«Yo soy el pan de vida»



La liturgia de la Palabra se atiene una vez más, en este décimo octavo domingo del tiempo ordinario Ciclo B, al capítulo 6 de san Juan. Todavía no hemos abandonado la sinagoga de Cafarnaúm, donde Jesús está pronunciando su conocido discurso después de la multiplicación de los panes, objeto de meditación del domingo pasado.

A raíz del milagro, la gente había pretendido hacerlo rey, pero Jesús se había retirado, primero al monte para estar a solas con Dios Padre, que es el mejor modo de que hablar sea orar, y orar hablar. Se había cumplido también esta vez el repetido adagio que proclama: «Nunca está uno menos solo que cuando esta solo». A solas con Dios no era estar solo, sino en la dulce compañía de la Trinidad adorable. El caso es que desde allí, pues, había continuado más tarde hasta Cafarnaúm.

Al no verlo, la multitud había emprendido presurosa su búsqueda hasta encontrarlo. Las gentes habían subido a unas barcazas hasta dar con él en la otra parte del lago. Bien sabía Jesús, no obstante, el porqué de tanto entusiasmo: «Me buscáis no porque habéis visto signos (porque vuestro corazón quedó impresionado), sino porque comisteis pan hasta saciaros» (v.26).

Quiere Jesús abrir a estos corazones que todavía no acaban de salir de su asombro, un horizonte desconocido de la existencia que no sea simplemente el de las preocupaciones diarias de comer, de vestir, de la carrera. Habla de un alimento que no perece, que es importante buscar y decisivo acoger: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre» (v.27).

Con la definición que de sí mismo da, Jesús dice que Dios está presente en Él para nosotros, los hombres, y que se preocupa de nosotros, de nuestra vida, de nuestros quehaceres. Jesús en persona es la nueva y definitiva forma de la presencia poderosa y activa de Dios, destinada ahora no solo a ser protección y guía y valimiento, sino también comunión personal de vida, intimidad: Luz.



Con todo y con eso, a la muchedumbre se le hace difícil, si es que no imposible, comprender. Creen aquellas sufridas gentes que Jesús pide observar preceptos para poder obtener la continuación de aquel milagro: « ¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (v.28). Jesús es claro: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que Él ha enviado» (v.29). El centro de la existencia, lo que da sentido y firme esperanza al camino de la vida, a menudo tortuoso y difícil, es la fe en Jesús, el encuentro con Cristo, la comunión con su cuerpo y con su sangre.

De ahí que también en nosotros quepa la pregunta: « ¿Qué tenemos que hacer para alcanzar la vida eterna?». Y Jesús dice: «Creed en mí». La fe, sin duda, es lo fundamental. Porque aquí no se trata de seguir una idea, o un proyecto, sino de encontrarse con Jesús como una Persona viva, de dejarse conquistar totalmente por Él y su Evangelio. Jesús invita a no quedarse en el horizonte puramente espacioso y humano de la vida, sino a abrirse al horizonte de Dios, o sea el horizonte de la fe. Exige sólo acoger el plan de Dios, es decir, «creer en el que Él ha enviado» (cf. v. 29).

Notemos un detalle nada baladí: Moisés había dado a Israel el maná, el pan del cielo, con el que Dios mismo había procurado alimentar a su pueblo durante tantos y tantos años de travesía por el desierto. Jesús, en cambio, no da algo, se da a sí mismo: Él es el «pan verdadero, bajado del cielo»; Él, la Palabra viva del Padre. En el encuentro con Él encontramos al Dios vivo.

« ¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (v.28). He aquí la pregunta de la inquieta muchedumbre, dispuesta a actuar, para que el milagro del pan continúe. Pero Jesús, verdadero pan de vida que sacia nuestra hambre de sentido, de verdad, no se puede «ganar» con el trabajo humano; sólo viene a nosotros como don del amor de Dios, como obra de Dios que es preciso pedir y acoger.

Hay sobrados motivos para dar gracias a Dios, porque nos da a conocer lo que está oculto: su voluntad respecto de nosotros; «el misterio de su voluntad». «Mysterion», «misterio»: un término que se repite a menudo en la Sagrada Escritura y en la liturgia.

Para el lenguaje común, indica lo que no se puede conocer, una realidad que no podemos aferrar con nuestra propia inteligencia. El himno que abre la Carta a los Efesios, por ejemplo, nos lleva de la mano hacia un significado más profundo de este término y de la realidad que nos indica.

Para los creyentes, «misterio» no es tanto lo desconocido, sino más bien la voluntad misericordiosa de Dios, su designio de amor que se reveló plenamente en Jesucristo y nos brinda la posibilidad de «comprender con todos los santos lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, y conocer el amor de Cristo» (Ef 3,18-19). El «misterio desconocido» de Dios es revelado, y es que Dios nos ama, y nos ama desde la eternidad.

Reflexionemos sobre esta profunda oración. «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 1,3). San Pablo usa el verbo «euloghein», que generalmente traduce el término hebreo «barak»: significa alabar, dar gracias a Dios Padre como Aquel que «nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos» (ib.).



El Apóstol reflexiona también sobre los motivos que impulsan al hombre a esta alabanza presentando los elementos fundamentales del plan divino de la salvación y de la Iglesia y sus etapas. Ante todo debemos bendecir a Dios Padre porque —así escribe san Pablo— él «nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por la caridad» (v. 4). Lo que nos hace santos e inmaculados es la caridad. Dios nos ha llamado a la existencia, a la santidad. Y esta elección es anterior incluso a la creación del mundo. Desde siempre estamos en su plan, en su pensamiento.

San Pablo se eleva desde el principio al plano celeste en el que se mantendrá en toda la epístola. Y en el v. 4 tenemos la primera bendición: el llamamiento de los elegidos a la vida bienaventurada, incoada ya de una manera mística por la unión de los fieles con Cristo glorioso. Nos hace santos, pues, la caridad, pero aquí el «amor» designa, ante todo, el amor de Dios para con nosotros, que provoca su «elección» y su llamamiento a la «santidad».

Con Jeremías podemos afirmar también que antes de formarnos en el seno materno él ya nos conocía (cf. Jr 1,5), «eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (Ef 1,5); y conociéndonos nos amó. La vocación a la santidad, es decir, a la comunión con Dios pertenece al plan eterno de este Dios, un plan que se extiende en la historia y comprende a todos los hombres y mujeres del mundo, porque es una llamada universal.

Dios no excluye a nadie; su proyecto es sólo de amor. Tenemos aquí la segunda bendición: el llamamiento de los elegidos a la santidad, que es el de la filiación divina, cuya fuente y modelo es Jesucristo, el Hijo único. San Juan Crisóstomo afirma: «Dios mismo nos ha hecho santos, pero nosotros estamos llamados a permanecer santos. Santo es aquel que vive en la fe» (Homilías sobre la Carta a los Efesios, I, 1, 4).

El Evangelio nos presenta hoy la reacción de los discípulos a ese discurso, una reacción que Cristo mismo, de manera consciente, provocó. El evangelista Juan —presente junto a los demás Apóstoles—, refiere que «desde entonces muchos de sus discípulos se echaron atrás y no volvieron a ir con él» (Jn 6,66). ¿Por qué? Porque no creyeron en las palabras de Jesús, que decía: Yo soy el pan vivo bajado del cielo, el que coma mi carne y beba mi sangre vivirá para siempre (cf. Jn 6,51.54); ciertamente, palabras, en ese momento, difícilmente comprensibles.

Al ver que muchos de sus discípulos se iban, Jesús se dirigió a los Apóstoles diciendo: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6,67). Como en otros casos, es Pedro quien responde en nombre de los Doce: «Señor, ¿a quién iremos? —también nosotros podemos reflexionar: ¿a quién iremos?— Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69).

Bellísimo el comentario de san Agustín, sobre el capítulo 6 de san Juan: «Mirad cómo Pedro, por donación de Dios, porque el Espíritu Santo ha vuelto a crearlo, ha entendido. ¿Por qué, sino porque ha creído? Tú tienes palabras de vida eterna, pues tienes la vida eterna en el servicio de tu cuerpo y tu sangre. Y nosotros hemos creído y conocido (v.70). No hemos conocido y hemos creído, sino: hemos creído y conocido, pues hemos creído para conocer, porque, si quisiéramos primero conocer y después creer, no seríamos capaces ni de conocer ni de creer. ¿Qué hemos creído y qué hemos conocido? Que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios (Jn 6,68-70), esto es, que tú eres la vida eterna misma, y que en tu carne y sangre no das sino lo que eres» (In Io. eu. tr., 27,9).

Sabía Jesús que entre los Doce había incluso uno que no creía: nada menos que Judas. Ahora bien, Judas pudo haberse ido, como acabaron yéndose muchos discípulos. Es más, digamos que tendría que haberlo hecho, abandonando él también, de haber tenido un mínimo de honradez y decencia. En cambio, prefirió quedarse con Jesús. ¿Para qué y por qué? Se quedó no por fe, por supuesto; tampoco por amor, está claro. Se quedó, sin duda, con la secreta intención de vengarse del Maestro.



Digámoslo entonces sin tapujos y claro y de una vez: se quedó porque Judas se sentía traicionado por Jesús, y porque su decisión era que él, a su vez, lo iba a traicionar. Judas era un zelote, no se olvide esto, y quería un Mesías triunfante, victorioso, vindicador, que acaudillase una revuelta contra los romanos. Y Jesús, a su entender, había defraudado tales expectativas. El problema, en definitiva, es que Judas no se fue. Es decir, no fue consecuente. De ahí que su culpa más grave fuese, por eso, la falsedad, que es la marca inequívoca del diablo. Se explica, pues, que Jesús dijera a los Doce: «Uno de vosotros es un diablo» (Jn 6,70).

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