"La pregunta sigue vigente, pero tal vez no como una disyuntiva excluyente, sino como un binomio inseparable" Diáconos: ¿Cantidad o calidad?

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"¿No estamos a veces utilizando la calidad como excusa para no asumir con valentía una expansión real y ordenada del ministerio diaconal?"

"Lo cierto es que el número de diáconos en España sigue siendo llamativamente bajo. Se habla con cierta solemnidad de que nos acercamos a los seiscientos, como si eso fuera un dato admirable. Pero basta mirar al resto de Europa para notar el contraste"

"Madrid, Barcelona y Sevilla encabezan las cifras absolutas, como cabría esperar por población y estructura"

Las dos palabras aparecen cada cierto tiempo cuando hablamos del diaconado. Se dice que no importa tanto el número como la autenticidad de la vocación. Que más vale uno solo, coherente y entregado, que muchos que apenas se dejen notar. Y, sin embargo, ¿no estamos a veces utilizando la calidad como excusa para no asumir con valentía una expansión real y ordenada del ministerio diaconal?

Un diácono de Madrid, militar ya retirado, graduado en estadística y con años de experiencia como analista, suele recordarnos este asunto cuando nos encontramos en reuniones formativas, convivencias o eventos diocesanos. Él suele hacer sus propios cálculos y nos asesora, con  estadísticos, sobre la participación de los diáconos en distintos encuentros y con ello analizamos de alguna forma, el grado de implicación y en cierto modo la calidad. Y suele salir casi siempre el mismo resultado: aunque somos pocos, proporcionalmente acudimos más que los presbíteros. Una conclusión que nos puede parecer simpática, pero que no deja de ser reveladora.

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Porque más allá de nuestra percepción subjetiva, lo cierto es que el número de diáconos en España sigue siendo llamativamente bajo. Se habla con cierta solemnidad de que nos acercamos a los seiscientos, como si eso fuera un dato admirable. Pero basta mirar al resto de Europa para notar el contraste. Italia cuenta con más de 4.500, y hay diócesis italianas que, dos de ellas suman más diáconos permanentes que toda España junta. Y por si fuera poco, de esos seiscientos de los que se llega a presumir, cerca de un tercio superan ya los setenta años. Así que, al final, el número real de diáconos en activo, con disponibilidad plena, es todavía menor.

Claro que hay diferencias entre diócesis. Madrid, Barcelona y Sevilla encabezan las cifras absolutas, como cabría esperar por población y estructura. Pero hay otras diócesis más pequeñas, como Asidonia-Jerez o Huelva, en las que la proporción de diáconos por número de fieles triplica a la de Madrid. En estos casos, aunque sean pocos en términos absolutos, su presencia destaca con fuerza. Es un dato que merece atención, porque revela que no se trata solo de números totales, sino de compromiso institucional, de apertura al ministerio y de voluntad pastoral real.

Y lo más llamativo es que todavía hay diócesis en España donde el diaconado permanente ni siquiera ha sido restaurado. Mérida-Badajoz, Córdoba, Cartagena-Murcia o la Castrense siguen sin dar este paso, pese a las llamadas del Magisterio y las necesidades objetivas de sus territorios. ¿Qué argumentos justifican esta ausencia? ¿Por qué, en pleno siglo XXI, seguimos sin normalizar una figura que el Concilio Vaticano II propuso como permanente precisamente para volver a los orígenes apostólicos y responder a las urgencias del mundo actual?

Recientemente un diácono escribió en el grupo de WhatsApp de diáconos de España que más importante que la cantidad es la autenticidad. Que lo esencial es ser consecuente con la vocación recibida. Y no le falta razón. Pero uno no excluye lo otro. Qué bueno sería que fuéramos muchos y, además, auténticos, y santos. Que no tuviéramos que elegir entre cantidad y calidad, porque ambas se pueden y se deben cultivar a la vez. La santidad no depende del número, pero tampoco crece aislada, sin estructuras, sin apoyo mutuo, sin visibilidad ministerial.

En este debate, a veces se trae a colación una frase común que escucho entre padres de familia: “no importa tanto el tiempo que paso con mis hijos, sino la calidad de ese tiempo”. Y aunque tiene su parte de verdad, no deja de sonar a excusa para justificar la escasez de presencia. Algo similar puede aplicarse al diaconado. Claro que importa la calidad, pero también importa la cantidad cuando hablamos de servicio, de caridad, de anuncio del Evangelio. ¿A cuántos enfermos se ha podido visitar? ¿A cuántos pobres se ha atendido? ¿A cuántos pequeños núcleos rurales se ha podido llevar la Palabra y la comunión gracias al envío y a la entrega de un diácono?

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Recuerdo que, en mi parroquia, hasta hace no mucho, quienes llevábamos la comunión a los enfermos éramos el párroco, los vicarios y yo mismo. Recién ordenado, la lista no era muy larga, así que me las apañaba yo solo para llegar semanalmente a todos los enfermos. Pero con los años, la lista fue creciendo, y la carga empezó a superar mis fuerzas. La cantidad hacía bajar la calidad. Tenía que hacerlo deprisa, de casa en casa, sin poder detenerme mucho. Algunos, en tono amistoso, decían que aquello parecía Telepizza: una “tele-comunión”. Por suerte, empezaron a colaborar otros ministros, y después se sumaron los laicos como ministros extraordinarios. No porque faltaran sacerdotes ni porque aumentaran de golpe los enfermos, sino porque era necesario dar espacio a otros para compartir el servicio.

Esto muestra que sí, que es importante ser auténtico, pero también lo es ser suficientes. El ministerio no puede recaer siempre en uno o en unos pocos. Hace falta ensanchar el horizonte, repartir las cargas, llegar a más. Y para eso, también es necesario el número. La cantidad no es sinónimo de superficialidad, ni debe considerarse una amenaza para la autenticidad. Muy al contrario, es una condición para que el bien se multiplique y no dependa de la heroicidad aislada de unos pocos.

Entonces, ¿cantidad o calidad? La pregunta sigue vigente, pero tal vez no como una disyuntiva excluyente, sino como un binomio inseparable. Porque el verdadero dilema no está entre ser muchos o ser buenos, sino entre conformarse con poco o aspirar a lo que la Iglesia necesita. La clave está en que cada diácono viva su vocación con fidelidad, pero también en que las diócesis generen procesos, estructuras y caminos que permitan que muchos más descubran esa llamada y puedan responder con generosidad.

La cantidad que importa no es la de nombres en una lista, sino la cantidad de bien que se hace, de amor que se pone, de evangelio que se anuncia. Pero eso también exige que seamos visibles, presentes, disponibles. No solo auténticos, sino también numerosos y entregados.

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