Lo reconocieron al partir el pan



El misericordioso evangelista Lucas nos regala todos los años por estas fechas pascuales el célebre episodio de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35). Confieso que a mí es de las historias que más me gustan, no ya sólo por el paisaje natural, del que algunos pinceles ilustres se han ocupado revistiéndolo con frondosos árboles y verdes praderas floreales a lo largo y ancho del camino, lo que, para tierras de Israel, de suyo calcáreas y polvorientas, supone tener una fantasía loca y punto menos que a prueba de neurólogo, sino, ante todo, por los discípulos mismos, esos que arrojaron la toalla enseguida y se las piraron de Jerusalén más pronto que tarde.

Hay que admitir que lo de frondosos árboles y verdes praderas floreales, como digo, hace recordar el consabido italianismo de se non è vero, è ben trovato. Pienso, no obstante, que los cuadros y los óleos y los lienzos quedarían mucho mejor si se ajustaran de lleno a la realidad, mucho más prosaica que poética, desde luego. Pero ya se sabe que los pintores son, en ocasiones, caprichosos con el pincel. Y ni te cuento ya si quien mueve el pincel es un iconógrafo, cuyas figuras les resultan a los occidentales tan extrañas y difíciles de interpretar. Un poco más, y Picasso se queda corto.

Y en cuanto a los discípulos, tampoco es que se salgan ni un milímetro siquiera del prefijado marco estereotipo de la Pasión, cuando todos, o casi todos, lo abandonaron. Comparados con Pedro, que lo negó, y no digamos ya con Judas, que se ahorcó, estos quedan como unos sanluises. Abandonan el barco cuando les parece que ya está haciendo aguas y adiós muy buenas que para luego es tarde. «Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel» (Lc 24, 21). ¡Vaya que si esperaban! ¡Y con las alforjas al hombro, ya me contarás! El escándalo de la Cruz, no hay duda, había hecho grandes estragos en la pequeña grey del Maestro.

El cambio en toda esta historia, pues, resultó descomunal. El cuerpo resucitado de Cristo está ya en otra onda y pertenece, como mínimo, al estándar de los llamados cuerpos gloriosos. Dicen los expertos en Sagrada Escritura que en las apariciones referidas por san Lucas –es nuestro caso de hoy- y Juan, los discípulos no reconocen al Señor a la primera –y yo añadiría que ni a la segunda-, sino sólo a consecuencia de una palabra o de una señal. Y es que aun manteniéndose idéntico a sí mismo, el cuerpo del Resucitado se encuentra en un estado nuevo que modifica su figura exterior (cf. Mc 16,12), y lo libra de las condiciones sensibles de este mundo (cf. Jn 20,19). Es decir, que estando, no está. O peor aún: que está sin estar.

En cuanto a los cuerpos gloriosos, ya dice san Pablo que «se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual» (1Co 15, 44). San Pablo insiste mucho más en la discontinuidad que en la continuidad del cuerpo. De modo que, de «natural» o «psíquico», el cuerpo se hace entonces «pneumático», incorruptible, inmortal, glorioso, liberado de las leyes de la materia terrestre y de sus apariencias.

Nada extrañe, por tanto, que estos dos atolondrados discípulos, también ellos objeto de un cambio sin precedentes, aunque estuvieran habituados al dulce acento de la voz del Maestro durante su vida pública, caminen ahora como contertulios que se quitan unos a otros la palabra y escuchen al compañero de viaje, el Resucitado nada menos, sin la más mínima sospecha de quién es o pueda ser. Torpes de oído hasta con sonotone. Y los ojos, como para visitar cuanto antes al oculista. Están como para cazarlas al vuelo.



Tristes y abatidos han dejado Jerusalén para dirigirse a una aldea relativamente cercana llamada Emaús. Se les une Jesús resucitado, pero ellos, ya digo, no lo reconocen. Sintiéndolos desconsolados, les explica, basado en las Escrituras, que el Mesías debía padecer y morir para entrar en su gloria. Después de un gran trecho de camino, entra con ellos en casa –le apremian tanto…: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado» (Lc 24, 29)--, se sienta a la mesa, bendice el pan, lo parte y se lo va dando y entonces…«se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su lado» (Lc 24, 30), dejándolos asombrados ante aquel pan partido, nuevo signo de su presencia. Los dos volvieron inmediatamente a Jerusalén y contaron a los demás discípulos lo que había sucedido.

Son muchos los detalles que adornan este cuadro. Por de pronto, la localidad de Emaús no ha sido identificada todavía con certeza. Incluso hay quien sostiene que la distancia de «sesenta estadios» (Lc 24, 13), algunas variantes, con menos apoyos es cierto, prefieren, más bien, «ciento sesenta». Hay diversas hipótesis, pues, pero esto mismo es de veras sugestivo, porque nos permite pensar que Emaús representa en realidad todos los lugares: el camino que lleva a Emaús es el camino de todo cristiano, más aún, de todo hombre. En nuestra vida puede haber muchos Emaúses: lugares a donde nos dirigimos también nosotros llenos de pesadumbre y hasta desesperanzados –que no desesperados- y de pronto, se nos allega el mismo Cristo mediante un amigo, una persona de bien, una circunstancia enteramente insólita y singular y, a la vez, luminosa. En nuestros caminos Jesús resucitado se hace compañero de viaje para reavivar en nuestro corazón el calor de la fe y de la esperanza y partir el pan de la vida eterna.

En la conversación de los discípulos con el peregrino desconocido impresiona la expresión «Nosotros esperábamos...» (Lc 24, 21). Este verbo en pasado lo dice todo: Hemos creído, hemos seguido, hemos esperado, hemos aguantado, pero mira tú por dónde, ahora, de pronto, el castillo de naipes se ha venido abajo. También Jesús de Nazaret, manifestado como un profeta poderoso en obras y palabras, ha fracasado, y nosotros estamos decepcionados.

Este drama es como un espejo de la situación de muchos cristianos de nuestro tiempo. Al parecer, la esperanza de la fe ha fracasado. La fe misma entra en crisis –con todo lo que supone entrar en crisis-- a causa de experiencias negativas que nos llevan a sentirnos abandonados por el Señor. Pero este camino hacia Emaús, por el que tantas veces avanzamos también nosotros como la Iglesia, por decirlo con san Agustín, «entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (De ciu. Dei 18, 51,2; cf. LG 8). ¡Qué diré consuelos de Dios, palabras-hoguera, palabras enardecidas, palabras-brasa del Resucitado puede llegar a ser el camino de una purificación y maduración de nuestra fe en Dios! « ¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24, 32).

También hoy podemos entrar en diálogo con Jesús escuchando su palabra. Así, el encuentro con Cristo resucitado, posible también hoy, nos da una fe más profunda y auténtica, templada, digámoslo así, por el fuego del acontecimiento pascual; una fe robusta, porque no se alimenta de ideas humanas, sino de la palabra de Dios y de su presencia real en la Eucaristía. El efecto de aquella catequesis del Cristo itinerante es…eso, fulminante, porque al punto se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once. Volvieron a la Comunidad, de la que nunca debieron apartarse.



Este estupendo texto evangélico contiene ya la estructura de la santa misa: en la primera parte, la escucha de la Palabra a través de las sagradas Escrituras; en la segunda, la liturgia eucarística y la comunión con Cristo presente en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. La Iglesia, alimentándose en esta doble mesa, se edifica incesantemente y se renueva día tras día en la fe, en la esperanza y en la caridad.

Sólo el Viviente puede hacer que reemprenda su camino el que, cansado y triste, no tiene esperanza. Es lo que experimentaron aquellos discípulos de camino hacia Emaús (cf. Lc 24, 13-35). Hablan de Jesús, pero su «rostro triste» (cf. v. 17) expresa sus esperanzas defraudadas, su incertidumbre y su melancolía: Jesús de Nazaret lo había hecho todo nuevo, había transformado su vida; pero ahora estaba muerto y parecía que todo había acabado.

Jesús, no obstante, con infinita paciencia, «comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras» (v. 27) ofreciendo su clave de lectura fundamental, es decir, él mismo y su Misterio pascual: de él dan testimonio las Escrituras (cf. Jn 5, 39-47). El sentido de todo, de la Ley, de los Profetas y de los Salmos, repentinamente se abre y resulta claro a sus ojos. Jesús había abierto su mente a la inteligencia de las Escrituras (cf. Lc 24, 45).





La presencia de Jesús, primero con las palabras y luego con el gesto de partir el pan, permite a los discípulos reconocerlo, y pueden sentir de modo nuevo lo que habían experimentado al caminar con él. Como dice san Pedro, «mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, fueron regenerados para una esperanza viva» (cf. 1 P 1, 3).

Y como ellos reconocieron a Jesús al partir el pan, así hoy, al partir el pan, también nosotros reconocemos su presencia. Los discípulos de Emaús lo reconocieron y se acordaron de los momentos en que Jesús había partido el pan. También nosotros podemos encontrar y conocer a Jesús en la mesa de la Palabra y en la mesa del Pan y del Vino consagrados. Cada domingo la comunidad revive así la Pascua del Señor y recibe del Salvador su testamento de amor y de servicio fraterno.


Al partir el pan

Y fue al partir el pan, aquel momento,
cuando los de Emaús reconocieron,
ellos que habían visto y no supieron
adivinar el timbre de tu acento.

Y fue al partir el pan, aquel fragmento
del puro instante en que al mirar te vieron,
cuando aquellos discípulos sintieron
que desaparecías como el viento.

Pero tú fuiste allí, huésped divino,
palabra, pan y gesto concertados,
de Pascua aparición y resplandor.

Deja, pues, que prosigan su camino
tu corazón y el nuestro, acompasados
al caer de la tarde por tu amor.

(Pedro Langa Aguilar, Al son de la palabra.
Religión y Cultura, Madrid 2013, p. 62)

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