Audaz relectura del cristianismo (19). De la cosa a la acción, por un cristianismo vivo

El alcance del ser

El maestro fray Eladio Chávarri precisa en “Perfiles de nueva humanidad” que la entidad de algo no termina en lo que la cosa es en sí misma, pues esta se agranda o empequeñece con el ejercicio de sus potencialidades. En otras palabras: un ente es lo que contiene más lo que logra o pierde con los valores o contravalores que le aportan sus relaciones. Crecemos o decrecemos con lo que otros seres nos dan o nos quitan al relacionarnos con ellos. De ahí que toda relación tenga una entidad destinada a enriquecer o empobrecer, a aportar o quitar algo. Eso significa que el ser no es estático, cerrado a otras posibilidades, sino dinámico y cambiante en la medida en que aumente o mengüe su propia entidad al relacionarse. Por ejemplo, una manzana, que es de suyo un alimento (valor vital), adquiere nueva entidad si la estudiamos para conocer sus cualidades gastronómicas (valor epistémico) o la utilizamos como una pelota (valor lúdico) o la pintamos en un cuadro (valor estético) o la lanzamos contra alguien como arma arrojadiza (contravalor ético) o la consideramos como soporte de la prueba de obediencia que Dios impone a nuestros primeros padres en el Paraíso terrenal según el relato bíblico (valor religioso).

Esta reflexión de cariz metafísico, que tiene categoría de originalidad en todo el pensamiento filosófico, nos permite abordar como un ser creciente o decreciente también el cristianismo. Quiero decir con ello que el cristianismo no es algo definitivamente hecho, sino algo que se está haciendo, un ser claramente mejorable o deteriorable según la forma de vida que inspira en un momento determinado y de cómo lo vivan los cristianos de una época concreta. El cristianismo no es, pues, un paquete de productos y encomiendas, fabricados y envasados en Roma, sino una vida abierta, exigente, sometida a muchas variables según las circunstancias de cada tiempo y lugar. Es este un tema de reflexión exigente, pero que encaja muy bien en el propósito que persigue este blog.

Cambio de perspectiva

Hemos venido entendiendo por cristianismo una serie de entidades, como las definidas en el Credo, y de encomiendas, como las recogidas en los Evangelios, precisadas y escrupulosamente matizadas en formulaciones dogmáticas interpretadas por el magisterio de la Iglesia. Pero ese cristianismo, tan perfilado y cerrado, se nos muestra hoy casi como un fósil cuando debería ser un gran chorro de vida.

Por mucho que los dogmas pretendan definir y fijar las ideas, el cristianismo no deja de ser una entidad siempre en construcción (la época dogmática fue particularmente laboriosa y productiva). De ahí que también deba construirse o reconstruirse en nuestro tiempo. Los cristianos nos enriqueceremos si lo vivimos como es debido y nos empobreceremos si lo rechazamos o lo deformamos. En sus entrañas de salvación lleva la necesidad imperiosa de adaptarse meticulosamente a cada tiempo a base de relecturas hechas con seriedad y sin miedo. Este cambio de perspectiva es sustancial para entender la fe como vida y no como profesión de creencias.

Escenarios, ritos y personas

Por otro lado, a estas alturas deberíamos tener muy claro que el cristianismo no es un inventario de templos, estatuas, ornamentos e instrumentos de culto, ni tampoco un conjunto de ritos y sacramentos, por muy bellos y emotivos que resulten.

Todo ello debe ser utilizado solo en la medida en que favorezca la vida cristiana. Pero, como también puede convertirse en rémora y obstaculizar esa vida en determinadas circunstancias, una relectura atinada del cristianismo deberá no solo fijar como objetivo fomentar una vida cristiana pujante, sino también elegir los mejores instrumentos para lograrlo en un momento y situación concretos. Dado el

desapego de la actual sociedad a muchas de las tradicionales prácticas religiosas, tan reiterativas y cansinas, es obvio que esa forma de proceder debe ser desechada o mejorada sustancialmente.

Si de las cosas saltamos a las personas, el cristianismo tampoco consiste en una plantilla de operarios consagrados que van desde un presidente (el papa) y un nutrido equipo de ejecutivos (cardenales y obispos) hasta el personal a pie de obra (los sacerdotes) y sus modestos colaboradores (diáconos), sin olvidar los empleados subalternos como acólitos y sacristanes. En otras palabras, el cristianismo no es una institución eclesial, sino una iglesia. De ahí que la actual clerecía gobernante deba ceder protagonismo a una comunidad solidaria de la que forman parte, a todos los efectos, lo mismo los hombres que las mujeres.

Tras haber identificado en el pasado el cristianismo con tantas cosas sagradas y personas consagradas, dar hoy lustre a sus esencias requiere un esfuerzo mayor. Una de las más importantes causas de que nuestra actual forma de vida tenga serias lagunas se debe a la enorme precariedad del cristianismo actual como luz y levadura, a pesar de que sean multitud los cristianos comprometidos a fondo con el mensaje evangélico.

Resumiendo, podríamos decir que lo propiamente cristiano es el mensaje evangélico del amor y del servicio a los demás en un determinado momento. Todo lo otro, incluidas las personas dedicadas a implantar y alimentar el cristianismo, es solo instrumento. Así, importa mucho más la vida de los cristianos que sus creencias. Por referirme a un tema candente, los clérigos pederastas y quienes han amparado sus fechorías se han comportado como armas mortíferas en vez de hacerlo como instrumentos de vida.

Conclusión escandalosa

Como consecuencia obvia de lo dicho, podría decirse que es mucho más cristiano, en caso de que tal condición pudiera medirse, un ateo confeso que se jacta de ser tal pero que sea solidario, generoso y servicial con su familia, sus vecinos y sus conciudadanos, que, pongo por caso, un obispo o un cura mal encarados, egoístas y mandones. No importa que el primero despotrique contra los fanáticos creyentes y que los últimos se pasen todo el día con el santo nombre de Dios en la boca y con la Biblia en la mano. Declararse ateo es un acto meramente especulativo en un contexto en el que lo único que importa es el comportamiento. Hay una distancia abisal entre invocar a Dios llevando una vida egoísta y no invocarlo, pero ocuparse de sus semejantes. Lo segundo oculta un auténtico sello cristiano mientras que lo primero lo exhibe como un ropaje desechable.

Cuando alguien proclama que es ateo se coloca, ante todo, en un escenario religioso, lo cual ya es algo. Pero la de “yo soy ateo” es una declaración tan general y circunstancial que no nos dice nada, o muy poco, de la condición real del declarante. De hecho, apenas produce una suave rozadura en la epidermis de su denso y profundo ser humano, cuya condición dependerá del tipo de conducta que lleve; de si, en última instancia, es un ser egoísta o se comporta como un ser solidario. Si lo primero, se tiene a sí mismo por dios; si lo segundo, tiene por dios al único Dios verdadero posible.

De lo humano a lo humanitario

Confesamos que de Dios recibimos un ser cuya plenitud o deterioro depende de nuestros comportamientos. Vivir como cristianos produce beneficios tan importantes como dar razón de nuestra vida, motivar el bien, superar limitaciones y emprender proyectos solidarios. En suma, siendo humanos, nos ayuda a ser humanitarios.

En el más allá, Dios dirá, porque de lo que allí ocurra no sabemos absolutamente nada. Pero ello no es óbice para que nos guíe la esperanza lógica de que, llegado ese momento, el ser que somos, incluso el más deteriorado, alcanzará su plenitud definitiva. Vivir cristianamente para ganarse el cielo es una idiotez porque el cielo, aunque no sepamos lo que es, lo tenemos garantizado todos. Debemos hacerlo para enriquecernos ahora, para humanizar nuestra vida.

Un buen negocio

Somos lo que somos más el aumento o disminución que nos procuran nuestras relaciones. La libertad enriquece o empobrece según sea ejercida. Ahora bien, a nuestro enriquecimiento contribuye mucho más la vida cristiana que, pongamos por caso, el oro, el bienestar y el placer. El solo hecho de dar sentido a nuestra vida y proyectarla más allá del tiempo hace que la vida cristiana produzca más placer y bienestar que ninguna otra cosa. En resumidas cuentas, podemos asegurar que un cristiano de ley vive más y mejor, aunque lo haga inmerso en el dolor o muera joven.

La vida cristiana exige fomentar el amor y constreñir los egoísmos. La fe como acto intelectual abstracto no conduce a nada, por más que muchos cristianos la reduzcan a eso. Afirmaciones como que Jesucristo es Dios o que Dios es Trinidad son neutras e indiferentes. Aunque sean verdades que estén fijadas en el Credo “in aeternum”, obviamente se trata de especulaciones metafísicas que se nutren de cultura griega. Ese tipo de “verdades eternas” no tiene trascendencia alguna para la forma de vida que preconiza y fomenta el cristianismo,

cuyo arquetipo es Jesús de Nazaret, quien nos ha enseñado a referirnos a Dios como padre y tratarlo como tal, y se ha convertido a sí mismo en pan de vida y en bebida de salvación.

Quedémonos hoy con que el cristianismo no es una cosa sino un proyecto de vida que exige renacer del agua y del espíritu y que invita a tomar la cruz, a domeñar el ego y a trabajar en serio en favor de la vida humana, la nuestra y la de nuestros semejantes. Su sacralidad se deriva de la negación que hace de sí mismo quien lo profesa para entregarse a los demás, del amor que fomenta. Cristiano es solo quien realmente ama y se da a los demás. Dogmas, ritos, cargos, consagraciones, congregaciones, ornamentos y templos valen únicamente en la medida en que fomentan la fraternidad universal.

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