A salto de mata – 16 Todos queremos más y más y mucho más

Carburante verde

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A pesar de que llevamos grabado en nuestros genes, desde el momento mismo en que nuestra evolución no se vio condicionada por los ecosistemas que gestaron nuestro ser y emprendimos un vuelo autónomo, el deseo de más y mejor como motor del hecho mismo de vivir, lo cierto es que las crisis y los problemas circunstanciales, sean sanitarios, bélicos o climáticos, se empecinan a veces en crearnos dificultades y hacernos retroceder, obligándonos a contentarnos con menos y peor. Inflaciones intolerables, por ejemplo, nos van depauperando poco a poco. Incluso habida cuenta de las convulsiones del tiempo presente, confieso que siempre he mirado hacia atrás con ojos limpios y sostenido la opinión de que mi generación, partiendo prácticamente de la nada en la inmediata posguerra española, ha tenido siempre, afortunadamente, la suerte de cara para ir cada vez a más y mejor.

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En cuanto a la movilidad personal, por ejemplo, no tardamos en pasar del coche de san Fernando, el de "un ratito a pie y otro andando", a la bicicleta; de esta, a la moto y, muy rápidamente, al Seat 600, para evolucionar después, a velocidad de vértigo, a los coches de alta gama con que hoy nos desplazamos, a veces, al bar de la esquina para tomar una copa. Y si a las comunicaciones nos referimos, en los decenios transcurridos desde entonces, mi generación pasó de circular por carreteras de tierra a hacerlo por flamantes autovías, y de las primeras conferencias telefónicas, cuya espera impacientaba al bueno de Job y cuyo ruido de fondo enervaba, a hablar hoy, alto y claro, con el resto del mundo sin demora alguna. ¡Maravillas de la industria y de la tecnología que nos hacen soñar con los sorprendentes mundos que seguramente nos irán saliendo al paso! En mi caso, por ejemplo, la simple sustitución del teclado de la máquina de escribir por el del ordenador, algo tan a la mano y de andar por casa, me pareció magia pura.

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El devenir humano arranca de las potencialidades individuales y colectivas que le han servido a la especie “homo” no solo para emanciparse de los ecosistemas, sino también para afrontar los esfuerzos que requiere su particular proyección vital: la necesidad de crecer para no perecer en el intento de vivir. Afortunadamente, siempre hemos tenido y seguiremos teniendo hambre de más, de mucho más y mejor. Para desgracia nuestra, esa inclinación consubstancial no nos libera de los efectos nocivos de una desorientación que puede conducirnos lo mismo a pasar hambre que a ingerir venenos.Estoy hablando de valores y contravalores, de una clave luminosa, capaz de explicarnos por sí sola no solo el enigma de la coexistencia del mal y del bien en el mundo en que vivimos, sino también quiénes somos realmente y cuál es nuestro destino.

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Nacemos a medio hacer, por lo que debemos ir creciendo no solo en corpulencia sino también en entidad al compás del paso de los días y los años. Nos cuesta trabajo entender este crecimiento entitativo porque creemos que, al nacer, somos ya un hombre completo, con todos los derechos escritos en su piel. Pero el dominico Chávarri, a quien tanta admiración profesamos en este blog, nos explica con gran claridad, en su sistema de valores y contravalores, que la realidad es muy diferente. Habituados a aceptar sin rechistar la obviedad de que el obrar sigue al ser (operari sequitur esse), él nos demuestra con razones muy convincentes que también el ser sigue al obrar (esse sequitur operari), pues cada acción que realizamos modifica el ser que ya somos, agrandándolo o achicándolo, añadiéndole o quitándole algo. En otras palabras, obramos porque existimos, pero nuestro obrar enriquece nuestra existencia. Obviamente, no somos los mismos a los 10 que a los 80 años.

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Cada acción, si es valiosa, nos aporta ser y, por ello, aumenta nuestra entidad; y, si no lo es, la disminuye. En la sociedad en que vivimos hemos dado en hablar una barbaridad de valores, tratando de deslindar claramente lo conveniente de lo nocivo, pero nos referimos por lo general a cualidades puramente abstractas, tales como la bondad, la justicia, la democracia y la educación, es decir, nos situamos en un ámbito de pura especulación, lejos del campo en el que juegan nuestras acciones, que nunca pueden terminar en empate o en tablas. Por todo ello, lo procedente no es hablar de valores, sino fomentar las acciones valiosas y desechar las nocivas, jugar decididamente a ganar. No es difícil entender que los valores aumentan nuestra estatura y que los contravalores la achatan; que, mientras que aquellos juegan en el campo del más, estos lo hacen en el del menos.

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Por ello, hemos de ver y afrontar la vida como un permanente reto en pos del más y mejor, como una continua persecución de lo beneficioso y, en definitiva, como la victoria incuestionable del bien. Por ello, ahora sí que podemos entender a fondo que para hacer lo contrario, es decir, para obrar el mal o para agostarse hasta morir, nos batamos y sobramos nosotros solitos, sin necesidad de que en nuestra historia intervengan ángeles caídos o demonios tentadores ni paraísos perdidos. La explicación del gran enigma del mal en el mundo no necesita acudir a la fábula bíblica de un supuesto Paraíso Terrenal y de un primer progenitor pecador, sino mirarse los adentros para descubrir las razones por las que muchas veces anteponemos la demolición a la construcción, optando por contravalores que nos destruyen en vez de hacerlo por valores que nos edifican.

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El mal, por tanto, no tiene ningún recorrido autónomo y, aunque lo hayamos personalizado hasta convertirlo en una especie de semidiós, jamás podrá rebasar los límites propios de la acción humana desenfocada que lo gesta. No hay guerra en Ucrania porque los ucranianos o los seres humanos en general seamos malos, sino porque allí se enfrentan intereses ilegítimos. El inmenso y poderoso mal que decimos que impera en el mundo no puede encontrar acomodo más que dentro de las fronteras del hombre. Todos los pecados, por mucha leña con que avivemos este fuego, no dejan de ser más que vulgares contravalores, valga la redundancia. Nos equivocamos si concebimos el pecado como una ofensa a Dios, pues, para bien o para mal, no tenemos tan inmenso poder, tanto que ni siquiera pudieron tenerlo los supuestos ángeles rebeldes a los que tanta cancha les hemos abierto en nuestra propia historia. Sin embargo, a los cristianos se nos ha dado el maravilloso poder de “tocar” a Dios en el rostro de nuestros hermanos, incluso en el de los muy lisiados y en el de los que están severamente discapacitados, porque ahí su presencia se percibe más nítidamente. Y claro está, si en los demás humanos podemos tocar y amar a nuestro Dios, también en ellos podemos ofenderlo. Es lo que realmente hacemos cuando los odiamos, injuriamos o expoliamos. Por lo que a nuestra línea de reflexión de hoy se refiere, resulta obvio que odiar, injuriar y expoliar son contravalores, es decir, acciones que nos empobrecen, achican y destruyen.

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Observemos de paso que entre el más-menos del valor y del contravalor hay mucho recorrido, que en este terreno se dan incontables matices que van de lo mejor a lo peor, de lo óptimo a lo pésimo. La línea del valor siempre ofrece espacio para crecer en busca de la perfección, mientras que la del contravalor dibuja un pozo sin fondo. Sin embargo, resulta curioso constatar que, en tan largo recorrido, hay una zona intermedia en la que ambos se entremezclan de tal manera que, a veces, los contravalores tenues podrían ser preferibles a los valores mediocres. Así, por ejemplo, el bueno tibio resulta más repelente que el bobalicón malo. Observemos igualmente que, en lo tocante al más y mejor, que titula nuestra reflexión, no hay límites ni metas, pues afortunadamente siempre podremos “querer más”, igual que, a la inversa, lamentablemente siempre es posible ir a peor rodando por una pendiente que destroce nuestro ser o cayendo en algún abismo que lo haga desaparecer.

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Detengámonos solo unos segundos en contemplar la trayectoria recorrida por el hombre solo en el ámbito de su dimensión valorativa epistémica, una de las ocho del armazón del sistema de Chávarri. Cabe admirar, por lo que a nosotros mismos se refiere, el recorrido de la conciencia humana no solo sobre el manejo, con tanta soltura y precisión, de la complejidad de nuestro propio ADN, sino también sobre el funcionamiento de nuestros pensamientos y sobre la motivación y el asentamiento cerebral de nuestros propios sentimientos. Mirando hacia el fundamento mismo de nuestra fe cristiana, podríamos preguntarnos, sin maliciar una evidente respuesta negativa, si Jesús de Nazaret pudo tener algún conocimiento, por ejemplo, sobre el yo profundo, el subconsciente y el alzhéimer.  Y, si de lo que somos saltamos al mundo en que vivimos, veremos que no nos ha resultado fácil saber que la Tierra es una esfera redonda, suspendida en el vacío, obligada a seguir al pie de la letra el trazado que le hace la gravedad que sobre ella ejercen el Sol y tantas galaxias a base de misteriosas fuerzas que ordenan el caótico (valga el oxímoron) Universo del que formamos parte. También en este campo cabría preguntarse si Jesús de Nazaret tuvo siquiera un atisbo de tal conocimiento.

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Creo que no exagero si afirmo que, a nivel individual, hasta los hombres más prominentes son ignorantes. Incluso esos que decimos que son “un pozo de ciencia” no llegan a saber más que mucho sobre muy poco, es decir, nada en tres cuartos, y que, por tanto, los más sabios de ellos tienen razón cuando afirman saber que realmente no saben nada. Los demás, a los que ni siquiera nos ha tocado la sombra de la sabiduría, siendo honestos, sí que podemos afirmar sin falsas humildades que realmente no sabemos nada de nada, aunque a veces logremos hilar ordenadamente un puñado de palabras para formar una frase lógica. A mí, por ejemplo, de quedarme solo en el mundo, tendría que ponérseme una fecha de caducidad más corta que la de un vulgar yogur.

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Pues bien, los más sabios de entre nosotros afirman tajantemente que todo lo que hoy, cuando ya hemos puesto los pies en la Luna y hollado otros planetas, sabe la humanidad en su conjunto sobre el Universo no llega ni al 5% de su ser y acontecer. Larga se nos fía la posibilidad de dominarlo un día. Aunque nos creamos dueños de la Tierra, nuestro hogar, pues nada de ella queda ya en barbecho notarial, lo cierto es que una simple gota fría nos desarma la bolera, que un volcán nos hace temblar, que una pandemia nos descoloca y que una guerra, que dispone de la vida como de una bagatela, produce dramáticas desbandadas. Afortunadamente, tantos infortunios y tanta sinrazón nos obligan a estrujar las neuronas en busca de salidas y remueven las conciencias para reajustar nuestros comportamientos. Para que la depresión no haga mella en nuestro ánimo, dejemos claro que, en el galimatías funcional que nos hemos creado desde que logramos la condición de “homo”, nuestra vida tiene por delante, mientras dure, un camino de mejora continua y que, para lograrlo, contamos con el carburante verde de fomentar los valores, de seguir creciendo como seres humanos.

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