De traiciones y negaciones



No será porque Jesús no lo había advertido: que tenía que padecer, ser entregado en manos de los pecadores, escupido, befado, escarnecido. Que, herido el pastor, se dispersarían las ovejas. Que acabaría en la cruz a manos de los gentiles, pero al tercer día resucitaría. Estos y muchos otros similares supuestos conforman lo que tradicionalmente denominamos el escándalo de la Cruz. La advertencia más plástica y solemne, si se quiere, había irrumpido unas semanas antes en el Monte Tabor con su Transfiguración. Pues ni por esas. No quisiera uno cargar aquí las tintas contra los Apóstoles, ni falta que hace, porque similar actitud después de todo adoptamos hoy nosotros en tantas y tantas circunstancias por las que Dios nos habla, interpela, sale al camino largo y fatigoso de la fe.

En este martes santo de la Semana Santa Ciclo B, suena la lección por partida doble: De un lado, el anuncio de la traición de Judas (cf. Jn 13, 21-33). Y de otro, el de las negaciones de Pedro (cf. Jn 13, 36-38). Ambos deberán afianzar la fe de los discípulos, manifestando la ciencia divina de Jesús y la verdad de las Escrituras: «Os lo digo desde ahora, antes de que suceda, para que, cuando suceda, creáis que Yo Soy» (Jn 13, 19). Es tanto como asegurar que estos avisos tenían una fuerte carga apologética en boca de Jesús. Habría que descender ahora mismo hasta la denominada apologética del milagro para dar siquiera con una mínima dosis del enorme caudal que detrás de tales asertos se esconde.

En cuanto al anuncio de la traición de Judas --«En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me entregará» (Jn 13, 21-33)--, el alma queda sobrecogida y presa de estupor, ante todo porque juega con elementos altamente reveladores, pero analizados a posteriori, ya que en aquel momento san Juan matiza que «los discípulos se miraban unos a otros, sin saber de quién hablaba» (v. 22). El desarrollo de los acontecimientos se encargará de ir arrojando luz en medio de tanta noche oscura. San Juan, por ejemplo, agrega que tras el bocado que le da a Judas, «entró en él Satanás» (v.27). Y que, «En cuanto tomó Judas el bocado, salió. Era de noche» (v.30). San Agustín comenta con su acostumbrada sagacidad ambos aspectos.

Acerca del primero, explica: «aquí se nos advierte cuánto cuidado debe ponerse en no recibir lo bueno con malas disposiciones. Mucho importa conocer, no lo que recibe, sino quién lo recibe; no la naturaleza de lo que se da, sino las disposiciones de aquel a quien se da. Porque hay cosas buenas que dañan y cosas malas que aprovechan, según a quienes son suministradas […] Ahí tenéis el mal causado por el bien cuando el bien se recibe de mala manera» (In Io. tr. 62,1).

Al hilo del discurso, el santo apura todavía más las cosas cuando agrega: «Tras este pan, pues, entró Satanás en el traidor del Señor, para tomar plena posesión del que ya estaba a él entregado, y en el cual había entrado antes para seducirlo […] Entró primeramente, infiltrando en su corazón el pensamiento de traicionar a Cristo, pues ya en este estado había venido a la cena. Y ahora tras el pan entró en él, no para tentar a otro distinto, sino para tomar posesión del que ya era suyo» (In Io. tr. 62,2).



En lo que al segundo aspecto de san Juan atañe, san Agustín es de una profundidad teológica singular. Allí donde san Juan dice: «Era ya de noche», afirma el Obispo de Hipona: «Y también el que salió era noche. Habiendo, pues, salido la noche, dijo Jesús: Ahora es glorificado el Hijo del hombre. El día habló al día, esto es, Cristo a los discípulos fieles, para que le escuchasen y, siguiéndole, le amasen; y la noche anunció a la noche la sabiduría, esto es, Judas a los infieles judíos, para que viniesen a Él y, persiguiéndole, le prendiesen» (In Io. tr. 62, 6).

Vengamos seguidamente al otro anuncio, el de la negación de Pedro (Jn 13, 36-38). Se las prometía muy felices san Pedro con ese arrojo de inmediatez y bravura frente a lo desconocido: « ¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti». Como diría el refrán: “No quieres caldo, pues tres tazas”. Y ciertamente, si preguntáramos a Malco sobre el instante del prendimiento en Getsemaní, tendríamos que reconocer que al principio sí que tiró de espada hasta casi desorejarlo.

Pero el Señor Jesús, que sabía de la flojera espiritual de su Apóstol, cortó inmediatamente en seco con un anuncio para ponerle sobre aviso: «¿Que darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te digo: no cantará el gallo antes que tú me hayas negado tres veces» (v. 38). El castizo comentarista lo tiene claro: “Vuelve por otra, hermano”. Y ese gentil y desenvuelto comentarista lo tenemos en Hipona.

Así que volvamos a la sutileza analítica del Hiponense: «Pedro, ¿por qué te apresuras? La Piedra aún no te ha dado solidez en su espíritu […] Veía el deseo de su corazón, pero no veía en él la fuerza necesaria. El enfermo se jactaba de su voluntad, pero el Médico conocía su debilidad; aquél prometía, éste preveía; era osado el ignorante, y quien todo lo sabía le instruía. ¡Cuánto había cargado Pedro mirando a su voluntad e ignorando sus fuerzas! ¡Cuánta carga había puesto sobre sus hombros, confiando poder ofrecer al Señor su vida, cuando Él fuese a dar la suya por sus amigos, y por tanto también por él, y prometiendo dar su vida por Cristo aun antes de haber dado Cristo la suya por él!» (In Io. tr. 66, 1).

La viveza de tales razonamientos es de una plasticidad tal que no parece sino que Agustín mismo estuviera reconviniendo al Apóstol con palabras salidas de Jesús: «¿Vas a ir delante tú que no puedes seguirme? ¿Por qué presumes tanto, qué piensas de ti, quién crees que eres? Escucha lo que tú eres: En verdad, en verdad te digo que antes de cantar el gallo me habrás negado tres veces. Mira cómo te verás tú, que tan alto hablas, ignorando lo pequeño que eres. Tú que me ofrendas tu muerte, negarás tres veces a tu vida. Tú, que te crees con fuerzas para morir por mí, mira de vivir antes por ti, porque, temiendo la muerte de tu cuerpo, darás la muerte a tu alma. Cuanto es para la vida el confesar a Cristo, tanto es para la muerte negar a Cristo» (Ib.).

La escena, por supuesto, no ha concluido. El Pastor de almas quiere que sus fieles de Hipona se repongan del susto, que esto, de puro fuerte, no es para beberlo de un trago, sino a sorbos. De ahí la conveniencia en aclarar el final de ambos reveses apostólicos, tan distintos entre sí. El de Judas lo resume la soga… Acierta la sabiduría del refrán cuando afirma que «mentar la soga en casa del ahorcado no es nada acertado».

En la disputa que san Agustín mantuvo contra los donatistas, Judas es personaje frecuente utilizado por ambas partes. El Cisma solía ver en Judas al prototipo del traidor, al miembro de la ciudad del diablo. Pero los donatistas, que presumían de ser la Iglesia de los mártires, llegando en ello a la aberración del suicidio tanto individual como colectivo, evitaban precisamente el de la soga para no parecerse a Judas (Langa: BAC 498, p. 873).

San Agustín opone a los cismáticos donatistas que Judas, de discípulo se convirtió en traidor, pero, al ahorcarse, «más bien aumentó que expió la felonía de su traición» (De ciu. Dei 1, 17). Judas, según san Agustín, recibió el Cuerpo de Cristo en la Cena. Como Pedro. Ambos, pues. Pero Pedro para vida, y Judas para muerte. Y la paciencia del Señor soportando al discípulo malvado es un ejemplo de cómo los buenos han de soportar a los malos.



El ejemplo de Pedro lavando su negación con sus lágrimas pone de relieve que nosotros, teniendo a Pedro a la vista, no hemos de fiarnos de las fuerzas humanas. El fragmento que sigue lo dice todo con meridiana claridad. Veamos: «Y ¿qué otra cosa hizo nuestro Maestro y Salvador sino demostrarnos con el ejemplo del primero de los apóstoles que nadie debe presumir de sí mismo? Pedro recibió en su alma lo que ofrecía en su cuerpo. Pero no murió por el Señor como él temerariamente presumía, sino que murió de otra manera. Porque antes de la muerte y resurrección del Señor murió negándole, y revivió llorando su culpa; murió, porque él presumió con arrogancia, y revivió, porque Él le miró con benignidad» (In Io. tr. 66,2).

«La cruz del Señor –tiene escrito Benedicto XVI-- abraza al mundo entero; su vía crucis atraviesa los continentes y los tiempos. En el vía crucis no podemos limitarnos a ser espectadores; por eso debemos buscar nuestro lugar. ¿Dónde estamos nosotros?» He ahí el quid de la cuestión: averiguar qué personaje del vía crucis encarna cada uno. Sería muy de temer ponerse de pronto a negar que en nosotros existe siempre la posibilidad de una traición. El papel de Judas es de fácil interpretación.

Bien haremos, pues, en pedirle al Señor humildemente la virtud de la fortaleza para no ser traidores. La traición de Judas nos produce de nuevo escalofríos. ¿Es posible traicionar a Dios de esta manera? Cada pecado es una traición, una deslealtad. No nos excusemos tanto en la debilidad, en la maldad de los demás, en la fuerza del ambiente. Somos pecadores que en más de una ocasión no queremos aceptar nuestro pecado. No en vano el refranero ha estereotipado el prototipo de la traición en una palabra: Judas. Llamarle a uno Judas es como decirle traidor.



¿Y qué decir de Pedro? Todo fue cantar el gallo, y Pedro volvió en sí. Jesús sale entonces de la casa de Anás a la de Caifás, y en el revuelo de la salida, sus miradas se cruzan. Jesús le mira con compasión. Pedro se dio cuenta de lo que había hecho y, «saliendo fuera rompió a llorar amargamente» (Mt 26,75). Amargura y lágrimas.

El pecado de Pedro no fue falta de amor, sino debilidad y presunción; el pecado propio de un bocazas. Acudió al palacio del pontífice y se quedó allí por amor, pero era más débil de lo que pensaba. Su negación no fue falta de fe, sino debilidad pasajera. Estaba fuera de sí cuando negó al Señor, como el hijo pródigo de la parábola. Por eso, cuando volvió en sí, la amargura inundó su corazón; y las lágrimas alcanzaron misericordia.

Volver arriba