La hora del ecumenismo en las misiones



Las misiones fueron siempre la juventud de la Iglesia católica, su mayor timbre de gloria y el más señalado distintivo de la hermosura del Evangelio por mares y continentes desde los tiempos apostólicos hasta estos nuestros de guerras y pendencias y ultramodernidad desatada. Un verdadero ejército, el de sus hijos sembrando a voleo o a pie de arado la semilla de la fe hasta en los más apartados rincones del planeta.

Este capítulo de oro en la Historia de la Iglesia es fuente inagotable de nombres ilustres, confesores unos, mártires otros, vírgenes y santos y doctores y laicos y obispos sin par. ¿Quién no recuerda al infatigable apóstol de las misiones, san Francisco Javier, el andariego inquieto y loco de Cristo bautizando jornadas enteras por los inmensos territorios de la India? ¿Y a quién no le suena santa Teresa del Niño Jesús, declarada en 1927 patrona de las misiones por el papa Pío XI, y el 19 de octubre de 1997, doctora de la Iglesia por san Juan Pablo II? A esa corona fúlgida de intrépidos paladines de la evangelización, la Iglesia católica ha querido añadir este año de 2016, jubileo de la misericordia, otra gema de incalculable valor canonizando a la Madre santa Teresa de Calcuta, que supo hacer de su vida toda un canto a los más pobres entre los pobres del tercer y hasta del cuarto mundo.

Para gloria y honra de la Iglesia católica, hay que reconocer que en las misiones están escritas sus mejores páginas eclesiales, derramada su más reciente y fresca sangre martirial; gastada/ofrecida la actividad apostólica de no pocos hijos suyos ilustres, entregados de por vida -algo más comprometidos, por supuesto, que las oenegés- a la predicación del Reino.

Las naciones hermanas de Latinoamérica, beneficiarias de una evangelización sin fronteras, y de una lengua común –el español- , hablada ya por más de 500 millones en el planeta, constituyen hoy por hoy la mejor prueba de una de sus más señaladas hazañas, quizás la más grande después de la Redención de Cristo, protagonizada por misioneros españoles y portugueses que se rompieron el pecho por la causa de Dios. América, Asia, África..., para qué seguir.



Me contó una vez en Toledo allá por los setenta el cardenal Primado de España, Don Marcelo González Martín, la confidencia que le había hecho el brasileño de Curitiba, P. Constantino Koser (1918-2000), O.F.M., Ministro general desde 1965 a 1979 de la Orden de los Hermanos Menores, a raíz de una larga visita canónica que este había girado a todos los conventos de su Orden en Latinoamérica: la evangelización de América llevada a cabo por España y Portugal era, a su entender, la obra más grande de la Humanidad, después, naturalmente, de la Redención de Cristo.

También cultivaron con ahínco y laudable tesón este afán misionero las Comunidades protestantes, por supuesto. Y si en los católicos primaba décadas atrás la estampa del misionero blanco caminando por la jungla en compañía del grupo auxiliar de negritos catequistas, los protestantes -¿será preciso tener que recordar al mejor intérprete de Bach al órgano, al profesor Albert Schweitzer y su leprosería?- nos salían al paso en, verbigracia, películas del West, donde el pastor predica a fieles cantores enardecidos, a una negritud reivindicadora de derechos humanos, o, en fin, asistiendo al moribundo con la serena y consoladora lectura de la Biblia.

El Domund se ha venido asomando, en los siglos XX y XXI, a la ventana del otoñal octubre para recabar la generosidad de los fieles hacia sus misioneros de vanguardia: en retaguardia, qué menos, había que sacudirse el polvo de la modorra y rascarse el bolsillo, en resumen: hacer algo por la propagación de la fe. A nadie que domine la cosa se le escapa la carencia de esta singular planta exótica de la misionología en los jardines eclesiales de la Ortodoxia, complejo fenómeno del que habría mucho que hablar, ya que ellos cultivan otras plantas del jardín eclesial, desde luego, pero no tanto esta, al menos no con la intensidad, o el dinámico estilo, de protestantes y católicos y anglicanos.



Desdichadamente la forma de ejercer la tarea misionera conoció a menudo, en pasados tiempos -¿también hoy?- rivalidad y antagonismo, con lo que el mapamundi se iba quedando parcelado según el misionero de turno hubiese sido católico, protestante, anglicano. El valiente congresista del Extremo Oriente –algunos lo definen como catequista en tierras de la inmensa China- que el año 1910 alzó su voz en Edimburgo para agradecer a las distintas Iglesias la predicación del Evangelio en su bendita tierra y, a la vez, censurar el que cada Iglesia lo hubiera hecho predicando su Cristo, es decir, un Cristo dividido, acertó a poner el dedo en la llaga de cuanto yo aquí denuncio en torno al escándalo de las divisiones intereclesiales.

Hoy, a la vuelta de un siglo largo de todo aquello, con el Pentecostés del Vaticano II a mediados de los sesenta del XX, fuerte y transformador y sorpresivo al principio, lánguido y feble y alicorto en estos tiempos de alborada milenaria de gozos y esperanzas, convocados los cristianos todos a la nueva evangelización como consigna, con unas misiones donde lo que importa es predicar a Cristo desde la compartida unidad intereclesial en vez de hacerlo perdiéndose en estériles discusiones y estúpidas diferencias, en inútiles partidismos, lamentables olvidos y conturbadores desmerecimientos, en injurias sacramentales incluso; hoy, digo, con los antiguos problemas misionales transformados en proselitismo, uniatismo, guerras de religión según los colores todos del arco iris y puede que alguno más, con las oenegés diciéndole su lección de entrega a unas Iglesias que hablan mucho de que hay que hacer, ayudar, alimentar, curar y predicar el Evangelio por todo el mundo, sí, pero que lo hacen separadas por no dar su brazo a torcer, al no apearse del burro de la prepotencia, creyendo cada una que sólo ella tiene la verdad, que ella sola puede hacerlo todo, que sólo el Cristo que ella predica es el verdadero; hoy, en fin, ha llegado la hora de admitir la necesidad de conjuntar indisolublemente misiones y ecumenismo.

En 1981, durante una peregrinación ecuménica por tierras de la Ortodoxia, vine yo a saber en Grecia que en alguna diócesis ortodoxa griega se practicaba todavía el re-bautismo a los católicos, dislate contra el que tuvo que luchar dialécticamente san Agustín en su disputa contra los donatistas allá en los siglos IV y V (cf. Pedro Langa, «Por tierras de la Ortodoxia (y III)»: Religión y Cultura, 28/127 [1982], 157-188). Y no hablo a humo de pajas. Porque la triste historia perduraba en 2001, Grecia una vez más, en tierras donde ejercía de Metropolita el actual Arzobispo Mayor de Atenas y Toda Grecia, su beatitud Jerónimo II.

Es mucho, pues, lo que urge aprender de esta difícil asignatura. Mencionarlo todo haría de este trabajo una exposición prolija de veras. Pero sí quisiera destacar, entre todas, una lección que me parece definitiva por esencial, pues en cierto modo las compendia todas. Podría ser formulada, poco más o menos, así: El mundo contemporáneo yace malherido de ismos: consumismo, relativismo, secularismo, etc. El acercamiento de la Iglesia al mundo de hoy pasa por una re-cristianización del mundo. Ahora bien, la re-cristianización será imposible si quienes deben re-cristianizar, los cristianos o sea, andan a la greña y lo hacen desunidos, cada quien a su manera; y lo que sería todavía peor: enfrentados entre sí, y hasta tirándose los trastos a la cabeza, a ver quién acierta más, o lo hace con mayores aires de energúmeno.

El mundo en ese caso acabará por no aceptar su mensaje a causa de sus divisiones. Huelga entonces la conclusión: hay que re-cristianizar/re-evangelizar el mundo «con nuevo ardor, con nuevos métodos y con nuevas expresiones», predicar otra vez a Cristo, ir y enseñar «a todas las gentes» (Mt 28, 19) de nuevo, sí, pero unidos siempre «para que el mundo crea» (Jn 17, 21).



El siglo XXI, por eso, será sin duda el del ecumenismo, esa gracia indispensable para la nueva evangelización, que es, en definitiva, el nuevo rostro de las misiones. Desdichadamente sigue habiendo por ahí católicos insensibles a este problema, vamos que no aciertan a dar la nota de esta nueva melodía. Tal vez tengan que ver lo suyo en todo esto quienes pretenden hacer tabla rasa y no distinguir para nada entre diálogo interreligioso y ecumenismo, que además de distinta letra tienen también diferente melodía y, en consecuencia, muy otra interpretación.

Evangelización y ecumenismo, por tanto, son conceptos sonoros, sugerentes y oportunos para que el profesor de turno se luzca, pero comportan muchos problemas que en modo alguno se pueden omitir. Si no sonara a exagerado me atrevería a decir que todos los que rodean el ecumenismo y cuantos se derivan, o provienen, de la evangelización. Me fijo ahora solo en tres:

1º- La credibilidad de la evangelización depende del ecumenismo. Baste recordar a Jn 17, 21: ut unum sint… « para que el mundo crea ». Supone decir: si no evangelizamos unidos, el mundo no nos creerá. Supone asimismo afirmar que evangelización y ecumenismo son términos complementarios, ineludibles, de sutil y mancomunado funcionamiento. Una vez aquí, los subsiguientes pasos a dar vienen uno detrás de otro, como las cerezas. ¿Será pastoral la que no sea evangelizadora? ¿Podrá darse verdadera pastoral sin espíritu ecuménico?

2º- La solución al proselitismo vendrá cuando estemos de acuerdo en el binomio evangelización y ecumenismo. Los ortodoxos en general, y muy en concreto los rusos, y últimamente sobre todo su eminencia Hilarión, el número 2 del Patriarcado de Moscú, andan enzarzados con los católicos por discrepar acerca de la evangelización. Los rusos entienden que en Rusia no hay nada que evangelizar por ser territorio de la Iglesia ortodoxa rusa. Los católicos, claro, no lo entienden así. Se trata de un concepto a interpretar en clave ecuménica, donde tenemos que ecumenismo es catolicidad, universalidad, nunca parcialidad ni territorialidad. A favor del ecumenismo discurre hoy la globalización, la aldea global, donde todos evangelizamos a todos. Pero, de momento, no hay manera de conseguir avenencia entre las partes.

3º- La Dignitatis humanae propugna libertad religiosa. Con libertad religiosa en mano se hace cuesta arriba, por no decir imposible, entender los territorios –ya sean católicos, ya protestantes, ya ortodoxos, ya anglicanos- como si fueran latifundios o minifundios de la pastoral, o de la evangelización. Esto, claro es, vale no sólo para el diálogo interreligioso en primer término, sino también para el ecumenismo, donde los evangelizadores son misioneros cristianos, sean católicos, ortodoxos o protestantes.

Vendría bien aquí citar las palabras de san Pablo: constituyen el mejor antídoto contra las irregularidades que denuncio. Con ellas concluyo: «Me refiero a que cada uno de vosotros dice: “Yo soy de Pablo”, “Yo de Apolo”, “Yo de Cefas”, “Yo de Cristo”. ¿Está dividido Cristo»? (1 Co 1, 12-13). Y este otro hermoso texto: «Es cierto que algunos predican a Cristo por envidia y rivalidad; mas hay también otros que lo hacen con buena intención; éstos, por amor, conscientes de que yo estoy puesto para defender el Evangelio; aquéllos, por rivalidad, no con puras intenciones, creyendo que aumentan la tribulación de mis cadenas. Pero ¿y qué? Al fin y al cabo, hipócrita o sinceramente, Cristo es anunciado, y esto me alegra y seguirá alegrándome» (Flp 1, 15). Palabras todas del gran Apóstol de las Gentes. Sería un desacierto no tenerlas en cuenta.

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