Audaz relectura del cristianismo (14). Menos miedo, más alegría, más humanización

El eje de "Esperanza Radical"

Este blog se ha propuesto hacer una relectura audaz del cristianismo “con las miras puestas en eliminar miedos y generar alegrías”, según las intenciones manifestadas en el texto de presentación. Detenerse un momento en un enunciado tan crucial parece necesario para entender el tipo de relectura que se propugna: un cristianismo llamado a renacer, también él, de un evangelio que es vida para seducirnos en nuestro tiempo, como Nicodemo debía hacerlo del agua y del Espíritu para entrar en el reino de los cielos (Jn 3,4). Nada negativo cabe en ese tipo de cristianismo, ningún contravalor puede cobijarse en él. En general, un proyecto que, además de desechar miedos y combatir pobrezas, fomente y acreciente la alegría y ensanche los pulmones merece cualquier esfuerzo. Mientras el miedo desestabiliza, doblega y achica, la alegría de vivir se vuelve poderoso combustible para recorrer el largo y difícil camino de la vida. En resumidas cuentas, lo que se pretende es quitar plomo de nuestras alas para remontar el vuelo y gozar el panorama de la envergadura de lo humano, iluminado por el resplandor de la fe cristiana.

Miedo al más allá

Ante una perspectiva tan seductora, que brota fresca de las encomiendas del evangelio cristiano, uno no tiene más remedio que preguntarse por qué las religiones del Libro, y más en particular la cristiana, se han consolidado históricamente a base de constreñir las conciencias de sus seguidores con fuertes sentimientos de culpa y miedo ante un supuesto Dios impasible, juez implacable que aplica su justicia sin entrañas de misericordia, verdugo cruel.

La respuesta obvia es que el terror a equivocarse gravemente en esta vida muriendo en pecado mortal, a sabiendas de que ello acarrea una condena eterna de crudelísimo sufrimiento, es una tenaza que sujeta férreamente el propio ego y somete fácilmente a los individuos para que cumplan cuantos ordenamientos y prácticas prediquen los que se constituyen en mediadores entre ese supuesto Dios y los hombres. La conciencia de culpa y el miedo psicológico son poderosas herramientas de tortura hábilmente manejadas por las religiones del Dios único, juez de vivos y muertos, que maniatan y controlan a capricho a sus fieles.

No hace falta escarbar mucho en la trayectoria de nuestra corta vida individual para descubrir sorprendidos la cantidad de cosas que hemos hecho a regañadientes por miedos irracionales. Entre ellos, el miedo al “más allá” es el peor de todos. La enorme importancia que en nuestra vida de creyentes cristianos tienen el Demonio con sus asechanzas y el Infierno con sus penas eternas, cuya existencia y función están, según opinan muchos, definitivamente asentadas en los dogmas, subleva a muchas personas de buena voluntad con los pies sobre la tierra. Sintiéndose ellas incapaces de hacer daño ni siquiera a una mosca zumbona, no pueden admitir de ninguna manera que Dios pueda arrojar tras su muerte a algunos seres humanos a las calderas de pez hirviente de Pedro Botero.


De existir, también Dios estaría en el Infierno

Que el papa Benedicto XVI haya dicho que el Limbo no existe y que el Infierno no es un lugar de tortura y fuego sino un estado de privación de la presencia de Dios, cosa que muchos teólogos venían diciendo hacía ya mucho tiempo, no nos saca de la encrucijada. Aunque la observación de este papa parezca muy aguda, a mi criterio no hace más que empeorar o emborronar la cosa. Si hablar, en el ámbito físico, de calderas de pez hirviente o de fuego inextinguible es un gran despropósito que repugna incluso a la sensibilidad humana más atrofiada, más lo es en el ámbito espiritual idear un supuesto estado de privación de la presencia de Dios. La razón es contundente: cuanto existe lo hace en el Existente. Ni un átomo o brizna de ser, sea sustancia o accidente, sea activo o potencial, puede hallar acomodo jamás, ni en este mundo ni en el otro, fuera de esa presencia. De existir algo fuera de ella, sería la nada, la cual, por definición, no existe. Rizando el rizo, podríamos decir que, de existir el Infierno, Dios estaría también en él.

Una relectura seria y ponderada del cristianismo tiene que hacerse con el propósito de eliminar de la fe cristiana cuanto suene a miedo y temor, por más que en la Biblia y en la Tradición se haya hablado hasta la saciedad de castigos eternos y de condenas sin apelación posible.

No hemos sido creados para ser condenados, sino para ser amados: somos producto del amor de Dios, un amor incondicional y gratuito que nos acompaña siempre, incluso antes de haber nacido y después de la muerte, aunque durante la vida nos comportemos como cafres. Estamos en manos seguras. Esa presencia omnímoda se extiende no solo a todos los seres humanos sin excepción, sino también a todos lo creado. La salvación, es decir la plenitud de ser, nos viene de Dios, no de nosotros mismos.

Positividad en las más agudas situaciones de precariedad

El estado de ánimo de un cristiano que sea plenamente consciente de su condición de tal no puede ser más que alegre y esperanzado, aun cuando las cosas no le vayan bien en la vida. Los resortes positivos que la vida siempre deja, incluso en los casos de mayor discapacidad, son suficientes para encontrar una razón para conectarse a la onda de ser y bondad que lo impregna todo. Ser conscientes de que realmente vivimos cuatro días y saber que uno tiene un lugar en la mente de Dios desde siempre y para siempre, nos ayuda a soportar con entereza los latigazos de la vida, por crueles y dolorosos que sean.

Cristianismo y tristeza son dos conceptos excluyentes. El horror de la cruz, patíbulo en que fue ajusticiado Jesús de Nazaret, no es óbice para ver en ella un glorioso instrumento de arrepentimiento, de conversión, de regeneración, de mejora de la vida, de humanización. Uno no puede subirse a la cruz como lugar de permanencia, sino como trampolín para saltar a la resurrección. Por otro lado, no cabe especular sobre la mística de la pobreza, pues ser pobre es una desgracia que solo tiene la virtud de incitar a combatirla hasta erradicarla. No es la nuestra una Iglesia de los pobres, sino una Iglesia para que no haya pobres.

Sentido de la cruz propia

Viniendo a la cruz particular de cada uno, esa con la que inevitablemente todos cargamos “velis nolis” (de grado o a regañadientes), digamos que no tiene ningún poder para dar al traste con la alegría inherente a la vida. La vida es tan bella que, como decía algún clásico, merece la pena ser vivida incluso estando clavado en una cruz. He conocido personas cuya capacidad ha quedado reducida a mínimos inauditos por enfermedad o accidente, como mover un solo dedo o los ojos. Pues bien, tras períodos más o menos duros y largos de crisis y depresión, han logrado sacar con paciencia y mucha voluntad un encomiable fruto intelectual o social del reducido potencial que les dejó a salvo su discapacidad.

Partiendo de estos supuestos, la felicidad está a nuestro alcance a condición de que desterremos miedos y temores infundados. Por un lado, ningún mérito habría en amar a Dios, dar limosna y sacrificarse para librarse de la cadena con la que tantos intentan esclavizarnos al hablarnos de un Infierno horroroso. Por otro, saber que vivimos cuatro días y que, tras ellos, nos acogerán los brazos abiertos de un Padre sin igual, impedirá que haga mella en nuestra vida que nos vengan mal dadas. Ante la poderosa luz que brota de una fe así, los temores sobre el más allá se desvanecen y el miedo a vivir se esfuma.

Quedémonos hoy con que el bagaje inevitable de dolor, de cruz, de sufrimiento, de inquietud y de zozobra que comporta la vida, es solo sombra en el gran cuadro de belleza y de amor que es la vida de cada ser humano; con que, en la medida en que descarguemos plomo de nuestras alas, volaremos más alto, y, finalmente, con que, al limpiar nuestro cristianismo de polvo y paja, quiero decir de miedos y horrores, lo convertimos en fuente inagotable de alegría.

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