Lo que importa – 25 Tiempo de penitencias

Tiempo de mejoras

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Podríamos decir que el ciclo litúrgico del año se divide en un tiempo de nacimiento y crecimiento (Navidad), otro de pasión y resurrección (Cuaresma y Pascua) y, finalmente, el del Espíritu (Pentecostés). Vivimos, pues, estos días el tiempo litúrgico medio, el de una penitencia restauradora que conduce a la salvación a través de la muerte regeneradora de Jesús, muerte que debemos valorarcomo puerta de entrada a la gloria de la resurrección.

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Si bien el “tiempo del Espíritu” es complejo por los muchos considerandos que plantean los “signos de los tiempos” (la lengua que habla el Espíritu), el tiempo medio, el de la penitencia, entendida esta como “conjunto de acciones con que alguien procura la mortificación de sus pasiones y sentidos” (DRAE), nos acompaña toda la vida a poco que entendamos por pasiones y sentidos la oscilación de nuestras acciones entre los valores y los contravalores que la nutren o la deterioran. Insistiré una vez más en que, mientras los valores esponjan nuestro ser y ensanchan nuestro horizonte vital, los contravalores son una muerte a plazos que va discapacitando nuestro ser y nublando nuestro horizonte humano. Sin embargo, en el binomio penitencia-resurrección no debemos perder de vista que, al hablar de ellas, lo hacemos en terreno de valores, pues la primera es camino obligado para acceder a la segunda, precisamente la plenitud del valor.

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“Mortificarse” en ese supuesto no significa de ningún modo infligirse dolor, ni castigar el cuerpo a base de cilicios grapados a los muslos, ni flagelarse la espalda con látigos, ni que el ayuno castigue los estómagos o que la abstinencia nos prive de exquisiteces, sino esquivar a base de esfuerzo la placentera toxicidad de los contravalores. En este contexto, la muerte, como raíz o matriz de “mortificación”, resulta a la postre vitalista, regeneradora, valiosa en definitiva, pues se nos muestra como fuerza que finiquita todo contravalor. No olvidemos que el valor y el contravalor son proporcionalmente inversos: cuanto más de uno, menos de otro, hasta el punto de que la parte inferior de ambos casi se entremezcla, pues hay valores tan tibios que más parecen contravalores y, a la inversa, contravalores tan tenues que apenas merecen ese nombre.

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La penitencia y la mortificación que la Cuaresma propugna son sinónimas de “conversión”, de esfuerzo sostenido para poner freno a nuestras relaciones tóxicas con todos los demás seres.  Por ello solo viviremos una Cuaresma fructífera, con sentido y contenido, si nos esforzamos por mejorar nuestra salud corporal y mental; por reajustar nuestro presupuesto personal y familiar; por cultivar  nuestra mente leyendo lo conveniente y escuchando lo razonable; por abrir un poco más nuestros ojos a las inconmensurables bellezas que nos rodean; por comportarnos como personas mejores hoy que ayer y dispuestas a mejorar un poco más cada día; por jugar con la honestidad de los niños que nunca dejamos de ser aunque vivamos cien años; por establecer una relación de adoración y dependencia, tan de sentido común, con un Alguien a quien algunos llamamos Dios debido a que es el único que da razón de nuestra misma existencia, y, finalmente, por convivir social y políticamente conforme a reglas razonables que respeten las singularidades de individuos y pueblos.

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Acabo de describir un amplio campo de operaciones para llenar una Cuaresma que va mucho más allá de lo estrictamente litúrgico, por más que en su decurso habitual predominen comportamientos y sentimientos netamente religiosos (procesiones, rezos, viacrucis, sermones, empoderamientos del sufrimiento y regustos de la muerte). Le damos así amplitud y profundidad a la palabra “conversión” en cuanto punto de inflexión en el que rebota cualquier deterioro de nuestra forma de vida para emprender la remontada en alas del valor, de lo valioso.  Como la vida misma, la Cuaresma nos invita a que nuestras relaciones con todos los demás seres sean cada vez más valiosas en una escala que va de lo bueno a lo mejor en persecución de lo óptimo.

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Hemos emplazado la Cuaresma y su principal afán de convertirnos en el campo de las ocho dimensiones vitales referidas: bio-síquica, económica, epistémica, estética, ética, lúdica, religiosa y social. El campo de la penitencia, de la mortificación o del esfuerzo, términos todos ellos equivalentes y que convergen en la conversión, es tan amplio que en él se entabla la auténtica batalla de la vida, la de una mejora global, constante y sostenida. Situados en ese escenario, deberíamos valorar como muy cuaresmales, por ejemplo, los esfuerzos por adelgazar, por dejar de fumar, por no hacer trampas en el juego, por no especular, por no utilizar en política la mentira como fuente de dividendos, por no explotar a nuestros semejantes como ciudadanos, como trabajadores o como miembros de la familia.

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Quienes hablan de educar o de inculcar valores tienen una idea muy desajustada de lo que realmente son los valores, reducidos por ellos a una idea abstracta o, a todo lo más, a una determinada práctica valiosa convertida en hábito.  Para justificar su cortedad de miras invocan una serie de abstracciones desencarnadas como la justicia, la libertad, la bondad, la honradez, el servicio a la patria o la fidelidad al compromiso matrimonial. Lo que realmente existe no son tales abstracciones (¿alguien ha visto alguna vez la justicia?) sino las “relaciones con los seres”, que son “valiosas” si favorecen nuestra existencia (hacer justicia, obrar justamente) y lo contrario si son relaciones tóxicas que envenenan (fumar, por ejemplo). De hecho, no cabe hablar de un “puñado de valores importantes”, sino de infinidad de relaciones constructivas con los seres en todas y cada una de las dimensiones vitales. Y, paralelamente, también de una infinidad de relaciones tóxicas.

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La penitencia tal como la venimos entendiendo, como punto de inflexión, nada tiene que ver con el sufrimiento y el dolor. Sufrir es malo, tóxico, predominio de contravalores en alguna dimensión de la vida. La mejor actitud frente al sufrimiento es erradicarlo. La penitencia a la que me refiero, como queda dicho, equivale a conversión, a cambio de rumbo, a desintoxicación, a sentir profundamente el bienestar esencial que comporta toda mejora, de cualquier orden que sea. El tiempo litúrgico medio que la Iglesia nos invita a vivir en Cuaresma es, esencialmente, un tiempo de fructificación, de convertir el estiércol en flores, de transformar cualquier perspectiva nihilista de la vida en acceso a la plenitud a que aspira el corazón humano. Festivamente hablando, el gran carnaval no tiene lugar el martes anterior al Miércoles de Ceniza, cuando uno puede dar rienda suelta a la imaginación para plasmar en el cuerpo cualquier fantasía, sino el domingo de Resurrección, cuando nuestra trémula carne revienta en un soberano orgasmo de luz al consumar todas las potencialidades que atesora la envergadura de ser que se nos ha regalado.

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