Yo no te olvidaré



Frase admirable, sin duda. ¡Tantas veces habrá subido a nuestros labios! Nuestras conversaciones, familiares o no, están llenas de la savia nutricia que dicha frase atesora. Hasta bibliotecas enteras podrían hacerse con los libros relativos a estas palabras con aire de máxima. Y, sin embargo, es frase de las que obligan a pensar que, así dicha, en modo alguno puede venir del hombre, porque su construcción gramatical incluye el tiempo en futuro, al que la criatura que hay en el hombre, por mucho que lo intente, jamás podrá alcanzar.

La vida del hombre –lo decimos y nunca nos cansaremos de repetirlo- pende del tenue, del invisible pero real tiempo presente. Y pende de él como de un hilo. Del tiempo digo, sí, pero presente. Ni en futuro ni en pasado el hombre tiene nada que hacer. Se trata de tiempos verbales que desbordan su ámbito existencial, el uno, futuro, de lo que aún no es, pero será. Y el otro, pasado, tiempo de la memoria, que es la que se encarga de recrearlo, porque ya no existe aunque haya existido.

Curiosamente tampoco Dios tiene que ver con ellos. Su definición a Moisés, no fue “Yo soy el que será”. Tampoco dijo “Yo soy el que ha sido”. No. Dios, que es la misma existencia, le dice a Moisés: «”Yo soy el que soy”». Y añadió: «Así dirás a los israelitas: “Yo soy” me ha enviado a vosotros» (Ex 3, 14). De sobra se me alcanza que Yo soy el que soy se refleja frase puramente metafísica que a no pocos ha de hacérseles difícil de asimilar. También a mí me resulta más cercana la de Juan: «Dios es Amor» (1 Juan 4,8).

Puede que estas reflexiones no pasen de peregrinas, y que no deje de haber quien las considere fuera de lugar. Habría que saber, de entrada, qué es el tiempo. Y eso sí que no parece ser patrimonio de las mentes más despejadas. Sabido es que san Agustín, nada menos que san Agustín, a la pregunta de « ¿Qué es, pues, el tiempo?» respondió aquello de «Si nadie me lo pregunta lo sé, pero si trato de explicárselo a quien me pregunta, no lo sé» (Conf. 11, 14,17). Sólo Dios, por tanto, puede pronunciar con entera propiedad la frase Yo no te olvidaré. Incluso, como luego veremos, Yo no te olvido, en presente continuado.

Porque Dios, que está por encima del tiempo, engloba esa misteriosa criatura de futuro en su omnipotencia del presente. Tan es así, que nosotros mismos, construyendo las frases en futuro, solemos introducir el inciso de precaución elocutiva que es: D.m., es decir, Dios mediante. O sea, si Dios quiere. El de Hipona, de hecho, amplía lo anterior añadiendo: «No obstante, puedo garantizar que si no pasara nada, no habría tiempo pasado; si no hubiera algo que va a ocurrir, no habría futuro; si no existiera nada, no habría tiempo presente» (Conf. 11, 14,17). En resumen, como si hubiera manejado la llave de la luz y nos hubiéramos quedado a oscuras. O a dos velas, que diría el otro.

La verdad es que Isaías pone el ejemplo de la madre, pero sabiendo bien que, pese a tratarse del amor de madre –lo más grande dentro de la creación-, así y todo, las hay que llegan a olvidarse de sus hijos. ¡Y vaya que si las hay! Peor aún: que no quieren que el hijo de sus entrañas nazca y fuerzan el aborto. Y son miles y miles las que, una vez alumbrado, lo abandonan. Una eventualidad, por otra parte, con la que juega el profeta desde el instante mismo en que construye acudiendo a Dios. Tras la conjunción adversativa aunque --esas (las madres, ciertas madres) llegasen a olvidar--, Isaías agrega en el vaticinio, el contundente y rotundo «yo no te olvido» (Is 49,15).

Echando mano de la teología, la conclusión que de todo lo dicho se desprende para la catequesis dominical de hoy es esta: El fragmento de Isaías viene a resultar un canto elevado al amor de Dios a su pueblo. Y quien dice pueblo, dice Iglesia. Y quien dice Iglesia, dice alma. ¡Y qué amor, por otra parte! Nunca se olvida Dios de sus hijos, en suma. Tampoco la madre suele hacerlo, vaya esto por delante, pero nótese que al escribir suele, estamos implícitamente significando que a veces sí se olvida.

Hablando de Dios, en cambio, se debe suprimir el verbo suele y echar mano del adverbio de tiempo nunca, reservado únicamente a Dios. Asimismo hemos de eliminar incluso el verbo en futuro. Dicho de otra manera: No es que nunca se olvidará Dios de nosotros. Ese futuro puede admitirse cuando nos referimos a acciones en que estamos nosotros mismos involucrados. Tratándose de solo Dios, en cambio, es preciso asegurar que Él, Dios, nunca se olvida de nosotros.



Ni siquiera sería correcto, por eso, decir que Dios nunca se olvidará, sino, más bien, que Dios, y volvemos al tiempo presente, del que hablé al principio, Dios, repito, nunca se olvida de nosotros. Decir lo contrario sería tanto como cargarse la Providencia divina. ¿Qué clase de providencia sería esa que en determinado momento se queda echando la siesta olvidándose con ello de los hijos que claman y gimen y oran y llaman sin cesar?

Quiere esto decir, por tanto, que nuestra seguridad es Dios, el mismo Dios. Él es nuestra roca firme, nuestro refugio, nuestra fuerza. De ahí el estribillo del salmo 61: « Descansa solo en Dios, alma mía». Las palabras inmortales de san Agustín vienen a poner luz en tanto misterio y tanta dicha: «Nos hiciste para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Conf. 1, 1,1). Y huelga recurrir a la eternidad para que esto suceda. Ya desde ahora el alma descansa, sí, debe descansar, también, pero en Dios, que es quietud, y gozo, y paz, y deleite, y amor infinito y su compañía dulce, por decirlo con Fray Luis.

Al aire de la catequesis dominical de hoy, en consecuencia, es preciso concluir que Dios nos tiene siempre de su mano, estamos en su pensamiento, nos posee con posesión de amorosa infinitud. No somos nosotros quienes poseemos a Dios –nosotros somos incapaces de abarcar a Dios--, sino a la inversa: es Dios quien, con su divina bondad, nos posee a nosotros inmersos en su océano de amor.

En la segunda lectura de hoy (1 Cor 4,1-5), san Pablo define a los pastores de almas: «Servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (v. 1). Y dice incluso la virtud más exigida en ellos cuando precisa: «lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles» (v. 2). «No juzguéis nada antes de tiempo hasta que venga el Señor. Él iluminara los secretos de las tinieblas y pondrá de manifiesto los designios de los corazones. Entonces recibirá cada cual del Señor la alabanza que le corresponda» (v.5).

La catequesis, por tanto, pone de manifiesto que Dios es providente, y lo es mediante los pastores de almas, instrumentos ellos de la Providencia divina. Pero a la vez, que Dios es fiel, que no falla, que está presente en nuestra cotidiana actividad. De ahí que podamos agregar también que es fiel. Es fiel porque no falla, y a la inversa: no falla porque es fiel y cumple siempre su promesa de estar con nosotros. O mejor aún, de tenernos a nosotros en Él.

Por último, vengamos al Evangelio (Mt 6, 24-34): constituye de suyo un exhorto absoluto a confiar en Dios y abandonarnos a su divino amor. Este abandono en el Dios providente y fiel reclama de parte de los fieles el acto de fe en la divina Providencia, y en su divina fidelidad, lo cual, por otra parte, exige de nosotros una conducta humana fuera de agobios y preocupaciones. Es decir, porque Dios es providente y fiel no hemos de agobiarnos en modo alguno, que desazonarse en el lazareto del agobio sería tanto como no confiar en quien todo lo puede.

Ni siquiera hemos de agobiarnos por las cosas materiales, por el mañana, por el más allá, sino buscar ante todo el reino de Dios y su justicia, que lo demás se nos dará por añadidura. Lo cual, así dicho, no es más que abandonarse a la divina Providencia. «El reino de Dios y su justicia son nuestros verdaderos bienes, los cuales debemos nosotros buscar y poner en ellos el fin por el cual debemos hacer todo aquello que hacemos. Mas como nosotros luchamos en esta vida por poder arribar a aquel reino y esas cosas son indispensables para vivir, el Señor dijo: “Todas estas cosas se os darán por añadidura, pero vosotros buscad primero el reino de Dios y su justicia”» (San Agustín, Sermón del Señor en la Montaña, 2, 16,53).

También las cosas materiales caen bajo la divina Providencia, pues. De ahí que nadie pueda servir a dos amos. Nuestro amo es Dios. Sería una temeridad decidir que nuestro amo sean las riquezas. Lo llegan a ser y lo son, de hecho, cuando ponemos nuestra confianza más en ellas que en Dios. El concepto riqueza sólo adquiere categoría esencial en Dios, dado que Dios es la suprema Riqueza. Por ello justamente resulta siempre para nosotros providente.

«Si vierais que vuestra ira se levanta contra vosotros, rogad a Dios contra ella. Hágate Dios vencedor de ti mismo; hágate Dios vencedor no de un enemigo exterior a ti, sino de tu ánimo interior a ti. Él se hará presente y lo realizará. Quiere que le pidamos esto antes que la lluvia. Veis, en efecto, amadísimos --prosigue diciendo el Pastor de almas de Hipona--, cuántas peticiones nos enseñó el Señor, y, entre todas, sólo una habla del pan de cada día, para que en cuantas cosas pensemos vayan dirigidas a la vida futura. ¿Por qué vamos a temer que no nos lo dé quien lo prometió al decir: Buscad ante todo el reino de Dios, y todas estas cosas se os darán por añadidura? Antes de que se lo pidáis, sabe vuestro Padre que tenéis necesidad de todo eso. Buscad ante todo el reino de Dios, y todas estas cosas se os darán por añadidura (Mt 6,33.32) […] Puede él contemplar con ojos misericordiosos nuestra debilidad y vernos según aquello. Acuérdate de que somos polvo (Sal 102,14). Quien hizo al hombre del polvo y le dio la vida, entregó a la muerte al Hijo único por este barro. ¿Quién puede explicar, o al menos pensar dignamente, cuán grande es su amor?» (Serm. 57, 13).



«Buscad primero el reino de Dios y su justicia» (Mt 6, 33): «No te extrañes si alguna vez el justo padece hambre mientras se ve al inicuo eructar indigesto. El primero es probado, el segundo condenado. Es probado el que en la indigencia alaba a Dios y es condenado el que en la abundancia le ofende. […] Aquí (en la vida presente) se encontraron el rico y el pobre, porque nace el rico y nace el pobre. Se encontraron. Se vieron en el camino [¿Quién no recuerda a Cervantes en el Quijote: “arrieros (o arrieritos) somos y en el camino nos encontraremos”?]. Ambos van por el mismo camino –sigue diciendo san Agustín--, uno cargado, aligerado el otro. Pero el aligerado tiene hambre; el cargado gime bajo el peso. Aligérese el cargado. Dé algo de lo que lleva sobre los hombros al que encontró, y así ni el uno gemirá ni el otro tendrá hambre, y ambos llegarán al final. ¿De dónde procede tu gemido, ¡oh rico!? ¿De que no tienes dónde colocar tu carga? Hay un lugar. No quiero verte gemir. Mira al hambriento y ya tienes dónde colocarla. ¿Temes perderla? Al contrario, es entonces cuando no la pierdes» (Serm. 107 A).

Dios es providente y bueno, nos enseña Jesús, que se preocupa de nosotros, aunque no siempre comprendamos sus designios; pues los designios de Dios no son de los hombres. Dios providente quiere siempre para nosotros lo mejor. Ocurre, sin embargo, que lo mejor según Dios no siempre coincide --¡ay!- con el deseo de lo mejor según los hombres. Y aquí es donde irrumpe la maldita manía de exigir que Dios haga lo que nosotros le pedimos, no a la inversa. ¿A Dios con exigencias? Mal camino sería ese.

Arriba quedó ya dicho que Él es nuestra roca firme, nuestro refugio, nuestra fuerza. De no ser así, ¿Cómo podríamos repetir el estribillo del salmo 61: «Descansa solo en Dios, alma mía», sin estar con ello diciendo una gran mentira? ¿O es que tal vez tenemos la osadía de querer hacer de Dios un impostor? Razón que le sobra al profeta Isaías cuando afirma en nombre de Dios: «Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos» (Is 55, 8). Se trata, en conclusión, de caminar, pero de caminar con buen pie, es decir, pisando caminos rectos.

Volver arriba