« ¡No se dejen robar la esperanza! »



La frase corresponde al papa Francisco, quien la pronunció al término de la primera audiencia general de los miércoles, tenida el 1 de febrero de 2017. Al dirigirse como de costumbre a los peregrinos de los diversos países, animó concretamente a los de idioma árabe con este magnífico exhorto lleno de paz y optimismo. A fuer de preciso, diré que, concluido el resumen de la catequesis en italiano, un intérprete lo tradujo al árabe con estas palabras textuales: «Dirijo una cordial bienvenida a los peregrinos de idioma árabe, ¡en particular a los que vienen de Oriente Medio! Queridos hermanos y hermanas: la esperanza cristiana es una virtud humilde y fuerte que nos sostiene y no nos permite ahogarnos en las muchas dificultades de la vida porque es fuente de alegría y nos da paz en el corazón. ¡No se dejen robar la esperanza! ¡Que el Señor les bendiga!».

El ancho contexto de la frase no es otro, en realidad, que toda la catequesis de aquel miércoles; de novedoso y cualitativo tránsito ella, puesto que «en las catequesis pasadas –explicaba-- hemos empezado nuestro recorrido sobre el tema de la esperanza releyendo en esta perspectiva algunas páginas del Antiguo Testamento. Ahora queremos pasar a dar luz a la extraordinaria importancia que esta virtud asume en el Nuevo Testamento, cuando encuentra la novedad representada por Jesucristo y por el evento pascual». Francisco, en consecuencia, se limitó a saludar y animar a los sufridos fieles del Oriente Próximo poniendo buen cuidado en qué clase de esperanza les deseaba.

Se trataba de la esperanza cristiana. No era, pues, esperanza vana, que florece y no grana. Tampoco esperanza que es flor, y entretiene con su olor. Empezaba siendo, más bien, esperanza de bienes, de la que afirma el proverbio que «amanecerá Dios, y verá el ciego los espárragos». Francisco apuntaba más lejos aún, por supuesto. Ponía rumbo a la esperanza cristiana, de la que tan bellísimas páginas tiene escritas san Pablo Apóstol.

«Por nuestro Señor Jesucristo --dice Pablo en Romanos, por ejemplo,-- hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios» (Rm 5,2). La esperanza cristiana es la espera de los bienes escatológicos: la resurrección del cuerpo; la herencia de los santos; la vida eterna; la gloria; la visión de Dios; en una palabra, la salvación propia y de los demás. Designa primero la virtud que espera esos bienes, pero puede a veces significar también esos mismos bienes celestes.

Había dicho minutos antes el papa Francisco: «Esta es la esperanza cristiana. La esperanza cristiana es la espera de algo que ya ha sido cumplido y que realmente se realizará para cada uno de nosotros. También nuestra resurrección y la de los seres queridos difuntos, por tanto, no es algo que podrá suceder o no, sino que es una realidad cierta, en cuanto está enraizada en el evento de la resurrección de Cristo. Esperar, por tanto, significa aprender a vivir en la espera».



Se trataba justamente de la esperanza cristiana que por un tiempo los discípulos de Emaús llegaron a perder cuando se alejaron de Jerusalén, de la Comunidad creyente y esperanzada en el Cenáculo. Se alejaban desesperanzados, sí, que no desesperados, pero se alejaban. Viéndolos irse cabizbajos y pesarosos, hubiera sido posible apostillar con Alberti: «Se equivocó la paloma. Se equivocaba. Por ir al norte, fue al sur. Creyó que el trigo era agua. Se equivocaba…».

Y tuvo que ser el Resucitado mismo quien se encargara de volver a encender con la hoguera de su palabra misteriosa y misericordiosa, el mortecino fuego de la espera en esperanza al aire de la catequesis itinerante del «extraño» Peregrino, reconocido solo al partir el pan. ¿Qué habría sido de aquellos erráticos y atolondrados discípulos, de no haberles echado una mano con alta dosis de espera en esperanza la misma divina Misericordia?

Por supuesto que no se trata de forzar a los sufridos cristianos de Oriente Medio a que permanezcan en unas tierras donde queda no mucho más que miseria y escombros y cochambre y muerte y fuego a discreción. Les asiste todo el derecho del mundo a salir en busca de la paz, a seguir en pos del zureo de la paloma de la libertad por otros mares y otras latitudes y pendientes de que esta no se equivoque y resueltos, en fin, a proteger su fe de las asechanzas a barlovento y sotavento.

« ¡No se dejen robar la esperanza! ». Bonito título para una película. Francisco es admirable dejando titulares, que los periodistas luego, algunos, se encargan de distorsionar a gusto de puro querer llevar el agua a su molino. Es presumible imaginar que Francisco, al pronunciar esta bella frase, tuviera en la recámara del corazón tantas y tantas sublimes verdades acerca de las sufridas gentes de la emigración, comprendidos los últimos despropósitos alentados por el estrafalario Trump entre Israel y los Palestinos.

Tampoco sería descabellado suponer que, pronunciando tan reconfortador saludo, se prevaliera del horrible sufrimiento de los pobres emigrantes almacenado en sus pupilas a lo largo y ancho de los viajes relámpago que se tiene hechos a Lesbos, Lampedusa, y cien sitios más que le son referidos durante las audiencias. Y quién sabe si triste y cansado ya también él por tanto muro por ahí levantado para vergüenza de una civilización proteica y desaforada, insomne y cobarde. « ¡No se dejen robar la esperanza! ».



Leída esta frase despacio, uno echa pronto en falta la segunda parte, o sea como su complemento, que podría sonar así: “Porque hay quien se la quiere robar”. Y es que trincones y tironeros de tan noble virtud, desdichadamente, nunca faltan. Conviene, por eso, estar siempre sobre aviso.

Mirando hacia atrás con pena, el historiador británico Michael Mann, concluyó hace unos años que «el siglo XX ha sido un mal siglo». No conforme con establecer un diagnóstico que nadie podrá rebatirle y a pocos hará gracia, como no sea a los desgraciados que además sean imbéciles, pronosticó que «el siglo XXI será más sangriento que el XX». O sea, toda una indiscreta invitación al optimismo enclenque y desaliñado.

Se entiende que quienes estudian en profundidad la historia no tengan una buena opinión del ser humano, visto lo visto del pasado mugriento, y ello sin mucho esfuerzo valorativo y sin apenas confianza en el porvenir. Tampoco lo tenemos quienes no hemos hecho más que asomarnos, con cierta curiosidad, a esos estudios de un pretérito del que nunca podrá decirse que cualquier tiempo pasado fue mejor.

La llamada limpieza étnica --que es algo más serio que la diaria limpieza de la calle de en medio, también de la de enfrente, incluso de la que hace por la noche el camión de la basura--, se calcula que ha originado entre 60 y 120 millones de muertos durante el pasado siglo XX, que, como estadística, tampoco es que sea baja. Siempre son difíciles de contar y, por si fuera poco, algunos conflictos étnicos se entrecruzan con conflictos de clase o religiosos.

¿Son los historiadores acaso unos tipos zarrapastrosos y pesimistas, de esos que dicen «pasado mañana es lunes»? ¿Sospechan, tal vez, a la vista de algunos especímenes sueltos que el hombre sufre imperdonables errores de diseño? Se dice que la historia es la ciencia que recoge una de las formas en la que las cosas pudieron suceder, precisamente aquella en la que, en definitiva, sucedieron. Lo cierto, sin embargo, es que siempre ocurren de la misma manera: amontonando muertos. A poco más, entre Hitler y Stalin, juntos y por separado –que de todo hubo--, convierten este destartalado planeta nuestro en inmensa morgue de imposible limpieza terminal.

Con diferencia de grado, que no de esencia, la historia es una cadena de errores y de horrores, y no parece que Borges anduviera muy descaminado cuando decia que a ningún hombre le han tocado unos buenos tiempos para vivir. En el Siglo de Oro había muchos metales orinientos y la ‘belle epoque’ sólo debió de ser bella para unos pocos, que también son ganas de barrer para casa de las élites.

Sea como fuere, uno tiene la impresión de que, a veces, algunos profetas de calamidades debieran ahorrarse el esfuerzo y procurar ser algo más piadosos en sus conclusiones, más que nada para no desmoralizar a la población civil, que es la que aporta un mayor número de muertos en las guerras modernas. No está bien contemplar la historia a vista de pájaro de mal agüero, y menos del pájaro negro, que ese sí que se las trae.



Remedando a Blas de Otero suele repetirse que, al fin, nos queda la palabra. El poeta vasco sostenía que después de haber perdido toda la vida, lo único que le quedaba era la palabra. Otro tanto podrían afirmar ahora siguiendo a su célebre poeta y político senegalés Leopold Sédar Senghor tantos y tantos hijos de la negritud africana que en estos años de forzado exilio arriban de mala manera a nuestras costas atraídos por la paloma de la libertad.

Ojalá quepa decir otro tanto de la esperanza, la virtud de los que saben arriesgar, de los que prueban a decidirse sin miedo, de los que procuran resistir las embestidas del destino. Tantas y tantas veces esa palabra que nos queda, a la que nos aferramos como a clavo ardiendo, garantía de consuelo y providencial ancla de salvación, no es otra que la esperanza.

« ¡No se dejen robar la esperanza! ». Para muchos, tal vez se trate de una frase que no pasa del protocolario saludo de circunstancias: dicha al cierre de una audiencia. Francisco ciertamente se refería a la esperanza cristiana, repito, virtud por él mismo calificada de «humilde y fuerte, que nos sostiene y no nos permite ahogarnos en las muchas dificultades de la vida, porque es fuente de alegría y nos da paz en el corazón».

Noble virtud, asidero de ilusiones y ansias de cielo, a la que años atrás dediqué unos versos que aquí traigo para serena y oportuna conclusión del exhorto papal que me ha ocupado en este artículo, lleno de ternura él y dirigido a los peregrinos de idioma árabe:

La esperanza

«Motor que mueve al mundo, virtud de la esperanza,
viva llama de anhelos, manantial de energía,
que ayudas en la prueba y acabas sin tardanza
con el tedio que nace de la melancolía.

Alborada en el alma, grácil fuerza que danza,
teologal hermosura, cielo azul cada día,
frente a las decepciones blanca punta de lanza,
galaxia de ilusiones y causa de alegría.

Si a base de fe amamos; y si amando, esperamos;
si al Cristo peregrino sin tregua acompañamos,
su alegría infinita de luz nos bañará.

Por ella iluminados, a Dios comprenderemos,
y a ritmo acelerado con él celebraremos
la voz de la Esperanza que de él nos llegará.

(Pedro Langa Aguilar, Al son de la palabra,
Ediciones Religión y Cultura, Madrid 2013, p.94).

Volver arriba