pueden entrar a la vida eterna. A través de esta «vía santa» pueden cumplir el éxodo que les conduce a la «tierra prometida» de la verdadera libertad, a las «verdes praderas» de la paz y de la alegría sin fin (cf. Jn 10, 7. 9; Sal 77, 14. 20-21; Sal 23, 2).

«Ambas cosas –dice san Agustín-- están allí: Yo soy la puerta y Yo soy el pastor (Jn 10, 11.9 etc.). Es puerta en relación a la Cabeza; es pastor en relación al Cuerpo […] ¿Quién entra por la puerta? Quien entra por Cristo. Y ¿quién es éste? Quien imita la pasión de Cristo, quien conoce la humildad de Cristo; y pues Dios se hizo por nosotros hombre, reconozca el hombre que no es Dios, sino un mero hombre. Quien, en efecto, quiere dárselas de Dios no siendo más que hombre, no imita ciertamente al que, siendo Dios, se hizo hombre. A ti no se te dice: “Sé algo menos de lo que eres”, sino: “Conoce lo que eres”. Conócete débil, conócete hombre, conócete pecador, conoce ser Dios quien justifica, conócete manchado. Pon al raso en la confesión la mancha de tu corazón, y pertenecerás al rebaño de Cristo; la confesión de los pecados suscitará en el Médico ganas de sanarte» (Serm. 137, 3-4).

Nótese bien que de pastor derivan los conceptos de vida, ejercicio, actuación pastoral. Dios, pastor de su pueblo, debía darle, en los tiempos mesiánicos, a su pueblo un pastor elegido por él. Porque la Iglesia, según afirma el Vaticano II en la constitución Lumen gentium, es el Pueblo de Dios. Al declararse el buen pastor, Jesús plantea una reivindicación mesiánica (contra los fariseos). No es que sea solo buen pastor. Es el buen pastor; el pastor por antonomasia. Pero por eso mismo es también la Puerta.



La puerta en este caso legitima o deslegitima al buen pastor. ¿Cómo?: «El que no entra por la puerta en el redil…». ¿Quién entra por la puerta? El que lo hace por Cristo. ¿Y quién lo hace por Cristo? Quien conoce la humildad de Cristo. De donde sale como conclusión que pasar por la puerta equivale a pasar por Cristo. Y ese pasar por y con Cristo no es sino la Pascua. Viene muy oportunamente aquí el concepto de los Jubileos. En los Años jubilares, pasar por la puerta santa es tanto como atravesar la puerta del perdón. Jesús se nos presenta, a la luz del Evangelio, como el verdadero guía que salva, a diferencia de los otros pastores. Defiende su rebaño y da su vida por él. Bien está este Domingo de Cristo el buen pastor; de Cristo-Cabeza, Rey de los pastores. De Cristo, Pastor de los pastores, que dirá san Agustín (Serm. 46).

La puerta, siendo así, es Él mismo (Jn 10,9). «Pues la hemos descubierto, entremos, o gocémonos de haber entrado –comenta el Pastor de almas Agustín de Hipona--. Todos los que han venido son ladrones y salteadores. ¿Qué entiendes, Señor, por Todos los que han venido? ¿No has venido tú también? Compréndelo. Dije: Todos los que han venido, extraños a mí. Recordemos un poco. Antes de su venida vinieron los profetas. ¿Eran ellos ladrones y salteadores? Ni pensarlo. No eran extraños a Él, pues venían con Él. Porque Él había de venir, enviaba por delante pregoneros; pero Él moraba en el corazón de aquellos que enviaba. ¿Queréis saber que vinieron con Él, que es siempre? Tomó carne en el tiempo, pero Él es siempre. En el principio era el Verbo (Jn 1,1). Con Él, pues, vinieron quienes vinieron con el Verbo de Dios. Yo soy, dice, el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6). Si Él es la verdad, con Él vinieron quienes predicaron la verdad. Luego todos los extraños a Él son ladrones y salteadores, esto es, vienen para robar y matar» (In Io. eu. tr. 45, 8).

Tiene Fray Luis de León una obra inmortal titulada De los nombres de Cristo en la que, como no podía ser menos, figura, entre otros que el Espíritu Santo le da en la divina Escritura, el de Pastor. Lo que Fray Luis comenta en este bello título de Pastor podría ser la mejor homilía para este IV Domingo de Pascua. Sirva de colofón este largo fragmento, a cuyo lirismo y belleza se une la hondura de su pensamiento:




«Demás (= además) de que todo su obrar es amor, la afición y la terneza de entrañas, y la solicitud y cuidado amoroso, y el encendimiento e intensión (= intensidad) de voluntad con que siempre hace esas mismas obras de amor que por nosotros obró, excede todo cuanto se puede imaginar y decir. No hay madre así (= tan) solícita, ni esposa así blanda, ni corazón de amor así tierno y vencido (= rendido), ni título ninguno de amistad así puesto en fineza, que le iguale o le llegue.

Porque antes que le amemos nos ama; y, ofendiéndole y despreciándole locamente, nos busca; y no puede tanto la ceguedad de mi vista ni mi obstinada dureza, que no pueda más la blandura ardiente de su misericordia dulcísima. Madruga, durmiendo nosotros descuidados del peligro que nos amenaza. Madruga, digo, antes que amanezca se levanta; o, por decir verdad, no duerme ni reposa, sino, asido siempre a la aldaba de nuestro corazón, de contino (= continuo) y a todas horas le hiere y le dice, como en los Cantares se escribe (Cant 5,2): Ábreme, hermana mía, Amiga mía, Esposa mía, ábreme; que la cabeza traigo llena de rocío, y las guedejas de mis cabellos llenas de gotas de la noche. No duerme, dice David (Sal 120,4), ni se adormece el que guarda a Israel» (Los nombres de Cristo. L.1. Pastor: BAC 3/I [Madrid 1957, 4ª edición corregida y aumentada] p. 471).

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