Audaz relectura del cristianismo (36). " Ut unum sint" (Jn 17,21)
Sin embargo, todos, procediendo indudablemente de buena fe, bebemos de la misma fuente, nos alimentamos de la misma mesa y tratamos de cooperar en la magnífica obra de salvación que es Jesús de Nazaret. Viene esto a cuento de que estos días, del 18 al 25 de enero, continuando una tradición iniciada a principios del s. XX, se nos invita a todos a orar juntos por la unidad de los cristianos, la unidad interna de cada confesión y la global de todas las confesiones.
Lo dramático se deriva de que las fracturas son siempre dolorosas y corrosivas, sobre todo cuando se producen en los pilares estructurales, en el esqueleto que sostiene todo el cuerpo, es decir, en temas muy sensibles y trascendentales para el enfoque de la vida de una determinada comunidad humana.
Estando de por medio la oración del mismo Cristo pidiéndole al Padre que sus seguidores sean uno, como ellos lo son, las fracturas cristianas parecen tirar por tierra su misión o, cuando menos, poner en solfa el reino de los cielos de su predicación. La iniciativa de una semana especial de oración por la unidad de los cristianos nació de los latidos punzantes que dichas fracturas causaban en la conciencia de no pocos cristianos.
Sentido y contenido
Sin embargo, por muy pordioseros y miserables que nos sintamos, en lo personal por el arraigado convencimiento de que estamos llenos de pecado y, en lo global, por la evidencia de que formamos parte de una sociedad amorfa y desmotivada para lanzarse a grandes proezas, entiendo que la oración por la unidad no debería orientarse a pedir perdón por nuestras formas de vida diferentes, las cuales no se deben, desde luego, ni a una condena por una especie de pecado original, cometido por los protagonistas de las rupturas, ni a abortos de una sociedad enferma o cortoplacista. Si toda oración es una conversación con Dios y, por tanto, un reencuentro con él, también la hecha por la unidad de los cristianos debe consistir en un sosegado encuentro trinitario: de cada cual con Dios mismo y con los “otros” cristianos. Orar por la unidad es un acontecimiento eclesial densamente teológico y la expresión pulcra de vivir una misma fe compartida.
No se puede rezar juntos y seguir afirmando que estamos separados, por mucho que digan las normas, las partidas de bautismo, las formulaciones dogmáticas de la fe, las celebraciones litúrgicas, el desarrollo social y hasta las diversas costumbres de las distintas iglesias o congregaciones cristianas.
Debo insistir en que, tras varios siglos de rupturas y algo más de un siglo desde que se inició el movimiento ecuménico, deberíamos encauzar hoy la enorme fuerza de cohesión de ese movimiento hacia el hecho de “orar juntos”, sin cortapisas ni consignas, y hacia iniciativas que traten de humanizar los comportamientos humanos de los hombres de nuestro tiempo. También hoy sigue habiendo miles de viñas del Señor que están en barbecho, a la espera de operarios que sepan cultivar la fraternidad universal que el cristianismo proclama en el “padrenuestro”.
El día en que todo ello, orar y trabajar juntos, pueda hacerse con total normalidad, como expresión espontánea de una misma vida compartida y sin restricciones impuestas por verdades dogmáticas y prescripciones canónicas, habrá nacido y crecerá esplendorosa en nosotros la unidad sembrada en los Evangelios, la que es fuente de la fraternidad humana. Me parece que Jesús de Nazaret se refería a esa unidad cuando la imploraba al Padre, la unidad deseada por él para todos sus seguidores y, por ende, para todos los demás seres humanos.
No es, por ejemplo, la cuestión del “filioque” añadido al Credo lo que hace estallar el cisma entre oriente y occidente, sino una serie de intereses espurios que se orquestan en torno al envenenado “poder” jurisdiccional, perversión de un servicio espiritual transformado en poder de dominio. Tampoco es la polémica del valor de la fe y de las obras lo que distancia a unos cristianos de otros en occidente, sino la necesidad imperiosa que algunos sintieron de sacudirse de encima un yugo romano insoportable.
Por ello, durante esta semana y a lo largo de cualquier otro día del año, que los cristianos de distintas confesiones oren unidos significa que realmente ya están unidos, enraizados en el tronco común que es Cristo. Frente a eso, toda diferencia pasa a ser circunstancial, producto de las mil maneras de encarnar el cristianismo en cada cultura o forma de ser de los hombres.
Ello me lleva a insistir en la idea clave para entender la unidad de los cristianos, una unidad que luce esplendorosa más allá de una supuesta armonía total o uniformidad en lo dogmático, en lo canónico y en lo litúrgico. Las definiciones dogmáticas, pretendidamente redondas y acabadas, nunca podrán dejar de estar sometidas a los vaivenes de un lenguaje que es sedimento de las variables palpitaciones de la vida real. Las prescripciones canónicas, por su parte, se deben a circunstancias que afortunadamente sufren cambios constantes con el paso del tiempo y obedecen más a conveniencias funcionales de un determinado momento que a una supuesta prescripción divina eterna. Por otro lado, los ritos litúrgicos, tan imaginativos e importantes para la vida comunitaria de los cristianos, obedecen mucho más a gustos relacionados con la sensibilidad de los pueblos y a las virtualidades propias del lenguaje, de los colores y de la música que al fetichismo de lo milagroso o a un supuesto gusto divino por lo bello.