Ética: dignidad e indignación

No soy un lector benévolo de éticas y morales, a menudo desmoralizadoras por sus vanas pretensiones comportamentales. Por eso me ha costado leer la filosofía ética de José Antonio Marina, atravesada por una retórica sostenida y demorada. Pero finalmente he leído con provecho sus títulos fundamentales con cierto interés incierto.

El aspecto creativo o proyectivo del sujeto humano obtiene en nuestro filósofo una versión algo heroica, optimista, por eso funda la grandeza de la ética humana en su comportamiento “animoso”. De esta guisa, la creación se concibe como animación cultural y animación moral, proyección típica del ánimus masculino más allá de la circunspecta ánima femenina. Mientras que el ánimo es animoso o activo, racional y luminoso, el ánima es animada y asuntiva, sentimental y claroscura.

Yo diría que la inteligencia humana no es tan creadora en general, ni tan positivamente creadora en particular, como se nos dice. Más que creadora, la inteligencia es recreadora o interpretadora, hermenéutica; y más que positivamente creadora, la inteligencia humana es ambivalente, ya que proyecta la creación positiva y la creación negativa, lo bueno y lo malo, lo sublime y lo siniestro. Nuestra inteligencia presunta y presuntuosamente creadora debería ser más integradora y mediadora, más asuntora y remediadora del mal en el mundo. A menudo crea utopías irrealizables y realizaciones abominables o bastardas.

Sin embargo, hay que reconocer que J.A. Marina ha escrito una Ética para náufragos y no para boyantes. Partiendo de que conocer es querer, el amor se ofrece implícitamente como la vía regia de la creación de valores especialmente morales. Ya Sartre afirmó que el amor nos salva de la insignificancia, y por lo tanto el amor confiere sentido y significación. La filosofía como amor a la verdad es ya amor o querencia, sentimentalidad racional. En el hombre, el instinto se trasfigura en sentimiento, y el sentimiento se intelectualiza proyectando significados valorativos.

En principio nos gusta esta ética que trata de anudar eros y razón, deseo e inteligencia. El deseo humano sería una elaboración de las necesidades, fundando una evaluación afectiva de lo real. Hay una complicidad entre eros y logos, deseo y deber, ligazón y ob-ligación. Nos las habemos con el hombre-centauro de Marina, cuya ética animosa se basa en la proyección del valor como valentía, una virtud de nuevo propia del ánimo, pero basada también en el valor como valoración afectiva de la existencia, propiciada por el ánima amorosa. Ahora bien, finalmente el valor creador y proyectivo, animoso, se sobrepone aquí al valor pasivo, a la impura pasión y a la mera compasión, precisamente en cuanto elevación frente al abajamiento.

A partir de esta posición elevada o aristocrática, de inspiración orteguiana, esta ética proyecta “la dignidad humana”. Frente a la ética de la supervivencia de Feyerabend, nuestro autor reclama una ética de la dignidad, capaz de dar un sentido ideal a la vida, con lo cual recae gloriosamente en cierto idealismo ético, o sea, en una ética ideal en la línea de la tradición clásica. Pero, frente a esta ética de la dignidad (ideal o idealista), nos sentimos cómplices de una ética de la indignidad que nos rodea y corroe, y que nos conduce a la indignación moral.

Al frente de la visión ideal de Marina se mantiene la belleza clásica o tradicional, simbolizada por el mar del que se dice: “tanta belleza no puede ser casual ni muda”. Pero la belleza del mar tiene que ver con su superficie, ya que el fascinante y terrible fondo del mar ofrece una lucha implacable entre peces que no pacen precisamente en paz. Por otra parte, nuestro autor critica con razón nuestros amores posmodernos, definidos como mercuriales, disueltos o disolutos, pero para preconizar un amor ultramoderno cuya característica fundamental no es ya la “destensión” posmoderna, sino la “protensión” ultramoderna basada en la superación olímpica (sic).

Frente a toda superación olímpica, mi escepticismo de viejo prefiere hablar de “supuración” paralímpica. Frente a la ética de la dignidad prefiero una ética de la humanidad y la humanización del mundo. La ética de la dignidad indigna por la indignidad propia del mundo del hombre, ante la cual cuadra mejor una ética de la compasión.

Y, sin embargo, el autor no ha olvidado el trasfondo patético de la vida, tal y como se expresa en la afección y la emoción, en el sentimiento y el deseo. La buena intención habría sido fundar una ética “senti-mental”, quicio o gozne de mente y sentimiento, razón y corazón; pero la atención del autor le ha llevado por derroteros trascendentales y tradicionales, ideales e idealistas. Otro mundo es posible pero no factible, al menos con meras buenas intenciones, que son las de la ética en general y las de esta ética en particular. Precisamos una ética política no digna, sino realmente indignada con la indignidad de la dignidad tradicional.
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