Un corazón nuevo




Eso precisamente necesita la causa ecuménica. Eso pide el artífice de la unidad, o sea el Espíritu Santo. Eso, en fin, requieren las Iglesias para conducirse con sabiduría y buen pie rumbo a la meta saludable de la comunión. El apóstol san Pablo escribe a sus amadísimos Corintios esta bella frase con asomo de consigna: « El que está en Cristo es una nueva creación: pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Corintios 5,17). ¡Casi nada! Y es que Dios, que había creado todas las cosas por Cristo (cf. Juan 1,3), restauró su obra, desordenada por el pecado, re-creándola en Cristo (Colosenses 1, 15-20).

Luego resulta que el centro de esta «nueva creación, que afecta al universo todo», es aquí y en Gálatas 6,15, el «Hombre Nuevo» creado en Cristo para una vida nueva de justicia y santidad. La teología bautismal cifra toda su fuerza cambiante y transformadora ni más ni menos que en esta idea paradigma. Basta con echar mano de la teología comparada para comprender el porqué de cotejar con la predicha nueva creación el nuevo nacimiento del Bautismo (cf. Romanos 6,4). Tratando de alargar un poco el discurso, que siempre viene bien cuando el discurso es corto, llega uno a la conclusión del estrecho vínculo de la vida cristiana con estas reconfortantes imágenes. Y quien dice vida cristiana, puede también decir vida ecuménica.

Pocas verdades habrá tan relacionadas con el mensaje del corazón nuevo como la santa causa de la unidad. Adentrarse de lleno en lo que el ecumenismo exige, conlleva, pues, hacer propia la frase profética de Ezequiel: «Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo» (Ezequiel 36, 25-27:26). El Espíritu (soplo) de Dios que crea y anima a los seres, se apodera de los hombres para dotarles de un poder sobrehumano. Los tiempos mesiánicos van a caracterizarse por una efusión extraordinaria del Espíritu que alcanzará a todos los hombres para comunicarles carismas especiales. Pero el Espíritu será para cada uno, de forma, si se quiere, más misteriosa todavía, el principio de una renovación interior que le hará idóneo para observar fielmente la divina Ley.




El movimiento ecuménico reclama justamente esa extraordinaria eclosión pneumática, de alcance cósmico incluso; esa efusión, por así decir, mesiánica, que alcanzará a todos los hombres. Tendrá, pues, dimensión ecuménica, de suerte que el Espíritu, no en vano llamado artífice de la unidad de la Iglesia, según arriba dejo dicho, acabará por llegarse con su prodigiosa y misteriosa prodigalidad al corazón de cada obrero del ecumenismo, para renovar, por supuesto que de forma invisible a la vez que tangible, su interior hasta convertirlo, no sólo en observante de la divina Ley, sino en agente full time de la unidad cristiana.

Esta efusión del Espíritu de la que vengo hablando se efectuará por medio del Mesías, su primer beneficiario -¿quién no recuerda la todavía cercana festividad del Bautismo del Señor?- para realizar su obra de salvación. La unión con Cristo glorioso es, por de pronto, el principio de nueva vida. En cuanto a la alegría del salmista (Salmo 126), proviene de Dios y a Dios inclina y en Dios se renueva y a Dios conduce. Estar alegres, por eso, equivale a vivir de la alegría del Cielo y a proyectar nuestra alegría en el Dios que letifica nuestra juventud. ¿Y qué otra cosa, si no, puede ser, y es de hecho, la causa ecuménica, cuyos trabajadores diríase que se dejan la piel por acabar cuanto antes con las divisiones --secuelas siempre del pecado-- y por escalar, pese a lo dificultoso del objetivo, las sublimes cumbres de la comunión?

El exhorto paulino abunda en la necesidad de renovarse en Cristo: «Despojaos del hombre viejo con sus obras, y revestíos del hombre nuevo… Revestíos, pues, como elegidos de Dios…soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente…Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección. Y que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo Cuerpo» (Colosenses 3, 9-17).

Esto tiene toda la pinta de ser ecumenismo total, el ecumenismo todo-terreno, dado que sus principios reguladores reclaman la incesante renovación del corazón. Lo proclamó el Vaticano II con tanta claridad que parece mentira tener que aguantar aún a quienes se empecinan por negarlo: «El auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior. Porque es de la renovación interior, de la abnegación propia y de la libérrima efusión de la caridad de donde brotan y maduran los deseos de unidad» (Unitatis redintegratio, 7).

Para san Juan, renovarse en Cristo es como nacer del Espíritu, o de lo alto (Juan 3, 1-8). Pablo se encontró con Cristo, el Señor resucitado, y se convirtió en persona nueva, como le pasa a cuantos en Cristo creen. Vive Dios en nosotros por el poder del Espíritu y nos hace participar en la vida de la Trinidad adorable, «supremo modelo y supremo principio del misterio que es la unidad de la Iglesia» (Unitatis redintegratio, 2).

Gracias a este acto de nueva creación el pecado original queda superado y se nos inserta en una relación salvífica con Dios. De ahí que sea posible decir cosas verdaderamente extraordinarias y primorosas de nosotros. Lo afirmó san Pablo: en Cristo somos una nueva criatura; en su resurrección la muerte ha sido vencida; ninguna persona o cosa nos puede arrebatar de las manos de Dios; somos uno en Cristo y él vive en nosotros. En Cristo somos «un reino de sacerdotes» (Apocalipsis 5, 10), al darle gracias por haber vencido la muerte y al proclamar la promesa de una nueva creación. Esta nueva vida se hace visible cuando le permitimos que tome forma en nosotros y nos volvemos «humildes, pacientes y comprensivos». También tiene que hacerse visible en nuestras relaciones ecuménicas.

La suprema ciencia del ecumenismo consiste en ser uno en Cristo. Pero ser uno en Cristo va mucho más lejos de la pura filantropía y de la sincera amistad. Son no pocas las Iglesias convencidas de que cuanto más estemos en Cristo, más cerca también estaremos unas de otras. Ojalá este 500 aniversario de la Reforma nos permita recordar tanto los éxitos como las tragedias de nuestra historia. Nos apremia, ya lo creo, el amor de Cristo; y nos apremia a vivir, y vivir a tope, o sea como nuevas criaturas que buscan activamente la unidad y la reconciliación.

«Toda renovación de la Iglesia consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad hacia su vocación; por eso, sin duda, se explica por qué el movimiento tiende hacia la unidad» (Unitatis redintegratio, 6). Y es que dicha renovación no podría llegar a buen puerto sin el despliegue total de las velas que es la conversión del corazón. La cual «conversión del corazón y santidad de vida, junto con las oraciones públicas y privadas por la unidad de los cristianos, han de considerarse –dice llanamente el Concilio-- como alma de todo el movimiento ecuménico y con toda verdad pueden llamarse ecumenismo espiritual» (Unitatis redintegratio, 8). Son estos del Octavario, en suma, días especialmente indicados para la oración fraterna y compartida.

La invitación de san Pablo a los Tesalonicenses sigue siendo siempre actual de puro ser necesaria y, por ende, reiterativa, como el comer, o el dormir, o el respirar. Frente a las debilidades y los pecados que impiden aún la comunión plena de los cristianos, cada una de esas exhortaciones ha mantenido su pertinencia, pero eso es verdad de modo especial para el imperativo: «orad sin cesar» (1 Tesalonicenses 5, 17).

¿Qué sería del movimiento ecuménico sin la oración personal o común, para que «todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti»? (Juan 17, 21). ¿Dónde podremos encontrar el «impulso suplementario» de fe, caridad y esperanza que hoy necesita de modo particular nuestra búsqueda de la unidad? ¿Dónde si no es en ese coro polifónico de plegarias incesantes y comunitarias, preludio de una futura unión-comunión de las Iglesias?



Nuestro anhelo de unidad no debiera limitarse a ocasiones esporádicas, por ejemplo las que brinda todos los años el Octavario, sino que tendría más bien que formar parte integradora de toda nuestra vida de oración. En mi libro Apóstoles de la unidad (Ed. San Pablo, Madrid 2015) pretendo rendir homenaje a un puñado de hombres y mujeres cuyas vidas estuvieron marcadas por la solemne plegaria de Jesús al Padre en la última Cena, y cuyo constante anhelo de unidad no conoció tregua. Fueron apóstoles de una causa fascinante que no admite demoras, que procura también ella incesante alegría y que, por eso mismo, merece la pena impulsar y vivir.

Los artífices de la reconciliación y de la unidad en todas las épocas de la historia han sido hombres y mujeres formados en la palabra de Dios y en la oración. Ha sido la oración la que abrió el camino al movimiento ecuménico tal como lo conocemos hoy. De hecho, desde mediados del siglo XVIII, surgieron varios movimientos de renovación espiritual, deseosos de contribuir por medio de la oración a la promoción de la unidad de los cristianos. Y ahí siguen, remozados naturalmente, fomentados y embellecidos de forma oportuna y conveniente para regocijo de cuantos anhelan sentir con la Iglesia.

Desde el inicio, grupos de católicos, animados por destacadas personalidades religiosas, participaron activamente en esas iniciativas. A ellos, a su obediencia incondicional a la divina Palabra, a su estrechísima unión con el que todo lo puede, responde, sin duda, el milagro del ecumenismo.

De ahí que, al concluir la Semana de oración por la unidad de los cristianos, seamos aún más conscientes de que la obra del restablecimiento de la unidad, que requiere nuestra energía y nuestro esfuerzo, es en cualquier caso infinitamente superior a nuestras posibilidades. La unidad con Dios y con nuestros hermanos y hermanas es un don que viene de lo alto –él también oriens ex alto-, que brota de la comunión de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y que en ella se incrementa y se perfecciona.

¿Qué es lo que me ayuda a reconocer que soy una nueva creación en Cristo? Sin duda, el estar yo en Cristo y Cristo en mí. O también, mi esfuerzo por ser uno en Cristo dentro de un colectivo de hermanos pertenecientes a distintas Iglesias. Y ¿qué pasos cumple dar para vivir mi nueva vida en Cristo? Las implicaciones ecuménicas de ser una nueva creación son múltiples, desde luego. Tal vez nos ayude pensar que el Dios trino, se nos ha revelado como Padre y Creador, como Hijo y Salvador, como Espíritu y dador de vida, y sin embargo es uno. Supera y trasciende nuestras fronteras humanas y nos renueva. Canta sola y por sí misma la súplica: Danos un corazón nuevo para superar cuanto ponga en peligro nuestra unidad en ti. Cumple meditar esto y esto pedir en el nombre de Jesucristo, por el poder del Espíritu Santo.



El Octavario de la Christusfest contempla las implicaciones ecuménicas de un corazón nuevo teniendo muy presente el emblema de Lutero –La rosa blanca-, expresión gráfica de su teología. Cuando el Reformador de Wittenberg hubo de explicarlo se cuidó de aclarar los porqués de los signos elegidos: «En primer lugar, una cruz negra en medio de un corazón en su color natural me traerá a la memoria que la fe en el Crucificado nos da la bienaventuranza… Aunque la cruz es negra, pues mortifica y da dolor, deja el corazón en su propio color (rojo sanguíneo) porque no destruye la naturaleza, es decir, no lo mata, sino lo conserva vivo; el justo vivirá por la fe en el Crucificado. El corazón debe estar en medio de una rosa blanca para indicar que la fe da alegría, consolación y paz… Rosa blanca y no roja porque el color blanco es el de los espíritus y de los ángeles. La rosa está en un campo azul celeste porque esa alegría en espíritu y en fe es un principio de la futura alegría del cielo, internamente poseída ya en esperanza, pero no aún ostensible. En este campo, un círculo o anillo de oro, porque esa bienaventuranza celeste permanece eternamente, sin fin, y es más preciosa que todos los gozos y bienes, como el oro es el más alto, noble y precioso de los metales» (Briefwechsel [Epistolario], V, 445).

Conjuntamente con la Semana de oración, muchas comunidades religiosas y monásticas, animadas del paulino nos apremia el amor de Cristo invitan y ayudan a sus miembros a elevar oraciones al Cielo por la unidad de los cristianos. Fue así, en una ocasión similar, como la beata María Gabriela de la Unidad (1914-1936), monja trapense del monasterio de Grottaferrata (hoy en Vitorchiano), sintió la llamada de esta especial y particular vocación. Cuando su abadesa, Madre María Pía Gullini, animada por el abad Paul Couturier, invitó a las hermanas a orar y a entregarse por la unidad de los cristianos, sor María Gabriela se sintió inmediatamente impresionada, conmovida, tocada y comprometida con la propuesta. De suerte que no dudó en dedicar su joven existencia a esta gran causa.




San Juan Pablo II la beatificó en la basílica de San Pablo Extramuros el 25 de enero de 1983, durante la fiesta de la conversión de San Pablo y clausura de la Semana de oración por la unidad de los cristianos. En su homilía, subrayó los tres elementos sobre los cuales se construye la búsqueda de la unidad: la conversión, la cruz y la oración. Tres elementos sobre cuyo basamento se apoyaron la vida y el testimonio de sor María Gabriela. Hoy como ayer, el ecumenismo tiene gran necesidad del inmenso «monasterio invisible» del que hablaba el abad Paul Couturier, es decir, de la amplia comunidad de cristianos de todas las tradiciones que, sin hacer ruido, oran y ofrecen su vida para que se realice la unidad. El bien es de suyo silente, amoroso y eficaz. El estrépito, en cambio, es disolvente, ruidoso y montaraz. Acogido al «monasterio invisible», me apunto gustoso a ese bien ecuménico-monástico.

Volver arriba