El mundo tiene fin



Que el mundo tiene fin se presta, para empezar, a muchas interpretaciones. Depende todo del grado de temperatura que alcance la fantasía de cada uno, que para ciertos extremos salta a la vista que nunca tiene fin. Pero en el caso que nos ocupa lo dice expresamente la divina Palabra, y no es cosa de andarse por las ramas sin pretensión alguna de acudir a las raíces. Tiene el mundo fin como lo tienen los ciclos en la Historia y el invariable sucederse de las estaciones en las condiciones climáticas del planeta. No se trata, claro es, del fin de nunca acabar.

Este domingo XXXIII del tiempo ordinario Ciclo – C se corresponde con el 13 de noviembre de 2016. En clave de cronología litúrgica estamos, pues, como quien dice, en la recta final del curso del año en cuyo sereno fluir la Iglesia conmemora los misterios de la Redención, abre las riquezas del poder santificador y de los méritos de su Señor, y va instruyendo a los fieles por medio de ejercicios piadosos del alma y del cuerpo, de la enseñanza, de la oración y de las obras de penitencia y misericordia.

En clave del Año jubilar de la Misericordia, en cambio, o sea de ese kairós de gracia que el papa Francisco dispuso en la Bula de Indicción Misericordiae Vultus (11-abril-2015), para que la Iglesia aprendiera a meditar y celebrar más a fondo la misericordia de Dios, quiere ello decir que en este dominical 13 de noviembre, y según el programa establecido, va a tener lugar la clausura de la Puerta Santa en las Basílicas de Roma y en las Diócesis. Todo ello para anunciar que el próximo evento dominical a la vista será, dentro de una semana, la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo y, por ello mismo, clausura solemne de la Puerta Santa en San Pedro, amén de conclusión oficial del mencionado Jubileo.

El profeta Malaquías, cuyo significado es «mi mensajero», deja en el fragmento elegido para primera lectura de la Misa de hoy (Mal 3,19-20a) un anuncio claro acerca de la victoria de los justos en el Día de Yahveh: que los malvados y perversos serán la paja, y que a los que honran el nombre del Señor «los iluminará un Sol de justicia» (v.20). Anuncia igualmente el profeta la futura intervención del Señor en favor de su pueblo y adelanta que al final se hará justicia. «Justicia» implica, en este caso, poder y victoria: condena para los impíos y salvación para los justos.

Por cierto que el título «Sol de justicia» aplicado a Cristo llegará a desempeñar, andando el tiempo, un formidable papel en la formación de las fiestas litúrgicas de Navidad y de Epifanía. Por otro lado, las metáforas de la bielda, de la cosecha, del trigo y de la paja son recurrentes en la Sagrada Escritura para calificar algunos de los momentos decisivos en las ultimidades de la escatología.



Con la mente puesta en la Parusía, ese término característico y usual para designar la inminente segunda venida del Señor en gloria, san Pablo recrimina mediante el fragmento de la epístola a los Tesalonicenses (2 Ts 3,7-12) propio de la segunda lectura de hoy, la ociosidad de algunos, perdidos en las cosas temporales. So pretexto de que la venida del Señor está al caer, se dedican a todo menos a trabajar.

La frase paulina es casi tópica de puro típica: «Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma» (v.10b). El Apóstol, por supuesto, exhorta a trabajar con tranquilidad para ganarse el pan. Y frente a la vagancia y la holgazanería, estimula al trabajo y a la fatiga cotidiana. Esta norma, con porte de máxima, sólo referente a la negativa a trabajar, proviene quizá de una frase de Jesús o simplemente de una máxima popular recogida por el Apóstol. En cualquier caso es la regla de oro del trabajo cristiano.

San Lucas el misericordioso, por su parte, suministra el fragmento para el Evangelio de este domingo (Lc 21, 5-19). Un fragmento el cual con dos partes destinadas respectivamente al discurso sobre la ruina de Jerusalén y a sus señales precursoras. Pinta Lucas al Señor anunciando la ruina de Jerusalén, lo mismo que Marcos, al que sigue y combina con alguna otra fuente, sin mezclar en ello el fin del mundo como lo hace san Mateo.



Del Templo les dice a sus discípulos que no va a quedar piedra sobre piedra que no sea derruida (v.6). Y les previene para que no se dejen engañar. Porque antes de que dicha destrucción suceda, habrá señales precursoras del final de los tiempos, los cuales indicios pasan por la existencia de persecuciones e incomprensiones, y por la necesidad de dar, ante gobernadores y reyes, testimonio del Evangelio.

Al propio tiempo adelanta que les dará elocuencia y una sabiduría a las que no podrán dar alcance, resistir ni contradecir todos los adversarios. Les anuncia de igual modo que serán odiados, sí, por causa del nombre de Jesús, «pero no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza» (v.18). Admirable antítesis literaria esta, puesta al servicio de un providencialismo del Señor, que nunca falla. De ahí que mientras ese momento llega, haya que perseverar firmes en la fe, pues solo así, «con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (v.19).

El remate conclusivo del fragmento de san Lucas no deja lugar a error. Esa providencia de lo alto contempla también la perseverancia en el bien obrar. «La paciencia –precisa el gran san Agustín de Hipona- no parece necesaria para las situaciones prósperas, sino para las adversas. Nadie soporta pacientemente lo que le agrada. Por el contrario, siempre que toleramos, que soportamos algo con paciencia, se trata de algo duro y amargo; por eso no es la felicidad, sino la infelicidad, la que necesita la paciencia».

«Con todo, como había comenzado a decir, todo el que arde en deseos de la vida eterna, por feliz que sea en cualquier tierra, tendrá que vivir necesariamente con paciencia, puesto que le resulta molesto el tolerar la propia peregrinación hasta que llegue a la patria deseada y amada. Uno es el amor propio del deseo y otro el propio de la visión. En efecto, el que desea, ama también; y quien desea, ama hasta llegar a lo amado; y quien ya lo ve, ama para permanecer en ello» (Serm. 359 a, 2).

El salmista es revelador y da la pauta oportuna para bien entender el mensaje dominical cuando dice: «El Señor llega para regir la tierra con justicia […] Regirá el orbe con justicia y los pueblos con rectitud» (Sal 97,9). La patrística, con san Agustín a la cabeza, interpreta este versículo con tanta sagacidad como sabiduría, llena de no menor experiencia sensible que de realismo espiritual: «En tu poder está el modo de esperar a Cristo en su venida. El retarda la venida para que al venir no te condene. Ve que aún no viene; Él está en el cielo, tú en la tierra; Él difiere su venida, tú no dilates el consejo. Su venida será violenta para los crueles, y mansa para los piadosos. Luego tú ve cuál seas ahora; si cruel, te conviene amansarte; si manso, alégrate por su venida» (Enarraciones 97,9).

El mundo entonces tiene fin, sin duda, pero es sencillamente para dar paso al gozoso principio de los cielos nuevos y la tierra nueva, es decir, a esa novedad de nuestro sábado, cuyo término no será la tarde, sino el día del Señor, como día octavo eterno consagrado por la resurrección de Cristo, donde «descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amaremos, amaremos y alabaremos» (La Ciudad de Dios, 22, 30,5).



Al fin, el amor sin límites; el amor sin trabas; el Amor de todo amor. La vida donde todo parece igual y es distinto; donde todo es para siempre y nada para luego; donde vivir es gozar, y gozar reír, y reír amar. La dicha sin asomo de preocupación ni pesadumbre. El fin sin fin -¡por fin!- de la humildad hecha grandeza, del dolor hecho deleite y de la Misericordia hecha Luz

Volver arriba