A salto de mata – 47 Cuesta abajo y sin frenos…

…en una panorámica espectacular

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Seguramente solo los optimistas a ultranza negarían que hoy estamos viviendo una clara y galopante decadencia social. Decadencia, decaer, ir a menos. Ello quieres decir que estamos yendo a menos, que perdemos categoría, que atravesamos un “cuarto menguante” lunar.  Vamos embalados cuesta abajo y sin frenos en medio de un paisaje que no deja por ello de deslumbrarnos. ¿Por qué nos hemos dedicado a restar? ¿Qué nos lleva a sustituir el signo más por el menos? Lo pregunto porque lo obvio es que vivimos en una sociedad muy avanzada en casi todos los ámbitos de la vida, cosa que corrobora fácilmente el solo hecho de que los seres humanos vivamos hoy muchos más años que nuestros inmediatos antepasados. Abundando en esa misma constatación, no hay color si comparamos nuestra actual forma de vida, tan mimada y favorecida por la tecnología, con la que hace nada les tocó vivir a nuestros padres, como demuestra la cara de extrañeza que algunos de nuestros viejos ponen frente a las maravillas de la comunicación instantánea que disfrutamos. Y, hablando de viejos, quede constancia de que a mis 82 años yo me considero todavía un chiquillo revoltoso, incluso travieso, al que le gusta picotear aquí y allá, incluso en lo religioso.

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Si de la edad y la comunicación pasamos al alimento, la fascinación no hace más que crecer. Hace un siglo, para que toda la población de un país pudiera comer, más de un 60% de su masa trabajadora tenía que dedicarse a la agricultura. En la actualidad, hay países como el nuestro en los que un cinco por cien de sus trabajadores producen alimentos no solo para sus habitantes, sino excedentes para la exportación y, en honradas ocasiones, para donarlos a otras naciones menos afortunadas o desarrolladas. Por todo ello, forzado es reconocer que la sociedad en la que vivimos no solo está muy avanzada en su conjunto, sino también en proceso de franca mejoría, en continuo crecimiento, más o menos acelerado.  Si en un siglo la población mundial se ha multiplicado por cuatro, su capacidad productiva lo ha hecho por cuarenta.

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Partiendo de tales bases, es decir, de que hoy vivimos mucho más y una mayoría de los ocho mil millones que ya somos comemos mucho mejor que lo hacían nuestros padres y abuelos, lo lógico sería deducir que vivimos en una sociedad mucho más lograda y feliz. Sin embargo, la percepción que uno tiene honestamente se escora una barbaridad hacia estribor, hacia el lado del desencanto y de la frustración. ¿Acaso la salud, que ha mejorado considerablemente, y el dinero, que se ha multiplicado como por ensalmo, no son dos factores determinantes de la felicidad humana? Siendo ambos factores tan importantes, no parece que logren su cometido por la sencilla razón de que, además de vivir muy de prisa hasta el punto de que los decenios nos parezcan quinquenios, nos hemos creado una infinidad de necesidades suntuosas que nos traen de la ceca a la meca al constatar que el ritmo de vida que llevamos necesita mucho más dinero del que honradamente podemos ganar con nuestro trabajo. Como si la mucha salud de que gozamos hasta el punto de que a veces la ponemos deliberadamente en peligro y el abundante dinero de que disponemos solo nos sirvieran para derroches insensatos. De ahí que las frustraciones vitales abunden por doquier y que los quiebros de la voluntad de vivir sean tan frecuentes.

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La sociedad en que vivimos necesita rebobinar a toda prisa para poder discernir con claridad lo importante y lo prescindible en el desvencijado tipo de vida que llevamos. En otras palabras, es importante saber qué mejora realmente y qué empeora la forma de vida tan inestable o líquida que llevamos. Afortunadamente, la tendencia irrenunciable de la vida misma al más y mejor no solo contrarresta su inestabilidad circunstancial, sino también la arrastra hacia un crecimiento constante.  Sin esa fuerza constitutiva, la vida se colapsaría o solidificaría, y los vivientes nos convertiríamos automáticamente en “cosas”. En el más y mejor está nuestra salvación.

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De nuevo volvemos a toparnos en este blog con la palabra mágica, la que nos ayuda a entender no solo el mundo en que vivimos, sino también a nosotros mismos e incluso al Dios en el que creemos y en cuya órbita nos movemos. Me refiero a la palabra “valor”. Pero el valor no es algo objetivo que esté ahí, delante de nosotros, para tomarlo o dejarlo, sino la calificación de la acción que favorece la vida. No, el valor no es algo tangible o substantivo como lo son, por ejemplo, un dólar o una onza de oro. Lo que se da en la realidad no es el valor, razón por la que no cabe la “educación en valores” que tantos educadores propugnan como si el valor fuera materia de educación familiar o una asignatura a estudiar en el colegio o una virtud a aprender y practicar en una catequesis, sino nuestras relaciones con los seres, que son “valiosas” cuando favorecen nuestra vida, o todo lo contrario cuando la obstaculizan e incluso la aniquilan. El fundamental dinamismo de la vida humana no radica en la oscilación entre el bien y el mal, en que tanto ha insistido una educación supeditada a muy solapados intereses, sino entre el valor y el contravalor como juicio implacable de todo comportamiento humano.

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Que vivamos en una sociedad decadente y menguante se debe única y exclusivamente a la cantidad de “contravalores” que cultivamos, es decir, a la cantidad de acciones que ponen freno a la vida; a la cantidad de veneno que nos inocula nuestro alocado desenfreno; al empeño de muerte en que nos hemos enzarzado no solo por ser  capaces de tirar fácilmente de cuchillo o de pistola para quitar de en medio a todo el que supuestamente nos dificulta la vida, sino también por la degradación constante a que nos someten los muchos vicios que cultivamos. El hecho de vivir en una sociedad extremadamente viciosa (drogodependencia, ludopatía, prostitución, obesidad, codicia e indolencia) nos ha vuelto viciosos a nosotros mismos. De ahí que a diario atentemos con suma facilidad contra nuestra propia vida, incluso sin darnos cuenta. Es casi un milagro que, viviendo como vivimos, no se produzcan todavía más suicidios y que no haya más agresiones, despojos y guerras en nuestra desenfrenada sociedad.

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¿Acaso cabe en cabeza humana que seamos los hombres, sabedores de lo difícil que es ganarse honradamente la vida, quienes nos dediquemos a dificultarla hasta extremos insoportables? ¿Cuántos seres humanos se entregan en cuerpo y alma a amargar la vida de familiares, amigos, vecinos, conciudadanos y del resto del mundo? ¿Acaso las bombas, los tanques, los misiles, los fusiles, las pistolas y las espadas son herramientas para producir alimentos? ¿Puede vivir tranquilo, siquiera un segundo, quien nada en una escandalosa abundancia producida por el tráfico de armas o de drogas? ¿Cuántos “obesos” de nuestro tiempo lo están por hincharse a comer carne y a chupar sangre humanas? Son preguntas que restallan en la cara como latigazos de la sinrazón y de la degradación humana a que nos hemos habituado.

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Y, sin embargo, que los avances tecnológicos pongan a nuestro alcance no solo capturar energías limpias que están ahí y nos han sido dadas desde siempre, sino también producir alimentos con suma facilidad, suficientes para erradicar las hambrunas que hoy sufren millones de seres humanos, debería encaminarnos por sendas de racionalidad y sabiduría para entender, de una vez por todas, que vivimos muchísimo mejor amándonos y ayudándonos unos a otros que odiándonos y aniquilándonos mutuamente. Una inmensa mayoría de los seres humanos lo saben e incluso lo viven, pero una minoría desaprensiva emponzoña la sociedad en que vivimos y nos deja incluso sin frenos en la pronunciada vertiente por la que nos estamos lanzando a toda velocidad. Se vacían los templos y envejecen los consagrados mientras la desorientada sociedad en que vivimos clama redención, pero no podrá haber cambios de rumbo sin cruces y crueles sacrificios. Vivimos tiempos de misión, de evangelización, no de panegíricos; tiempos en que es preciso armarse de frenos resistentes para parar en seco, reflexionar en serio y, contemplando el hermoso paisaje en que nos toca vivir, discernir claramente que todo amor es valor y todo odio, contravalor; que la paz fructifica y la guerra destruye; que producir ensancha nuestros pulmones y que consumir en exceso los ahoga y, en suma, que el Jesús en quien creemos y a quien debemos parecernos pasó por la vida haciendo el bien.

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