Desayuna conmigo (viernes, 10.7.20) Portador de Cristo
Batallas y leyendas


Poco sabemos a ciencia cierta de él, ni siquiera si su supuesto martirio ocurrió en el siglo III o IV, ni si su patronazgo de los viajeros se debe a que su nombre significa “portador de Cristo”, o a alguna de las supuestas hazañas que se le atribuyen, como la de atravesar un río con un niño a hombros que resultó ser el mismo Cristo, o al mero hecho de cristianizar, como ha ocurrido con tantas otras festividades, alguna leyenda pagana, que en nuestro caso sería la de la barca de Caronte, el barquero del Hades. Seguramente todo ello ha contribuido por igual a que, ya en la alta Edad Media, se le diera mucha importancia como santo protector y a que, en nuestro tiempo, con tantos adictos a todo tipo de fetichismos y con grandes poblaciones en continuo movimiento, se le profese una devoción sumamente interesada.

En él, “patrón antaño de los arrieros, luego de los camioneros y hoy de todos los conductores, se sintetiza la conciencia de responsabilidad de todos ellos. La imagen de san Cristóbal en millones de coches y camiones (las motos tendrían que hacerle también un sitio) es como un Ángel de la Guarda que nos aconseja prudencia”. No sería poco fruto que este día invitara a todos los conductores de vehículos, cuyos despistes, impericias y excesos les exigen pagar un alto peaje por sus desplazamientos, a hacer una serena reflexión sobre la importancia de llegar sanos y salvos a destino. Si el sentido común debe ser el rector de la conducta humana en toda situación y circunstancia, lo es mucho más a la hora de subirse a un coche para evitar que la potencia de su motor se convierta en delirio de grandeza. La moderación, la tranquilidad, el sosiego e incluso el placer de dominar un artefacto, hoy tan cómodo y espectacular, deben ser los mejores compañeros de viaje de todo conductor que se precie.

A nosotros, los cristianos, la festividad de san Cristóbal debe recodarnos algo tan evidente como que somos portadores de Cristo. ¡Ahí es na! Lo digo porque, para serlo, en nuestros comportamientos deben reflejarse los mismos comportamientos del Jesús de Nazaret que decimos seguir. ¿Cuántas veces, sorprendidos o escandalizados por lo que vemos o padecemos, nos preguntamos cómo reaccionaría él en semejante situación? La carne de ese esqueleto son no solo los hechos, sino también las personas y las instituciones. ¿Estamos seguros de que Jesús, de vivir hoy entre nosotros como un ciudadano más, querría ser católico? He ahí la pregunta del millón que recibe un millón de respuestas dudosas. Dejando de lado las leyendas y los oportunismos históricos, hoy no deberíamos tener empacho alguno para hacernos esa misma pregunta como interrogatorio propio y como exhortación a los demás, inquiriendo si los cristianos somos realmente “cristóbales”.

Por otro lado, en cuanto a lo que en el subtítulo hemos apuntado como “batallas”, hoy nos salen al paso dos grandes monstruos del pensamiento cristiano, tiznados de políticos, y un político genocida, vestido de Dios. Uno de los dos primeros es Juan Calvino, que nació un día como hoy de 1509 y a quien ya hemos mencionado en este blog. Su celo y el rigor de su moral facilitan que se lo pueda tener como el reformador de la reforma que impuso en Ginebra a rajatabla. Su puritanismo dominó la ciudad de 1541 a 1564, años durante los que se habla de ella como la Nueva Roma o la Jerusalén protestante. Rigor en las ideas y argumentaciones, rigor en la moral, rigor en las costumbres, rigor en la vida social y política de todos los ginebrinos.
El calvinismo se propuso suprimir los abusos y las injusticias del clero; rectificar las ideas y conductas erróneas, como las referidas a la salvación, y, en general, prohibir el lujo y el derroche en el culto, la soberbia de sus ministros y la adoración de las imágenes. Calvino reformó los sacramentos, recomendó un duro ascetismo y exigió la práctica de una labor profesional impecable, hecho este último que favoreció la aparición del capitalismo salvaje que todavía impera en la sociedad actual. Por algo Suiza es lo que es.

Aunque situado en otro escenario y tiempo, en España tenemos al obispo Setién, que murió un día como hoy de 2018, y que fue obispo, primero auxiliar y después titular, de San Sebastián, desde 1972 al año 2000, largo pontificado durante el que utilizó su poder y su habilidad intelectual para columpiarse con el terrorismo etarra, al que parece ser que nunca hizo ascos y del que obtuvo buena rentabilidad social y política. Sin restarle méritos a la brillantez de su pensamiento, cabe preguntarse honestamente si este hombre no fue mucho más político que obispo, más ferviente nacionalista que convencido católico, y, en definitiva, si no utilizó su condición de cristiano y de obispo como pedestal de su atrabiliario nacionalismo. Tengo la impresión de que la deriva política española actual ha desechado por completo su herencia doctrinal, quitándolo a él mismo del mapa, y de que sus escarceos con el terrorismo hayan lastrado sus enseñanzas morales y borrado incluso sus huellas cristianas.

Eso es justo lo que debería hacer, y por desgracia no hace, la Europa actual con uno de los mayores monstruos de la historia humana, al que no es preciso ni siquiera nombrar y al que nos recuerda la fecha de hoy por haberse iniciado, en este día de 1940, la “batalla de Inglaterra”, batalla librada totalmente en el aire. Fue el primer gran fracaso nazi, pero, más que por la batalla en sí, por haber obligado al nacismo a mantener, a partir de ese momento, dos frentes abiertos: el de Rusia en el este y el de Inglaterra y los EE.UU. en el oeste. Dada la situación económica que hoy padecemos, sobre todo por la desolación que deja tras de sí el coronavirus, uno podría caer en la tentación de pensar que Europa ha vuelto a subir a ese mismo escenario para librar una batalla similar en ambos frentes, aunque en esta ocasión se haga, afortunadamente, sin armas y sin ocupar territorios.

Una pincelada casi de humor, pero no sin trascendencia para el humano devenir, viene a poner la guinda, por así decirlo, a nuestro desayuno de esta mañana. Me refiero a que, un día como hoy de 1964, la diseñadora británica Mary Quant presentó la minifalda en Londres. Cuánta curiosidad y morbo despertó entonces la contemplación de hermosas (¡!) pantorrillas femeninas, valoradas por muchos moralistas católicos como las mismas “puertas del infierno”. ¡Qué cosas! Dicen que, cuando a comienzos del s. XX las mujeres recortaron un poco sus sayas, a unos seminaristas, que le habían pedido permiso a su obispo para salir de paseo, él les recriminó que lo que querían eran darse “atracones de tobillo”. ¡Vivir para ver! ¿Por qué los humanos, que nacemos desnudos, hemos dado tanta trascendencia a las vestimentas, las de andar por la calle y las de usar como ornato litúrgico? A juzgar por lo visto y vivido, no debe de ser verdad eso de que “el hábito no hace al monje”, pues son todavía muchos, religiosos o no, los que se agarran a exóticas vestimentas para darle algo de realce a su propia personalidad.

Ninguno de todos estos excesos, ni los políticos, ni los religiosos, ni los intelectuales, ni los ornamentales caben en la persona que realmente se siente portadora de un Cristo que ni tomó las armas, ni condenó a sus oponentes, ni impuso un duro yugo a sus seguidores, ni hizo asco a los desnudos y andrajosos, a los que nos ordenó vestir a tenor del código moral del amor que impuso a sus discípulos. ¡Cuánto bien haríamos los cristianos a la humanidad de nuestro tiempo si no nos ocupáramos de si unos van y otros vienen, de si unos visten (sentido metafórico) de una forma o de otra, para procurar únicamente que quien nos vea caminar sepa que Cristo sigue vivo entre nosotros! De ser cristianos como es debido, los hombres de nuestro tiempo no tendrían ni por qué añorar la presencia de Cristo, como hacen tantas personas de buena voluntad, ni preguntarse dónde está Dios, como hacen tantos incrédulos.
Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com