La unción de Betania



Cruzado ese dintel de la Semana Santa que es el Domingo de Ramos, contemplamos las últimas andanzas de Cristo «fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres» (1Co 1, 23s). Lo que no deja de servir de particular consuelo a la vez que de acicate en una hora confusa como la que nos ha tocado vivir, cuando compatriotas nuestros se permiten incluso escarnecer de nuevo al Señor con pinturas obscenas, constitutivas de un delito, que por sí solo revela ya la estatura moral de quien lo perpetra. Si para gentes así Cristo no pasa de ser lo que la zafiedad se propone ridiculizar con semejante ofensa gratuita a nuestra sacrosanta religión, para los creyentes, por el contrario, insisto, «es fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Co 1, 23s).

Entre el Domingo de Ramos y el Triduo Pascual existe un cambio radical en la vida de Jesús: el que va del Jesús que predica al Jesús predicado. Se ha dicho que los Evangelios nacieron como historias de la pasión, precedidas de una larga introducción; lo que significa tanto como afirmar que los Apóstoles concibieron el relato de lo que Jesús dijo [durante su vida pública] como indispensable introducción para comprender lo que hizo mediante su pasión, muerte y resurrección.

La predicación de Jesús, pues, constituye todo un misterio, porque no contiene sólo la revelación de una doctrina, sino que explica el misterio mismo de la persona de Cristo; es esencial para entender: ya lo que precede --Misterio de la Encarnación--, ya lo que sigue: Misterio de la Pascua. Sin la palabra de Jesús, estos misterios no pasarían de ser eventos mudos.

Los evangelistas apuntan a Jerusalén y concretamente al Calvario como lugares del Misterio pascual: «Llegaron a un lugar llamado Gólgota (que significa la Calavera) » [Mt 27,33; Mc 15, 22]. «Cuando llegaron al lugar llamado la Calavera, allí lo crucificaron, junto con los criminales, uno a su derecha y el otro a su izquierda» (Lc 23,33; Jn 19, 17).

Para los peregrinos que hoy visitan Tierra Santa resulta difícil imaginar el aspecto de ambos lugares dos mil años atrás. Las sucesivas construcciones han transformado por completo el área vacía fuera de las murallas de la Ciudad Santa en el siglo I. El Gólgota entonces no quedaba lejos, pero sí fuera de Jerusalén. Y san Juan lo precisa: «El lugar donde había sido crucificado Jesús estaba cerca de la ciudad» (Jn 19, 20). ¿Pero qué sentido hay que dar a todo esto desde la Teología?

Evidentemente doble: cronológico y geográfico. El Verbo de Dios encarnado en la plenitud de los tiempos no es un personaje utópico, ni Alguien inaprehensible, ni un ser extraño, aparente, y sólo para la fe; ni el Hijo de Dios que se queda en lo más alto de los cielos, esto es, en lo más lejano de los problemas de los hombres. Antes al contrario, es un Dios humanísimo, simplicísimo, humildísimo y realísimo, es decir, un hombre histórico, que decide efectuar la redención del mundo en un lugar concreto de nuestro Planeta (Jerusalén: el Gólgota), y en un tiempo concreto (bajo Poncio Pilato, en tiempos del Imperio Romano), bajo las autoridades religiosas de Israel: Anás y Caifás.

Los evangelistas se preocupan de puntualizar la cercanía de la Pascua en Jesús como un subir a Jerusalén. Para san Juan, la Pascua viene instituida sobre la cruz, en el momento en que Jesús, verdadero Cordero de Dios, es inmolado. Establece así en su evangelio un sincronismo (= coincidencia en el tiempo entre las diferentes partes de un proceso): de una parte, subraya continuamente el acercarse la Pascua de los judíos (= faltaban seis días para la Pascua de los judíos; -era el día primero de la Pascua, -era el día de la Pascua); de otra, destaca el acercarse, para Jesús, de su hora, la de su glorificación, es decir, su muerte. Hay un acercarse temporal (de un día y de una hora) y otro espacial (hacia Jerusalén), hasta que ambos momentos se encuentran en el Calvario el 14 de Nisán, justo cuando en el templo comenzaba la inmolación de los corderos pascuales.

Para subrayar esto, san Juan precisa que a Jesús no le fue roto en la cruz ningún hueso (cf. Jn 19, 36), según estaba prescrito para la víctima pascual (cf. Ex 12, 46). Es como si hubiese querido hacer suyas las palabras proféticas del Bautista: He aquí el Cordero. Hoy, lunes, primer día de la Semana Santa dentro del Ciclo B, quiero detenerme en la unión de Betania.

A cualquier lector medianamente versado en Biblia se le alcanza que el relato evangélico confiere un intenso clima pascual a nuestra meditación: la cena en Betania es preludio de la muerte de Jesús, bajo el signo de la unción que María hizo en honor del Maestro y que él aceptó en previsión de su sepultura (cf. Jn 12, 7). Pero también es, a la vez, anuncio de la resurrección, mediante la presencia misma del resucitado Lázaro, testimonio elocuente del poder de Cristo sobre la muerte.

Además de su profundo significado pascual, la narración de la cena en Betania encierra una emotiva resonancia, pletórica de afecto y devoción; mezcla, si se quiere, de alegría y de dolor: alegría de fiesta por la visita de Jesús y de sus discípulos, por la resurrección de Lázaro, por la Pascua ya cercana; y amargura profunda porque esa Pascua podía ser la última, como hacían temer las intrigas y maquinaciones de los judíos, que tramaban la muerte de Jesús, y las amenazas contra el mismo Lázaro, cuya muerte planeaban.

En este pasaje evangélico destaca de modo singular un gesto del todo elocuente a nuestras conciencias pluriseculares. Me refiero a la unción de Betania. María de Betania, «tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos» (Jn 12, 3). Es uno de los detalles de la vida de Jesús que san Juan procuró recoger en la memoria de su corazón y que contienen inagotable fuerza expresiva. Habla del amor a Cristo, un amor sobreabundante, pródigo, como el ungüento «muy caro» derramado sobre sus pies. Un hecho que, --todo un síntoma, desde luego--, escandalizó a Judas Iscariote: la lógica del amor contrasta con la del interés económico.

Comentando este pasaje del evangelio de san Juan, escribe san Agustín: «La casa se llenó de olor, y el mundo se llena con la buena fama, porque la buena fama es un olor agradable. Quienes bajo el nombre de cristianos viven mal, injurian a Cristo, de los cuales se dice que por ellos es blasfemado el nombre de Dios. Si por estos tales es blasfemado el nombre de Dios, por los buenos es alabado su santo nombre» (In Io. evang. tr., 50, 7). «Y la casa se llenó del olor del perfume» (Jn 12, 3). Merece la pena, pues, analizar dicho texto vislumbrando ya la luz de la Resurrección de Cristo, que brillará en la Vigilia pascual después de la dramática oscuridad del Viernes Santo.



Al acto de María se contraponen la actitud y las palabras de Judas, quien, bajo el pretexto de la ayuda a los pobres, oculta el egoísmo y la falsedad del hombre cerrado en sí mismo, encadenado por la avidez de la posesión, que no se deja envolver por el buen perfume del amor divino. Judas calcula allí donde no se puede calcular, entra con ánimo mezquino en el espacio reservado al amor, al don, a la entrega total. Con su llamada a seguir al divino Maestro, Judas tenía su conversión incoada, mas no acabada: le sobraba ambición y le faltaba amor.

Así que Jesús, que hasta ese momento había permanecido en silencio, interviene a favor del gesto de María: «Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura» (Jn 12, 7). Jesús comprende que María ha intuido el amor de Dios e indica que ya se acerca su «hora», la «hora» en la que el Amor hallará su expresión suprema en el madero de la cruz: el Hijo de Dios se entrega a sí mismo para que el hombre tenga vida, desciende a los abismos de la muerte para llevar al hombre a las alturas de Dios, no teme humillarse «obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 8).

San Agustín, en el Sermón donde comenta este pasaje evangélico, nos dirige a cada uno, con palabras apremiantes, la invitación a entrar en este circuito de amor, imitando el gesto de María y situándonos concretamente en el seguimiento de Jesús. Escribe el santo así: «¡Oh alma, cualquiera que seas!, si quieres ser fiel, unge con María los pies del Señor con precioso ungüento […] Unge los pies de Jesús. Con tu buena vida sigue las huellas del Señor. Sécalos con tus cabellos, y así enjugas los pies del Señor, ya que los cabellos parecen ser lo superfluo del cuerpo. Tienes en qué emplear lo que te sobra; para ti son cosas superfluas, mas son necesarias a los pies del Señor. Sin duda, los pies del Señor, que andan por el mundo, las necesitan» (Ib. 50,6).

«Y la casa se llenó del olor del perfume» (Jn 12,3). El acto de amor de María hacia el Maestro fue el verdadero aroma que llenó la casa aquel día. Ésta es y será una de las grandes paradojas del evangelio: «hay más felicidad en dar que en recibir». El evangelista resalta que el perfume era de gran valor. Algunos lo consideraron una exageración, un derroche, un desperdicio...



Sin embargo, nos damos cuenta de que no es una forma de pensar exclusiva de aquellos tiempos, sino algo que se extiende hasta nuestros días. El perdón viene interpretado como debilidad, la generosidad como locura, el servicio a los demás como una humillación. Y es que el metro con el que se juzgan esos actos sigue siendo el egoísmo y no el honor que se nos otorga al tener la oportunidad de dar gloria a Dios y de amarle en nuestros hermanos.

Poder donarse a los demás es un verdadero honor, pues Cristo siempre cumple la promesa que hizo a quienes siguieran sus enseñanzas: «el ciento por uno en esta vida y la vida eterna en el cielo». Amar a Dios y a los demás nos exige un precio (entregar alguna comodidad, dejar que otro sea preferido a mí, ceder mi tiempo, etc.) pero a la vez nos otorga la felicidad más grande del hombre. ¡No tengamos miedo a ennoblecer nuestra vida con el perfume del amor!

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