Audaz relectura del cristianismo (6). Jaque mate al mal: la mayor descarga de la mente humana.



Relato bíblico

El problema del mal, concepto quicial en torno al que gira el cristianismo tradicional, es posiblemente la cuestión más difícil y peliaguda que se plantea una revisión audaz del cristianismo al toparse aquí con una clave muy desenfocada. Sabemos que la minúscula pero trascendental historia de Adán y Eva llenando el escenario del Paraíso en el relato bíblico sobre la creación del mundo por Dios es una fábula. Pero, ¿lo es también el relato mismo, concebido para explicar el comportamiento perverso de los israelitas coetáneos del relator?


Francamente, pienso que sí y que el recurso a un pecado original, transferible de generación en generación, se debió solo al desenfoque de una cuestión primaria muy espinosa, la de exponer de forma convincente por qué los seres humanos, creados tan cuidadosamente por Dios, nos comportamos mal o somos radicalmente malos. De ahí deberemos partir para poner cada cosa en su sitio. Pero, ¿era preciso echar mano de un pecado tan peculiar para explicar la trayectoria humana y, más en particular, el egoísmo y la idolatría del pueblo elegido con el que el autor del relato lidiaba a diario?

¿Cabe en alguna cabeza que una mujer necia, guiada por una ambición desmedida y una curiosidad malsana, y un versátil monigote de barro, tonto a rabiar, hayan viciado el devenir humano pervirtiendo su naturaleza de tal manera que todo nacido de mujer lleve impresa la fatídica mácula de un pecado ajeno? Ni cabe tal cosa en mente alguna ni los conocimientos actuales nos permiten retrotraernos a una pareja semejante como origen de la especie humana.

De prestar atención a la sensibilidad actual sobre la “igualdad de género”, cabría incluso preguntarse si no tendrán su origen último en el supuesto comportamiento de la tarada madre de todos los vivientes las desigualdades padecidas por las mujeres a lo largo de la trayectoria humana, denunciadas con tanta fuerza en nuestros días por el feminismo


Personificación del mal

¿Mal o malos? ¿Qué es realmente el mal? Son muchos los que afirman taxativamente, aduciendo incluso evidencias bíblicas y dogmáticas, que el mal existe y que está personificado en el diablo, causante de la calamitosa trayectoria humana y razón última del plan divino de redención.

No deberíamos calificar como “malos” los desastres de los bruscos cambios geológicos (terremotos y volcanes), los vaivenes de los ecosistemas (riadas e inundaciones) y los altibajos de la salud (enfermedades), sino valorarlos solo como secuelas de un universo en expansión. Deberíamos incluso entender la muerte como algo connatural a la vida, como desarrollo regenerador. A resultas de todo ello, lo malo queda reducido al ámbito de la conducta humana, al desajuste de nuestras acciones, a nuestra preferencia por contravalores destructivos como, por ejemplo, cuando preferimos odiar a amar, fumar a tener los pulmones limpios, desencadenar guerras a vivir en paz y, en suma, morir a vivir.

Al hablar del mal, deberemos referirnos solo al “mal moral”, a desarreglos importantes de nuestra conducta, si queremos discernir lo realmente malo y descifrar sus entrañas. La gran cuestión del mal se reduce entonces a tratar de saber por qué preferimos los contravalores que nos destruyen a los valores que nos alimentan. ¿Qué pasa realmente cuando un hombre opta por algo que, a la postre, le resulta pernicioso o es perjudicial para sus semejantes?

El desarrollo de nuestras potencialidades hace que podamos perseguir algo malo o inconveniente cuando, equivocadamente, lo valoramos como bueno en el momento de hacerlo. Ofuscados por la inmediatez, perseguimos solo una apariencia de bien. ¿Se peca entonces contra Dios? En vez de remontarse tan alto, lo lógico sería pensar que nuestras meteduras de pata solo nos perjudican a nosotros mismos o a nuestros semejantes y que sus secuelas caen sobre nuestras espaldas como un fardo opresor, pues preferir lo epidérmico a lo sustantivo nos flagela y nos amarga la existencia.

Dios pinta poco en nuestro devenir de aciertos y equivocaciones. Él nos da el ser y nuestra condición de sujetos libres y responsables. Si el hombre pudiera realmente contrariarlo, aparte de que tendría que tener un poder gigantesco para hacerlo (“no ofende quien quiere sino quien puede”), estaríamos hablando de un Dios de poca monta. De saber quién es Dios realmente sería absolutamente imposible injuriarlo, pues al bien supremo solo cabe amarlo.

Incluso en la comisión del más horrendo pecado que podamos imaginar el supuesto pecador busca un bien, valorado como tal en el momento de actuar. Un falso discernimiento le impide ver que ese supuesto bien está envenenado o que es un explosivo. El pederasta asesino, por ejemplo, busca solo satisfacer su desajustado apetito sexual y zafarse de la justicia.


El plan divino de la redención

¿Qué pensar entonces del plan divino de redención llevado a cabo por nuestro Salvador, clave de la lectura tradicional del cristianismo? ¿A qué queda reducida la vida mesiánica de Jesús de Nazaret y los contenidos dogmáticos del Cristo de la fe? Es esta una difícil tarea de discernimiento en la que es preciso hilar muy fino.

¿Necesita realmente Dios demostrarnos que es un gran estratega, capaz de contrarrestar la astucia de su enemigo, el diablo, con un genial plan de salvación, tan cruel como para planificar la muerte en cruz de su propio Hijo? ¿Tan grave fue que Adán mordiera una vulgar manzana a propuesta de su compañera? Es algo que no cabe en la mente del hombre actual, por más que esté acostumbrado al amargor de sus propios horrores. De ahí que piense que solo a un Dios minúsculo podría ocurrírsele someter a semejante prueba de obediencia a los progenitores de la humanidad, sus criaturas preferidas y la más acabada obra de sus manos según el relato bíblico.

Ahondando más, ¿cabría siquiera pensar en un Dios que se hubiera dejado ganar la partida del hombre, aunque solo fuera temporalmente, por Luzbel, su más bella criatura, convertido en diablo por el natural orgullo de su gran perfección? De haber utilizado alguna lógica, el relator del Génesis tendría que haber sabido que solo una criatura deforme, y no el más bello ángel, podría haberse engreído hasta el punto de sublevarse contra su Creador.

Además, siguiendo el relato bíblico, si para enfangar a Adán fue necesario que el ya degradado especulador Luzbel se transformase en culebra para hincarle el diente e inocularle su veneno a una mujer ambiciosa, ¿quién demonios pudo tentarle a él para pecar de orgullo y ambición? Si fue él quien de golpe sintió su desmadrada ambición, tendríamos que deducir que ya llevaba la perversión en sus genes, es decir, que Dios habría creado un ser maligno. Si no fue así, alguien debió de tentarlo. Ello nos llevaría a un proceso indefinido de búsqueda de tentadores hasta dar con una especie de Contradiós, con un absurdo ser absoluto negativo.

No hay lógica alguna en la historieta bíblica del pecado original. Parece obvio que el autor sagrado iba a lo suyo, como si tuviera prisa por encontrar una fórmula para exonerar a Dios de la maldad con que obraba su pueblo y por justificar los exigentes mandamientos que debía imponerle.

Ante tal desenfoque, ¿cómo hemos podido confiar los hombres el destino de nuestras vidas a los contenidos de una fábula literaria? Al autor sagrado le resultó fácil atribuir la perversidad de su pueblo a una supuesta naturaleza humana pervertida por la desobediencia de la pareja original. Se limitó a echar balones fuera al optar por un relato que, aunque ilógico, le servía para su propósito de atar corto a su gente.

Razón del mal

La raíz de su problema y del nuestro sigue estando ahí, pero no en una naturaleza supuestamente pervertida, sino en otra parte que, siendo menos dramática, es más difícil de asumir: zarandeados por nuestros egoísmos y tan cortos de vista, no necesitamos que alguien nos tiente para desviarnos del camino a seguir o que un libertador venga a sacarnos del fango. Lo que realmente nos viene muy bien es que alguien nos ilumine el camino de humanización que debemos seguir y nos aliente y dé fuerzas para recorrerlo.

Nuestra condición de seres inacabados en continua evolución nos enfrenta a un magma de intereses, algunos de los cuales, por desajustados, nos arrastran a cometer errores. Se equivoca el asesino cuando mata a su enemigo para librarse de él, hacerse con su poder o arrebatarle su hacienda y se equivoca el blasfemo al pensar que Dios, como si fuera el vecino de arriba, es el causante de sus desdichas.
Cuantas acciones valoramos como pecado son solo meteduras de pata. No hay más pecado original que la natural ofuscación que nos produce el relumbrón de contravalores que nos llevan a tomar por principal lo accesorio. Sin duda, somos capaces de grandes heroísmos, pero también de incalificables villanías. El mal se reduce a que, persiguiendo siempre el bien, un discernimiento equivocado nos mete en lodazales.

Jesús de Nazaret

Llegados a este punto, ¿a qué debemos reducir el concepto solemne de “salvación”? Solo necesitamos salvarnos o ser salvados de nosotros mismos. Necesitamos achicar egoísmos y decantarnos por el bien incuestionable de favorecer, en toda situación y circunstancia, nuestra propia vida y la vida de nuestros semejantes. Ese es el cometido moral que debe inspirar, guiar y alimentar nuestras acciones: cultivar valores que alimentan y desterrar contravalores que destruyen.

A eso se circunscribe, a mi entender, el Evangelio y la excepcional vida de Jesús de Nazaret. Bien entendido, eso es mucho más importante e interesante que confesar que él es el Hijo de Dios, pues seguir su ejemplo tiene mucha más trascendencia para nuestras vidas que especular metafísicamente sobre su personalidad. Deberíamos amarlo mucho más por ser nuestro guía y modelo que por el supuesto derramamiento de su sangre para redimirnos de nuestros pecados.

Quedémonos hoy, como resumen, con que Jesús de Nazaret es verdad, camino y vida; con que la sola existencia del diablo convertiría a nuestro gran Dios en pelele; con que no se puede ofender a quien es digno de todo amor y se pone a tiro de nuestra innata bondad en la indigencia de nuestros semejantes; con que debemos pedir perdón por nuestras frecuentes equivocaciones, además de apechugar con sus secuelas, y, finalmente, con que la religión auténtica nos aporta una dimensión teologal de valor incalculable. Por todo ello, lo razonable es seguir la estela de quien nos reta a favorecer la vida de todos: “he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn. 10,10).

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