No desprecian a un profeta más que en su tierra



La frase salió de labios de un Jesús entristecido por la falta de fe de sus paisanos, pero lo cierto es que se ha hecho tópica y repetitiva en multitud de oradores que a ella se agarran como justificación en ambones y tribunas. Oyendo al hijo del carpintero hablar en la Sinagoga, los de Nazaret no salían de su asombro: «¿De dónde saca todo eso?» (Mc 6,2).

Pero la fe cristiana reconoce en Jesús de Nazaret al hombre ejemplar. Es, por otra parte, la mejor manera de comprender la idea de San Pablo acerca de Cristo, cuando dice que es «el último Adán» (1Co 15,45). Precisamente, como hombre ejemplar, o arquetipo si se quiere, es como Jesús trasciende el límite de lo humano. Únicamente desde esta perspectiva es el hombre perfecto. El hombre es realmente hombre en la medida en que está cerca de otro. No se halla a sí mismo sino saliendo de sí mismo, ya que está constituido hacia el realmente otro, Dios… Es realmente él mismo cuando abandona la actitud de poseerse a sí mismo en el sentido de un repliegue estéril, cuando es pura apertura hacia Dios.

Para que el hombre llegue a ser plenamente hombre, hace falta que Dios se haga hombre. Únicamente entonces el paso de lo «animal» hacia lo «espiritual» se realiza de verdad (cf 1Co 15,44) Esta apertura hacia lo infinito es lo que constituye al hombre. Jesucristo es el hombre por antonomasia, el verdadero Adán, el más ilimitado porque no sólo entra en contacto con el Infinito sino que es uno con él.

Jesús está destinado a reunir en él toda la raza humana. Tiene que atraer hacia sí a la humanidad (Jn 12,32) para formar lo que San Pablo llama el «Cuerpo de Cristo» (8-07-12). En palabras previas al rezo del Ángelus, Benedicto XVI indicó hace años que Jesús es el milagro más grande del universo, pues es «todo el amor de Dios contenido en el corazón humano, en un rostro de hombre». El Santo Padre señaló, en referencia al Evangelio del día, que a Jesús le escandaliza el cierre del corazón de la gente a Él, «a pesar de que sabe que ningún profeta es bien recibido en su patria». «¿Cómo es posible que no reconozcan la luz de la Verdad? Indicó también, bien asido al Evangelio, que «a causa de este cierre espiritual, Jesús no pudo cumplir en Nazaret ‘ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos’».

A sus paisanos se les hace difícil creer que este carpintero sea Hijo de Dios. Jesús mismo les pone como ejemplo la experiencia de los profetas de Israel, que precisamente en su patria habían sido objeto de desprecio, y se identifica con ellos. Debido a esta cerrazón espiritual, Jesús no pudo realizar en Nazaret «ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos» (Mc 6,5). De hecho, los milagros de Cristo no son una exhibición de poder, sino signos del amor de Dios, que se actúa allí donde encuentra la fe del hombre, es una reciprocidad. Orígenes escribe: «Así como para los cuerpos hay una atracción natural de unos hacia otros, como el imán al hierro, así esa fe ejerce una atracción sobre el poder divino» (Comentario al Evangelio de Mateo 10,19).

Parece, pues, que Jesús se diese a sí mismo una razón de la mala acogida que encuentra en Nazaret. Digo parece, porque, en realidad, al final del relato, encontramos una observación que dice precisamente lo contrario. El evangelista escribe que Jesús «se admiraba de su falta de fe» (Mc 6,6). Al estupor de sus conciudadanos, que se escandalizan, corresponde el asombro de Jesús. También Él, en cierto sentido, se escandaliza. Aunque sabe que ningún profeta es bien recibido en su patria, sin embargo la cerrazón de corazón de su gente le resulta oscura, impenetrable: ¿Cómo es posible que no reconozcan la luz de la Verdad? ¿Por qué no se abren a la bondad de Dios, que quiso compartir nuestra humanidad?

De hecho, el hombre Jesús de Nazaret es la transparencia de Dios, Dios habita plenamente en Él. Y mientras nosotros siempre buscamos otros signos, otros prodigios, no reparamos que el verdadero Signo es Él, o sea Dios hecho carne; Él es el milagro más grande del universo: todo el amor de Dios contenido en un corazón humano, en el rostro de un hombre.



También en nuestro tiempo muchos rechazan a Jesús, siendo así que Cristo es todo para nosotros: ¿Quieres curar una herida? Él es médico (Christus medicus que repetía y volvía a repetir san Agustín). ¿Estás ardiendo de fiebre, como la suegra de Simón? Él te dará la mano y se te pasará. ¿Oprimido por la iniquidad? Pues Él es la Justicia. ¿Precisas ayuda? ¿Es que no has oído nunca lo de venid a mí todos los cansados y agobiados y yo os aliviaré? ¿Te derrumba la debilidad? Él es la fortaleza. ¿Tienes miedo de la muerte? Él es la resurrección y la vida. ¿Deseas el cielo? Él es el camino. Y si huyes de las tinieblas, Él es luz. Si buscas comida, Él es alimento (San Ambrosio).

Vivimos tiempos de globalización, por cuya causa es posible afirmar que el mundo todo es ya Nazaret. Y su familia: su hermana, su hermano, su madre, quienes escuchan la palabra de Dios y la cumplen, o sea la Iglesia: en ella los bautizados somos hermanos y rezamos juntos el padrenuestro y vamos a Misa a unirnos con Jesús resucitado a Dios Padre, a hacer lo que tú nos pides para salvar al mundo, continuar la obra que quedó por completar, la libertad de los que están encadenados en sufrimientos y pecados.

«No soy yo, diría Pablo, es Cristo que vive en mí». Dios escoge lo pequeño de este mundo y dice: «Yo te envío». Es la Misión: la vocación, el profeta, el sacerdocio, todos llamados a ser santos en medio del mundo, a hacer apostolado…

El Salmista canta: «Nuestros ojos están en el Señor, esperando su misericordia. / A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo. Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores. / Como están los ojos de la esclava fijos en las manos de su señora, así están nuestros ojos en el Señor, Dios nuestro, esperando su misericordia». ¡Qué bonita es esta oración muda y perseverante! Los únicos que hablan son los ojos... Como los ojos de un niño, que miran fijamente a su madre, en actitud suplicante, así Jesús nos dice que levantemos los ojos al cielo para orar «Padre Nuestro, que estás en los cielos... ».

Es lo que Jesús hacía con frecuencia durante su vida pública: levantar los ojos al Padre, y proclamar: «Hacia Ti, Señor, elevo mi alma». En ninguna parte como en los ojos está el alma. Nuestros ojos hablan. Nos pueden servir para la oración... Mirar una imagen, un crucifijo, el sagrario... Y dejarse también mirar por Él, sin miedo, sin vergüenza de cómo somos, abiertos de par en par el alma y el corazón.

Quiero vivir en la presencia de Dios las cosas pequeñas que me toca hacer en cada momento, así todo será grande si lo hago contigo. Bueno y saludable resulta pensar que hasta en medio de las actividades puedes adentrarte en el alma y hacerte adorador de Dios en espíritu y en verdad. No es precisa tu presencia física en Jerusalén, Roma, Garizin, y tantos y tantos santuarios del mundo para encontrarte con Dios: basta que desciendas hasta los pliegues del alma, que te abismes en ti mismo y allí, en el fondo del corazón, encontrarás a Jesús resucitado, paz de tu alma y deleite de tu corazón.

Decía san Pablo a los Corintios: «para que no me engría con la sublimidad de esas revelaciones, fue dado un aguijón a mi carne, un ángel de Satanás que me abofetea para que no me engría. Por este motivo tres veces rogué al Señor que se alejase de mí. Pero él me dijo: "Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza”» (2Co 12,7-8).

Las cosas a veces cuestan, claro, pero así nos hacemos más resistentes, la prueba nos va curtiendo hasta hacernos duros como el diamante y suaves como la misericordia. Las plantas más aromáticas están en los lugares ariscos, en lo alto de las montañas; ahí también los árboles son más fuertes, en los sitios más escarpados… La virtud se forja en la debilidad. En la tentación se despierta y se robustece tu fe; crece y se hace más sobrenatural tu esperanza; y tu amor –el amor de Dios que es el que te hace resistir valerosamente y no consentir– se manifiesta de modo efectivo y afectivo.

Las tres lecturas de hoy resultan harto significativas y elocuentes:

1) Cuatro visiones, muy largas, jalonan la obra del profeta Ezequiel (2,2-5):La expresión hijo de hombre subraya la distancia entre Dios y el hombre. Llegará a ser título mesiánico. Jesús lo hará suyo. Hoy viene para ilustrar la rebeldía del pueblo de Israel. Toda una serie de fórmulas sirve, en hebreo, para expresar la obstinación: cerviz, rostro, frente, corazón duro, corazón empedernido, obstinado, egoísta. Contra esta rebeldía del pueblo luchará Ezequiel, el profeta en cuyo mensaje quedará el corazón de piedra sustituido por un corazón de carne.

2) 2Co 12, 7b-10: Presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo. Pablo, como Ezequiel, es elegido para la misión: y experimenta toda suerte de dificultades en su predicación.

3) Mc 6,6: las dificultades del tercer elegido para la misión (Cristo) vienen de los paisanos de Jesús (que se niegan a recibirlo como profeta y enviado de Dios). Por tantas veces como se maravilló de la fe… he aquí que hoy lo hace, más escandalizado que maravillado, por su falta de fe. Tanto más cuanto que es en su pueblo, entre sus paisanos. Ellos tendrían que haber sido los primeros en ensalzar, alabar y ponderar la sabiduría de su ilustre paisano. Bueno, pues no hubo manera. De ahí el dicho: nadie suele ser admirado entre los suyos… Sucede todavía hoy: admiramos más a los de fuera que a los de dentro. «No hay peor astilla que la del mismo tronco», insiste el refranero.



Muy cerca discurre todo esto de la envidia. Es, sí, como una especie de envidia o de primitivismo que hace difícil el que a cualquier miembro se le permita destacar. Le pasó al propio Jesús en su pueblo, y ya hemos visto cuál fue su reacción, bien elocuente. Tampoco es de olvidar el diálogo mantenido entre Felipe y Natanael, que sería luego uno de los discípulos: «¿De Nazaret puede haber cosa buena?» (Jn 1,46). Se «lució» el escéptico Natanael con esta salida de pata de banco... Salta a la vista que hay veces en que uno dice más quedándose callado que hablando… Y es que, a la postre, tanto la envidia como la impertinencia carecen de prudencia...

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