De campanadas y balances



Con la que ha caído desde aquel año de gracia 1968 («año de la fe que se convierte en esperanza»), cuando el hoy beato Pablo VI determinó instituir «El Día de la Paz» en todo el mundo fijando como fecha el primer día del año civil, 1 de enero de 1968, disponemos de sobrados elementos de análisis para concluir, sin riesgo a equivocarnos, si somos o no somos hombres de paz. Todos los finales de año, entre campanadas, fuegos artificiales y uvas punto en boca, nos da por lo mismo: por hacer balance, como si no tuviéramos a mano mejores cosas que hacer. Ponemos cara de solemnidad, bolígrafo en ristre y presto al cómputo. Nuestra memoria recuerda esto, aquello o lo demás allá, ocurrido en el mes de cuyo nombre no quiero acordarme… Con un mínimo asomo de prosopopeya le damos con el dedito cursi al Samsung Galaxy S7 al objeto de que la memoria no se fatigue. ¿Y todo para qué? Para llegar a la conclusión de que el mundo continúa su camino de imperfección.

Si el balance sale a mayor escala, de varios lustros al menos, por ejemplo, el resultado no hará sino abundar y sobreabundar en el desanclaje de las utopías. Cae uno pronto en la cuenta de que los escenarios de la Historia Sagrada están ahora mismo que arden. Sobre poco más o menos como diez años atrás. Israel prepara la guerra total contra Hamás mientras Palestina no acaba de conseguir la declaración de Estado palestino. La ONU –«un club de gente para pasárselo bien» (Trump dixit)- exige el «cese inmediato» de la violencia en Siria, por elegir el país más a mano, sin reparar ni mucho ni poco en la leonera que allí le deja en herencia el mediocre Obama, ni tampoco pararse a pensar que la Magdalena dista mucho de estar precisamente para tafetanes. Algunos economistas proponen la solución para el año entrante: «trabajar más y ganar menos». Así, cualquiera. Pero la oferta no acaba de provocar ese entusiasmo indescriptible que a todo amigo de la economía le encantaría tener. De modo que lo comido por lo servido. Y ni eso.

Lo peor en casos así es caer en la tristeza, que algunos teólogos medievales consideraron pecado, a pesar de que en aquel entonces no se hablaba de teoría cuántica ni de la materia oscura. Hay que huir de la brumosa tristeza, pues, aunque ella siga nuestro rastro, como la serpiente sigue al del conejillo de Indias. La crisis será «cruel, brutal y larga», terciaba por ahí no hace mucho un Nobel de Economía cuya ocupación ya se ve que podía ser ostensiblemente mejorable. Menos mal que en España hemos conseguido, por fin, acabar con el sainete político de los 315 días de Gobierno en funciones, que también son ganas de marear la perdiz para que nada funcione y todo siga su propia inercia. Hasta cuándo, será cuestión de preguntárselo al rosarino Echenique, el de no más inteligencia que un alfeñique. Más nos valdrá, pues, no hacer balance y mirar para el frente. Camilo José Cela solía decir que mejor mirar hacia otra parte y barajar.



Benjamín Netanyahu ha llamado a sus ministros a cerrar filas ante las nuevas presiones de la comunidad internacional que, según auguró, se ciernen sobre Israel. El primer ministro de peinado apaisado advirtió el domingo 25 en la reunión del Gabinete de Seguridad, que agrupa las carteras clave del Ejecutivo, de que en la conferencia de Ministros de Exteriores convocada en París el próximo 15 de enero unos 70 países se disponen a adoptar acuerdos sobre el proceso de paz en Oriente Próximo. Unos acuerdos que no auguran nada bueno para Israel, por supuesto, aunque luego termine pagando los platos rotos, como siempre, Palestina.

El caso es que el jefe de Gobierno Netanyahu expresó su temor a que dichas medidas puedan ser sometidas al Consejo de Seguridad de la ONU. Con el relato elaborado el pasado lunes 26 por la prensa israelí, el Estado judío puede recibir un nuevo revés antes de que Donal Trump tome posesión de la presidencia de Estados Unidos, apenas cinco días después de la cumbre en la capital francesa. Y ya se sabe que Trump, de momento, no nos acaba de aclarar, calendario navideño en mano, si está más por el Viacrucis, que por Belén de Judá o por los Santos Inocentes. En cuanto a Netanyahu, no parece haber concluido todavía su viacrucis internacional en Navidad tras el voto de condena en Naciones Unidas a los asentamientos judíos en territorio ocupado palestino. Uno y otro siempre, Calvario y Belén, muy diverso escenario, las cosas como son.

A propósito de la llamada de la Iglesia católica a sus fieles para celebrar «la Jornada de la Paz» con las expresiones religiosas y morales propias de la fe cristiana, el beato Pablo VI se dignó precisar la obligación de recordar a cuantos quieran compartir la oportunidad de tal «Jornada», algunos puntos que deben caracterizarla. El primero, y por antonomasia, la necesidad de defender la paz frente a los peligros que siempre la amenazan.

Pero luego figuran los peligros de supervivencia de los egoísmos en las relaciones entre las naciones; de las violencias a que algunos pueblos pueden dejarse arrastrar por la desesperación, al no ver reconocido y respetado su derecho a la vida y a la dignidad humana; el hoy tremendamente acrecentado de recurrir a los terribles armamentos exterminadores de los que algunas Potencias disponen, empleando en ello enormes medios financieros, cuyo dispendio es motivo de penosa reflexión ante las graves necesidades que afligen el desarrollo de tantos otros pueblos. Y está igualmente, en resumen, el peligro de creer que las controversias internacionales no se pueden resolver por los caminos de la razón, es decir de las negociaciones fundadas en el derecho, la justicia, la equidad, sino sólo por los de las fuerzas espantosas y mortíferas. Es viejo ya ese adagio latino del si vis pacem para bellum («Si quieres la paz, prepárate para la guerra»). Pero acaso no le vaya a la zaga tampoco el permanente recurso al diálogo, cuando de diálogo tiene menos ingredientes que el caldo de un asilo. Habrá, pues, que arrimar material y dejarse de solo buenas maneras y zarandajas que a nada conducen.



Nada tan adecuado al honor de la festividad del 1 de enero, Santa María Madre de Dios, como la paz. Fue lo primero que los ángeles pregonaron desde las alturas en la Noche Santa del nacimiento del Señor. La paz es la que engendra los hijos de Dios, alimenta el amor y da pie a la unidad. Descanso de los bienaventurados y mansión de la eternidad, su fin propio y fruto específico consiste en que se unan a Dios los que el mismo Señor separa del mundo. La concordia es propia de hijos pacíficos. El nacimiento del Señor es el nacimiento de la paz. Él es nuestra paz. (S. León Magno, Serm. 6, 2-3). De ahí habrá que partir y por ahí empezar.

Y claro es que la paz no puede estar basada sobre una falsa retórica de palabras, bien recibidas porque responden a las profundas y genuinas aspiraciones de los hombres, pero que pueden también servir y han servido a veces, por desgracia, para esconder el vacío del verdadero espíritu y de reales intenciones de paz, si no directamente para cubrir sentimientos y acciones de prepotencia o intereses de parte. Ni se puede hablar legítimamente de paz –por mucho que lo hagan quienes se sienten tocados del divino don de la palabra-, donde no se reconocen ni se respetan los sólidos fundamentos de la paz: la sinceridad, es decir, la justicia y el amor en las relaciones entre los Estados y, en el ámbito de cada una de las Naciones, de los ciudadanos entre sí y con sus gobernantes.

La Paz está en la entraña de la religión cristiana, puesto que para el cristiano proclamar la paz es anunciar a Cristo; «Él es nuestra paz» (Ef. 2, 14); el suyo es «Evangelio de paz» (Ef. 6, 15): mediante su sacrificio en la Cruz, El realizó la reconciliación universal y nosotros, sus seguidores, estamos llamados a ser «operadores de la Paz» (Mt. 5, 9); y sólo del Evangelio, al fin, puede efectivamente brotar la Paz, no para hacer débiles ni flojos a los hombres, por supuesto, sino para sustituir, en sus espíritus, los impulsos de la violencia y de los abusos por las virtudes viriles de la razón y del corazón de un humanismo verdadero.

Urge por doquier hablar de Paz, educar al mundo para la Paz contra las premisas de la guerra que renacen (emulaciones nacionalistas, armamentos, provocaciones revolucionarias, odio de razas, espíritu de venganza, etc.) y contra las insidias de una táctica pacifista que adormece al adversario o debilita en los espíritus el sentido de la justicia, del deber y del sacrificio. Una Paz fundada sobre la verdad, la justicia, la libertad y el amor (San Juan XXIII, Pacem in terris). Que no falte la voz de nadie en el gran coro de la Iglesia y del mundo que invoca de Cristo, inmolado por nosotros, el dona nobis pacem (Pablo VI, 8.12.1967).

El que espera –decimos a veces- desespera, sobre todo si le han dejado sin paga de Navidad y le han mermado la de los otros meses. En todo caso, cumple seguir navegando sin caer en la tentación de darle con el remo en la cabeza a los insensatos que quieren disminuir el tamaño de nuestra barquilla. La pobre, mal que bien, se las ha arreglado para regresar siempre de los temporales. No como las pateras esas que se fueron a pique con su carga de negritud humana para hacer compañía para siempre a nereidas y galeones sumergidos.

Visto lo visto, nuestras vidas fugitivas están para pocos trotes, como comprobaron algunos poetas al tentarse la ropa y al tocarse el alma. No es que el mundo esté mal hecho –se dice por ahí-, sino que está sin hacer. Nos han confiado esa tarea a sus habitantes, que somos nosotros, pero nosotros no somos gente de fiar, y si no que se lo digan a tantos trincones de la pastizara que nunca se devuelve. Ni confiamos en los dioses, ni ellos confían en nosotros. Y así no hay manera. Menos mal que sí nos basta con fiarnos del Emmanuel, que por algo es Dios-con-nosotros.

El año se acaba, por supuesto, pero los días van a seguir. El que se despide sin ovaciones de la afición se va con mucha más pena que gloria. Pero también nosotros tenemos muchos quebraderos de cabeza, y no le damos a la caza alcance. Somos más brutos de lo que éramos el año pasado, pero no es eso lo peor, sino que vamos a obligar a serlo a los que vengan el año próximo. Los obligados balances reiteran el pasado inmediato, que no acaba de pasar cuando pasan las hojas del calendario. Lo que era inminente ha dejado de serlo porque pertenece al pasado. ¡Qué se va a hacer! Y nosotros con estos pelos.

Como todo está que arde no nos alarman los incendios. No nos llaman la atención únicamente nuestros deplorables políticos, o sea, los que hemos elegido, ya que no se presentan los que hubieran servido para representarnos. Nada más grave que la célebre «ausencia de los mejores» y es que los mejores, además de no ser tontos, son muy egoístas y se dedican a arreglar sus problemas personales delegando los otros en subalternos más o menos fugitivos. Que no nos hablen de ejemplaridad, aunque sea final de año y hayan pasado los Inocentes, porque los almanaques cambian pero los ejemplos no aparecen. Ni que estuvieran también ellos bajo mínimos. A lo mejor se los lleva por delante algún aparatoso descorche de Freixenet al sonar las campanadas…

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