Desayuna conmigo (domingo, 27.12.20) La familia, ¿comunidad de bienes o de vida?

Retos a la comunidad humana

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Dos grandes temas se ofrecen este domingo a nuestra habitual reflexión matinal, uno proveniente de la liturgia y otro, del esfuerzo sanitario para coronar el escarpado pico en que se ha convertido el año en curso. El primero sirve como un campamento base para refugiarse y reponer fuerzas y el segundo se concreta en una mochila de equipos para que no nos falte oxígeno en el terreno en que nos movemos. Los textos litúrgicos de este primer domingo tras la Navidad, en la que hemos acogido al niño Dios, giran, lógicamente, en torno a la familia en que comienza a vivir y crecer. Ello hace que este domingo sea considerado como el de la “Sagrada Familia”, la familia concreta de Jesús, por más que el Eclesiástico nos hable de la familia en general y san Pablo se refiera a todo el pueblo de Dios. Por su parte, las pandemias no respetan a nadie, razón por la que, si no nos defendemos convenientemente, terminarán arrasando toda vida.

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El judeocristianismo, basado en el relato del Génesis sobre la creación de los primeros padres, Adán y Eva, ciñe su proyección cultural y jurídica al modelo de familia que hemos dado en llamar tradicional, el de un padre y una madre con hijos, conjunto de personas entre las que se establece una jerarquía intocable: el padre, como patriarca y autoridad máxima indiscutible; la madre, como autoridad sobre los hijos, pero sometida a la del padre, y los hijos, obligados a respetar y obedecer a sus padres. Se trata de un modelo que no solo organiza la convivencia familiar a base de respeto y obediencia, sino también encauza la sexualidad, cuya actividad queda rigurosamente prohibida fuera de su propio esquema de reproducción hasta el punto de que el adulterio, que solo estigmatiza a la mujer, es causa de su repudio, y la castidad, que permite una mayor dedicación a lo sagrado, se constituye en una especie de vida cristiana superior.

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Nada tiene de extraño que, partiendo de esas fuentes, a la Iglesia católica actual le esté costando horrores no solo abrirse siquiera a la atención religiosa que necesitan los miembros de las otras formas de familia que ya se han abierto paso en la sociedad de nuestro tiempo, sino también a valorar positivamente la sexualidad humana en sí misma como un precioso don divino. De hecho, el Eclesiástico fundamenta toda su preciosa argumentación en que el padre es más respetable que los hijos y deja entrever, como dirá explícitamente el mismo san Pablo, que la mujer debe someterse a la autoridad de su marido. El Evangelio, finalmente, narra el ritual de la presentación del niño Jesús en el templo y la oblación correspondiente que deben hacer sus padres, relato que continúa las maravillas que se iniciaron con su nacimiento en Belén y que ahora contempla en lontananza el piadoso Simeón y predice la profetisa Ana.

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Estamos ante unos textos que, partiendo de la familia de Jesús, cantan las bondades de la familia cristiana, la que hoy es considerada como tal y las que también lo puedan ser en el futuro, familias que, en todo caso, solo podrán una “comunidad de vida”, comunidades en las que se gesta la vida viviendo. El respeto y la ayuda mutua son sus reglas intocables. San Pablo concibe como tal a todo el pueblo de Dios, pueblo sacro y amado, cuyo uniforme deben ser ese mismo respeto y ayuda mutua. Hablamos, por tanto, de comunidades de vida, no de intereses, como lamentablemente demuestran ser no solo muchas de las familias que en la sociedad hoy se echan a andar alegremente con el único fundamento de un contrato repleto de cláusulas condicionantes, sino también muchas de las que se consideran cristianas, pero que solo lo son por convencionalismos sociales.

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Curiosamente, dada la tensión que vivimos, la celebración hoy del “día internacional de la preparación ante las epidemias” viene a ser como un toque de atención a la familia que somos como célula social y como pueblo. Se trata de una celebración promovida por la ONU a propuesta de la embajada de Vietnam en ella, que fue motivada por las repercusiones devastadoras que tienen las enfermedades infecciosas, sean epidemias o pandemias, en el desarrollo económico y social de las naciones en el corto, medio y largo plazo, especialmente cuando sus economías son vulnerables. Digamos de paso que esta celebración rinde homenaje a Luis Pasteur como precursor de la microbiología moderna y que su propósito es alertar a la comunidad internacional, a las agencias de la ONU, a los organismos regionales e internacionales, al sector privado, a las instituciones y a los particulares para promover la concienciación, la prevención y el control de todas las endemias, epidemias y pandemias. Hoy asistimos atónitos a la invasión de la covid-19, pues nos ha cogido casi a todos en pañales o mirando para otro lado.

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El propósito de la celebración de este día no puede ser más oportuno en los tiempos que vivimos. Hoy ha comenzado afortunadamente la vacunación en muchos lugares, entre ellos en España, contra ese virus. La tensión mundial creada por el coronavirus ha logrado el milagro de aunar las fuerzas investigadoras hasta lograr un remedio prometedor en muy poco tiempo para lo que es normal en el desarrollo de cualquier vacuna. Por ello, la fragilidad de la vida humana, que ha quedado tan al descubierto, es un hecho al que deberíamos prestar más atención por la cuenta que nos tiene no solo para conservar la vida, sino también para valorarla y organizarla como es debido. El peligro siempre estará ahí, latente o activo. Si bien la pandemia que padecemos ya se ha llevado por delante casi dos millones de seres humanos, no olvidemos que la mal llamada “gripe española” de comienzos del s. XX mató a casi cuarenta millones.

Es cierto, la humanidad

Mal que bien, con la disciplina social que se ha impuesto, por dura que sea, y con el apoyo de la vacuna que ha comenzado a aplicarse, aunque no sea la panacea, saldremos adelante y más nos valdría hacerlo con la lección bien aprendida. La lección a aprender es clara: los seres humanos formamos una gran familia en la que, además de respetarnos unos a otros, debemos organizarnos de tal manera que todos tengamos cubiertas nuestras necesidades vitales. Aunque hoy ya no nos sirvan los esquemas de la familia que traza san Pablo, haríamos muy bien en implantar en el seno de nuestra familia particular y en el de toda la sociedad como tal, cueste lo que cueste, las reglas de convivencia que él mismo establece: la misericordia, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión, el aguante y el perdón. Dicho así, quizá suene muy utópico, pero, dado lo que estamos viviendo, es desde luego no solo muy conveniente, sino también muy curativo. Y no olvidemos que, sea cual sea la forma de familia que puebla la mente de nuestros dirigentes eclesiales, la familia cristiana es la más perfecta creación social que hasta ahora se ha gestado al funcionar como una auténtica “comunidad de vida”, como una “eucaristía real” en la que se parte y comparte el mismo pan de vida.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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