El futuro de las misiones y el ecumenismo



Ni el futuro descansa en las rodillas de los dioses ni el futuro llega a ser tan oscuro como a veces se dice, aunque puede que sí preocupante por su connatural dosis de incertidumbre, ni el futuro, en última instancia, tiene que ser necesariamente malo ni bueno. El mejor futuro de las misiones y del ecumenismo es que ambos tienen futuro. Que en este concreto caso del ecumenismo y las misiones, asoma por el horizonte de la aurora claro y prometedor y fecundo y retador cada mañana, pues una Iglesia que vive en clave ecuménica y enteramente aplicada a sus deberes ineludibles con la unidad, es de presumir que afronte cuantas reformas sean precisas para hacerse cada vez más católica, es decir más universal, y cada día más profética, naturalmente a base de aspirar a la unidad visible y de rehuir la uniformidad imposible.

Una Iglesia sabedora de la universalidad de su misionología no puede sino dar los pasos que haga falta y el cielo imponga y los signos de los tiempos anuncien para predicar e inculturar con tenacidad y sin desmayo y por doquier el Evangelio. El suyo ha de ser un comportamiento tolerante, sin rivalidades ni proselitismos en el ejercicio del diálogo, sin estridencias ni tampoco fanatismos religiosos en la catequesis, con pedagogía ecuménica siempre en el trato a los demás.

Del nuevo estilo de vida eclesial inaugurado por el Concilio brotó como por ensalmo el clima propicio de la nueva teología que, no sin ciertas dificultades, pugna todavía por abrirse camino, dinámica ella, renovadora y propicia con la dimensión ecuménica y misionera, según demandan los nuevos signos de los tiempos, empeñada en no exigir más allá de lo necesario para mantener y restablecer la comunión entre cristianos, que es lo fundamental y conveniente, puesta su mirada nueva en las necesidades de la encarnación del Evangelio en las culturas africana y asiática y la que se tercie.

Es de aplaudir en este sentido que el papa Francisco se haya mostrado dispuesto y disponible a recuperar el espíritu del concilio Vaticano II y a marcar para esta Iglesia del siglo XXI que también hoy, y quizás ahora más que en ninguna otra época, sigue peregrinando «entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios», según la genial idea de san Agustín en la Ciudad de Dios,XVIII, 51, 2, que el Concilio hizo suya en la constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, 8.

La Conferencia de Melbourne dejó este aviso para quien pueda y sepa y quiera entender: «Nuestra celebración será creíble sólo cuando las Iglesias comprendan qué daño cause a su testimonio común el escándalo de aceptar pasivamente una vida en la división. Estamos convencidos de que hasta cuando su peregrinar no conduzca las Iglesias a la unidad visible, en el único Señor que predicamos y adoramos, en el único Cristo crucificado por todos nosotros, en el único Espíritu que continuamente nos crea y en el único Reino, hasta ese momento la misión que nos ha sido encomendada en este mundo podrá siempre y razonablemente ser puesta en duda».



Pide san Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica Postsinodal Ecclesia in Africa (14.9.1995) el compromiso de los católicos por el desarrollo de los pueblos así como su interés por el diálogo interreligioso, el cual, entendido como método y medio para un conocimiento y enriquecimiento recíproco, forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia, tiene vínculos especiales con la misión ad gentes y es una de sus expresiones. Y en la Carta Encíclica Redemptoris Missio (7.12.1990), sobre la permanente validez del mandato misionero, tras desarrollar en el n. 50 la inseparabilidad entre el ecumenismo y las misiones, agrega de igual modo el papa Wojtyla que Dios llama a sí a todas las gentes en Cristo, queriendo comunicarles la plenitud de su revelación y de su amor; y no deja de hacerse presente de muchas maneras, no sólo en cada individuo, sino también en los pueblos mediante sus riquezas espirituales, cuya expresión principal y esencial son las religiones, aunque contengan "lagunas, insuficiencias y errores".

Es verdad que la Iglesia no ve contraste entre el anuncio de Cristo y el diálogo interreligioso, partidaria como es de que estos dos elementos mantengan su vinculación íntima y, al mismo tiempo, su distinción, por lo que no deben ser confundidos, ni instrumentalizados, ni considerados equivalentes, como si fueran intercambiables. Sin embargo, «el diálogo ecuménico, y el interreligioso, debe ser llevado a término con la convicción de que la Iglesia es el camino ordinario de salvación y que sólo ella posee la plenitud de los medios de salvación» (RM 55).

De ahí que Dominus Iesus, Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe (5-IX-2000) sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia no haya dejado de causar perplejidad en ciertos ambientes y sobre algunos puntos: el confusionismo puede ser no menor si promedia un estudio comparado entre lo que san Juan Pablo II tiene dicho y escrito y algunas afirmaciones del mencionado documento. ¿Acabará con el relativismo, contra el que parece haber sido escrita según dijo el cardenal Ratzinger el día de la presentación? Si para ecumenistas acatólicos puede resultar irritante, al menos en algunos puntos, para los católicos no es tampoco documento cómodo ni fácil. Una cosa queda clara después de leída: que las misiones y la unidad piden distinguir bien, muy bien, entre ecumenismo y diálogo interreligioso.

«Las otras religiones constituyen un desafío positivo para la Iglesia de hoy; en efecto, la estimulan tanto a descubrir y a conocer los signos de la presencia de Cristo y de la acción del Espíritu, como a profundizar la propia identidad y a testimoniar la integridad de la Revelación, de la que es depositaria para el bien de todos. De aquí deriva el espíritu que debe animar este diálogo en el ámbito de la misión [...]. No debe darse ningún tipo de abdicación ni de irenismo, sino el testimonio recíproco para un progreso común en el camino de búsqueda y experiencia religiosa y, al mismo tiempo, para superar prejuicios, intolerancias y malentendidos» (RM 56).

He ahí el problema: lograr el testimonio recíproco que fomente un progreso común, pero ¿cómo hacerlo? ¿Cómo intentarlo al menos? Para empezar, tal vez no sea superfluo traer a la memoria que el ecumenismo debe asumirse con todas las consecuencias y sin pretender dar lecciones a nadie. Por de pronto, «todos los fieles y las comunidades cristianas están llamados a practicar el diálogo, aunque no al mismo nivel y de la misma forma» (RM 57).

Se impone por eso mismo cultivar el espíritu ecuménico de forma que, «excluido todo indiferentismo y confusionismo como emulación insensata, los católicos colaboren fraternalmente con los hermanos separados, según las normas del Decreto sobre el Ecumenismo, en la común profesión de la fe en Dios y en Jesucristo delante de las naciones -en cuanto sea posible- y en la cooperación en asuntos sociales y técnicos, culturales y religiosos colaboren, por la causa de Cristo, su común Señor» (AG 15). Pues eso, pero hágase de una vez por todas con decisión y entrega y sin temor, rendidos a la fraternidad en la unidad, en consonancia total con el ecumenismo, que es, al cabo, siempre gracia del Espíritu Santo y nunca monopolio de nadie, ni siquiera de la Iglesia católica.

El futuro del ecumenismo y las misiones, concluyendo, pinta dulce y suave, fructífero y prometedor, tocado de fe y de esperanza y de amor, a condición de tomarse en serio la demanda de una constante acción reconciliadora, de un firme compromiso conjunto de paz y serenidad entre las partes, y de un resuelto deseo de posponer intereses personales, vaciar el corazón de estupidez y prepotencia para dejar en él todo el protagonismo evangelizador y confraternizador al propio Cristo. Dicho con la gracia del Año jubilar que ya termina: el futuro del ecumenismo y las misiones tal vez no sea más que darse un baño de gozo y de unidad, de entendimiento y de armonía, de saludable esperanza y fraternal amor en el inmenso mar de la divina Misericordia.

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