La gran lección de Emaús

La cena de Emaús (Caravaggio)

No es otra que Jesucristo presente en la Iglesia. El comentario de los discípulos, una vez reconocido el Invitado, es sugeridor: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,32). El episodio refleja un encuentro vital con Cristo. Y el relato, un itinerario de fe. Los discípulos reconocen que deben comunicar su progresivo descubrimiento de la fe en el Resucitado y a ello tienden los principales hitos de la narración.

Evoca este pasaje evangélico lo que tantas veces nosotros mismos denominamos camino de la vida. Por él peregrinamos junto a otros viandantes, creyentes o no, que la vida nos regala de compañeros, con quienes deseamos entablar un diálogo de fe. La fe es el resultado de abrirse el hombre al don de Dios y, tanto para acogerla como para transmitirla, exige un encuentro y un diálogo personal. De modo similar a como las cosas rodaron la primera vez en Emaús, es en el camino de la vida cotidiana donde se plantean los interrogantes, dudas, certezas y debates sobre la fe a partir de lo que cada cual busca, descubre, comparte y, en definitiva, vive.

El comienzo pinta a dos personas decepcionadas. Huyen del lugar de sufrimiento y frustración: «esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel» (Lc 24,21). Dos elementos positivos, no obstante, destacan aquí: no va cada uno por su lado, sino que mantienen el encargo de Jesús en su día enviando a la misión evangelizadora de dos en dos; tampoco se aíslan en su dolor y desilusión, antes bien, hablan de ella y de sus causas. La evangelización acontece en la medida en que se comparte camino y se percibe la presencia de Jesús como acompañante.

Quienes pertenecemos a la comunidad cristiana, nos adherimos de lleno a ella y gozamos con la experiencia de fe compartida. Recorrido ya el camino de Emaús en ambos sentidos y repetidas ocasiones, corremos también el riesgo, sin embargo, precisamente por sernos conocido, de darnos por satisfechos, incluso de sentirnos poco motivados para retomarlo y revivir la alegría del encuentro con Jesús resucitado.

Los que sienten la decepción por los sinsabores de la vida, las incoherencias de los que componen el cuerpo de la Iglesia, o como consecuencia del débil testimonio, si es que no escándalo, de los creyentes, han de imitar a los discípulos de Emaús permitiendo que reverdezca en ellos la experiencia de la fe con su desbordante alegría.

A cuantos pasan especial necesidad y soportan el peso del sufrimiento, son tal vez duramente golpeados por la crisis, malheridos quizás a causa de tantos años de violencia, víctimas de amores rotos o de proyectos diluidos, urge recordarles que en el camino de Emaús, Jesús se hace presente cuando el horizonte parece estar más borrascoso. Preciso es entonces acudir con la medicina de nuestra presencia y de nuestro consuelo para que, ambos a una, transmitan la cercanía y el aliento del Resucitado.

Cuando iban de camino

El encuentro de Emaús tiene lugar el primer día de la semana, el domingo, el Día del Señor (Dies Domini). La fracción del pan, la celebración eucarística está en el centro de la vida cristiana y eclesial. Siguiendo el ritmo de la liturgia cristiana, el encuentro eucarístico ha sido preparado y ambientado a base de escucha y explicación de la Palabra, que ahora se hace Pan de vida.

Es de notar que, analizado de cerca el relato del evangelio, se observa en los discípulos un salto cualitativo. Tras haber sido destinatarios de la explicación de la Escritura, toman la iniciativa e invitan al misterioso viandante a compartir mesa y mantel: «Quédate con nosotros» (v. 29). Jesús les había cautivado ya. La bendición y la fracción del pan les harán caer muy pronto en la cuenta de que quien había entrado en su casa como huésped resulta ser a la postre, más bien, el anfitrión. Él es el principal protagonista de un proceso que despierta y aviva la fe de quienes se dejan por él acompañar, y le escuchan y le siguen y le invitan con regalado mimo.

Así lo recuerda el Vaticano II cuando afirma que la liturgia es obra de Cristo y de su Cuerpo, que es la Iglesia, y deduce de ahí la participación plena, consciente y activa de los creyentes como criterio para la renovación de la vida eclesial. El reconocimiento de Jesús resucitado culmina en la Eucaristía, que es el sacramento de nuestra fe. La liturgia, por tanto, es acción primordial de la Iglesia y encierra gran fuerza evangelizadora. Buena parte de la experiencia de quienes ya adultos han descubierto o redescubierto la fe y la pertenencia a la Iglesia ha tenido su origen en el marco mistérico de una celebración litúrgica.

Evocada en el relato de los discípulos de Emaús, la Eucaristía es el sacramento central y más frecuente en la Iglesia, cierto, pero no agota su vida litúrgica. Toda celebración sacramental, cada una en su contexto y circunstancias, es lugar de encuentro con el Resucitado, y requiere, por eso, el previo anuncio de la Palabra y una adecuada catequesis preparatoria.

No sobraría revisar la calidad de nuestras celebraciones en sus diversos aspectos, su fidelidad a la renovación litúrgica que emprendió el Concilio Vaticano II y la consiguiente y respetuosa observancia de las disposiciones eclesiales, para que realmente sea acción de Cristo y de su Cuerpo, sacramento de unidad y caridad.

El tiempo de Cuaresma, por ejemplo, se ha entendido a lo largo de la tradición cristiana como un gran camino de Emaús: conversión, interiorización, fortalecimiento de la confianza en Dios y en los demás. Se ve reforzado con la celebración del sacramento de la reconciliación, muy propio de este tiempo de preparación al encuentro pascual. Este sacramento, expresión de la confianza, la acogida y el perdón incondicionales de Dios a pesar de nuestra mediocridad y nuestro pecado, resulta vital para nuestra fe y nuestro compromiso misionero.

Quien es acogido, acoge; quien se siente perdonado, perdona; quien recibe confianza, ofrece confianza; quien resulta amado, ama. Emaús indica dos «lugares» privilegiados donde hallar al Resucitado que trasforma nuestra vida toda: uno, el de la escucha de la Palabra, en comunión con Cristo; y otro, el de partir el Pan; «lugares» uno y otro estrechamente unidos entre sí, porque «Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no es posible comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico» (Verbum Domini, 54s).

Después de este encuentro, los dos discípulos «se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón”» (vv. 33-34). Allí escuchan la noticia de la resurrección de Jesús y cuentan ellos, a su vez, su experiencia, inflamada de amor al Resucitado, que abrió su corazón a una alegría incontenible. Como dice san Pedro, «mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, fueron regenerados para una esperanza viva» (cf. 1 P 1, 3). De hecho, les renace el entusiasmo de la fe, el amor a la comunidad, la necesidad de comunicar la buena nueva. El Maestro ha resucitado y testimoniarlo se convierte para ellos en ineludible necesidad.

 La enseñanza de Jesús -explicación de las profecías- fue para los discípulos de Emaús como una revelación inesperada, luminosa, consoladora. Jesús terminaba de darles una nueva clave de lectura de la Biblia y ahora todo quedaba claro. Conquistados por las palabras del misterioso Caminante, le pidieron que se quedara con ellos a cenar. Una vez a la mesa, san Lucas refiere lo que pasó: «Tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando» (Lc 24,30). Fue precisamente entonces cuando se les abrieron los ojos y lo reconocieron, «pero él desapareció de su lado» (Lc 24,31). Y ellos, llenos de asombro y alegría, comentaron: « ¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,32).

Durante el año litúrgico, el Señor va muchas veces de camino con nosotros y nos explica las Escrituras, nos hace comprender este misterio: todo habla de él. Esto también debería incendiar nuestro corazón, de forma que se abrieran igualmente nuestros ojos. Como los dos discípulos reconocieron a Jesús al partir el pan, así hoy nosotros debiéramos también reconocer, al partir el pan, el calor de su presencia, el brillo de sus ojos, y su dulcísima voz de Buen Pastor.

Los discípulos de Emaús lo reconocieron y se acordaron de los momentos en que Jesús había partido el pan. Precisamente en la primera Eucaristía, celebrada en el contexto de la última Cena, Jesús partió el pan y así anticipó su muerte y su resurrección, dándose a sí mismo a los discípulos.

Lo reconocieron al partir el pan

También con nosotros y para nosotros parte Jesús el pan, se hace el encontradizo en la santa Eucaristía, se nos da a sí mismo todo entero y abre los pliegues recónditos de nuestro corazón. En la santa Eucaristía, en el encuentro con su Palabra, también nosotros, por supuesto, estamos en grado de encontrar y conocer a Jesús en la mesa de la Palabra y en la mesa del Pan y del Vino consagrados. La comunidad revive así, cada domingo, la Pascua del Señor, y del Salvador recibe igualmente su testamento de amor y de servicio fraterno.

Es fascinante, pues, de puro sobrenatural y delicioso, meditar el riquísimo mensaje de este episodio pascual. Y se hace sobremanera dulcísimo y saludable también pensar en la insistencia y perseverancia que Jesús tuvo –y tiene- para abrazarnos con su Amor.

Aceptada la invitación de aquellos discípulos, como no podía ser menos, es precisamente entonces cuando Jesús, sentado con ellos a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Sus ojos entonces se les abrieron y lo reconocieron. Pero él, cuando quisieron reaccionar, ya había desaparecido de su vista. Y se decían: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,32). Pues claro que sí. Porque la gracia, en fin, tiene su momento, el que ni se adelanta ni se retrasa, pero se deja intuir, gustar y abrazar. ¿Y hay, por ventura, algo más dulce y que produzca mayor deleite que el reconocimiento del Amado por el amante?

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