De leyes y tradiciones



En la liturgia de la Palabra de este domingo destaca el tema de la Ley de Dios, o sea de su mandamiento, de su promesa, de su palabra, de su juicio y de su camino: un elemento, éste, esencial de la religión judía e incluso de la cristiana, donde dicha ley encuentra su plenitud en el amor. Ya dejó dicho san Pablo que «la caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud» (Rm 13,10).

El Apóstol usa las palabras de la ley para llegar al significado del Evangelio. « ¿Qué otra cosa es amar al enemigo que renunciar a tenerle odio, y no pedir nada penoso para él?... -sigue diciendo el Ambrosiáster, que agrega-: También el Señor, clavado en la cruz, pide por los enemigos (cf. Lc 22,35), para demostrar, con los hechos, la plenitud de la justicia que había enseñado» (Comentario a la Carta a los Romanos: CSEL 81, 425-427).

«Tal es la norma del amor: que los bienes que desea para sí los quiera también para el otro, y lo que no desea para sí, tampoco lo desee para el otro (cf. Tb 4,16). He aquí su voluntad para con todos los hombres (cf. Mt 7,12; Lc 6,31). Pues no se ha de dañar a nadie y “la dilección del prójimo no obra mal” –matiza san Agustín, que exhorta-: Amemos, pues, según está mandado. Incluso a nuestros enemigos, si queremos ser invictos» (La verdadera religión, 46,87: BAC 30, 177-179).

La Ley de Dios es, en este mismo orden de cosas, su Palabra que guía al hombre en el camino de la vida, lo libera de la esclavitud del egoísmo y lo introduce en la «tierra» de la verdadera libertad y de la vida. De ahí que la Ley no se vea en la Biblia como un peso, como una limitación opresora, sino como el don más precioso del Señor, el testimonio de su amor paterno, de su voluntad de estar cerca de su pueblo, de ser su Aliado y escribir con él una historia de amor.

El israelita piadoso, por eso, es decir el salmista, reza así: «Tus decretos son mi delicia, no olvidaré tus palabras [...] Guíame por la senda de tus mandatos, porque ella es mi gozo» (Sal 119,16.35). Tenemos en este salmo, por cierto, uno de los monumentos más característicos de la piedad israelita hacia la Revelación divina. La palabra ley, por otra parte, y naturalmente también sus sinónimos, se han de tomar en el sentido más amplio de enseñanza revelada, tal como los profetas la transmitieron.



En el Antiguo Testamento, pues, resulta ser Moisés quien en nombre de Dios entrega la Ley al pueblo. Él, después del largo camino por el desierto, en el umbral mismo de la tierra prometida, proclama: «Ahora, Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os enseño para que, cumpliéndolos, viváis y entréis a tomar posesión de la tierra que el Señor, Dios de vuestros padres, os va a dar» (Dt 4,1).

Y aquí precisamente estriba el problema: cuando el pueblo se establece en la tierra, y es depositario de la Ley, siente la tentación de poner su seguridad y su gozo en algo que ya no es la Palabra del Señor: en los bienes, por ejemplo; en el poder; en otros «dioses», que en realidad son vanos, son ídolos.

Ciertamente la Ley de Dios permanece, pero ya no es lo más importante, ni tampoco es ya la regla de la vida. Se convierte, más bien, en un revestimiento, en una cobertura, mientras que la vida sigue otros derroteros, emprende otros caminos, se rige por otras reglas, intereses a menudo egoístas, individuales y de grupo.

Pierde así la religión su auténtico significado, que es vivir a la escucha de Dios para hacer su voluntad —verdad ella de nuestro ser—, y de ese modo vivir bien, en la verdadera libertad. Y eso no es todo. La religión, además, se reduce a la práctica de costumbres secundarias, que satisfacen sobre todo la necesidad humana de sentirse bien con Dios. Y este, desde luego, es un riesgo grave para toda religión, que Jesús encontró en su tiempo, pero que se puede verificar también, por desgracia, en el cristianismo. Y en otras épocas.

Las palabras de Jesús en el evangelio de hoy contra los escribas y los fariseos, por eso, nos deben hacer pensar también a nosotros. Jesús hace suyas las palabras del profeta Isaías, con las cuales éste, mediante un oráculo de difícil datación, ataca el culto hipócrita, de análoga forma a como en 1,10 se enfrenta con un ritualismo vacío de sentimiento interior: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos» (Mc 7,6-7; cf. Is 29,13). Y más adelante concluye: «Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres» (Mc 7,8). Esos preceptos humanos y prácticas integrantes de la tradición de los antepasados habían sido añadidos por los rabinos a la ley de Moisés, aun asegurando que procedían por vía oral del gran legislador.

También el apóstol Santiago pone en su carta sobre aviso contra el peligro de una falsa religiosidad. Escribe a los cristianos: «Poned en práctica la palabra y no os contentéis con oírla, engañándoos a vosotros mismos» (St 1,22). La Virgen María, por su parte, a la que tantas veces invocamos como a Madre y Abogada nuestra, y de la que nunca nos cansaremos de aprender, puede echarnos una mano para escuchar con el corazón limpio, abierto y sincero la Palabra de Dios. Ella se encargará de orientarnos con mano maestra en la oración, para que nuestros pensamientos, nuestras decisiones y nuestras acciones pisen todos los días caminos rectos.



Refiere por su parte san Marcos –en repetido afán y con vistoso alarde de contrastes entre leyes y tradiciones- que los fariseos con algunos escribas llegados de Jerusalén se acercaron a Jesús, y vieron que algunos de sus discípulos comían con las manos impuras, es decir, sin lavar (7,1-8.14-15.21-23). Los fariseos, en efecto, y los judíos en general, no comen sin lavarse antes cuidadosamente las manos, siguiendo, según dije antes, la tradición de sus mayores; y al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones. Hay, además, muchas otras prácticas, a las que se aferran por tradición, como el lavado de los vasos, de las jarras y de la vajilla de bronce.

Así las cosas, pues, los fariseos y los escribas preguntaron entonces a Jesús: « ¿Por qué tus discípulos no viven conforme a la tradición de los antepasados, sino que comen con manos impuras?». Él les dijo: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres. Dejando el precepto de Dios os aferráis a la tradición de los hombres» (Mc 7,5-8).

Llamando Jesús otra vez a la gente, les dijo: «Oídme todos y entended. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle: sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre […] Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre» (Mt 7,15-23).

Nuestro corazón, siendo así, debe dejar espacio al prójimo y tratarlo con amor. Un comportamiento sólo exteriormente correcto no basta. El don del discernimiento que el Espíritu Santo nos otorga si lo pedimos con humildad e insistencia, es el llamado a poner diferencia y claridad entre leyes y tradiciones. Es con el corazón con el que debemos orientarnos rumbo a la voluntad de Dios, haciendo de ella la norma de nuestra conducta. Solo así tendremos un corazón puro; solo así alcanzaremos la justa relación con Dios.

En el capítulo primero del Deuteronomio previene Moisés a los israelitas: Escucha, Israel, los preceptos y normas que yo os enseño. No añadáis ni quitéis nada de lo que os enseño: así guardaréis los mandamientos. Guardadlos y practicadlos: ellos son vuestra sabiduría (Dt, 1-2.6-8). «Algunos –matiza agudamente Orígenes- parecen pensar que significa esto (que al Deuteronomio se le llame segunda ley) porque, cuando cesa la ley primera, que fue dada por Moisés (cf. Jn 1,17), parece que fue compuesta una segunda legislación, y ésta fue entregada por Moisés a Josué, su sucesor (cf. Dt 31,7), que se cree sirve como figura de nuestro Salvador, por cuya segunda ley, esto es, por los preceptos del Evangelio, todas las cosas fueron llevadas hacia su perfección» (Los primeros principios, 4,3,12: GCS 5,343).

Podemos leer en el Sal 14, verdadera síntesis de moral del huésped de Yahveh: «Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?». El santuario de Jerusalén recibe a veces el nombre de “tienda”, a imagen del antiguo santuario del desierto, también conocido como Tienda del Encuentro, que la fiesta de las Tiendas recordaba cada año. Y el apóstol Santiago habla de llevar a la práctica la Palabra, de aceptar la Palabra y ponerla por obra: «(Dios) nos engendró por su propia voluntad, con Palabra de verdad, para que fuésemos como las primicias de sus criaturas […] recibid con docilidad la Palabra sembrada en vosotros, que es capaz de salvar vuestras almas» (St 1,18.21b-22).

Esta Palabra de verdad es el conjunto de la revelación de Dios a los hombres, llamada también Ley de la libertad, o también Ley regia. Santiago, pues, exhorta a escuchar y llevar a la práctica la Palabra. Se supera así la actitud legalista o formulista. Esta Palabra está plantada en los corazones por la predicación del Evangelio que salva. Y la fe es la aceptación de este anuncio de la Palabra.



San Marcos, en fin, citando palabras de Jesús, precisa por su parte: «Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres. Les decía también: “¡Qué bien violáis el mandamiento de Dios, para conservar vuestra tradición!”» (Mc 7,8-9).

Subraya Jesús, pues, la primacía de la voluntad divina; el valor interior de la conciencia en cuanto raíz del comportamiento humano y criterio de la moralidad. Primero, sí y ante todo, el amor de Dios. Después, las tradiciones. Nunca a la inversa. He ahí el riesgo a evitar.

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