Meditación del otoño

Esta nuestra vida parece firme y cerrada, pero se abre y se va: se nos va. Así dice la letra del “Adagio veneziano”, original barroco de A. Marcello, arreglado por F.Pourcel y cantado lánguidamente por M. Ranieri y, más recientemente, por C. Giove. Este adagio precioso estaba dedicado originalmente a la decadencia sublime de Venecia, pero la versión moderna amplía la dedicatoria a toda decadencia, representada especialmente por el otoño: la estación que enfría los ardores y las pasiones veraniegas.

El quejumbroso adagio desgrana el decaimiento desganado de la vida, encarnado por una Venecia otoñal que se hunde en el mar gloriosamente. Pues esta decadencia exterior, otoñal y veneciana, alberga una exquisita cadencia interior, en la que se pasa de la expansión a la impansión, de la extroversión a la introversión, de afuera adentro.
La realidad física o material dice explosión e implosión, mientras que la realidad de la vida dice exteriorización e interiorización, nacimiento y fulgor más ocaso y muerte. Al comienzo la vida es como un movimiento musical del interior al exterior (motus ab intra), pero más tarde el movimiento pasa del exterior al interior (motus ad intra).
Sabemos pues de dónde venimos y a dónde vamos. Venimos del interior de la vida al exterior del mundo, y vamos del exterior del mundo al interior de la vida. Se trata de un movimiento de ida y vuelta, de salida y entrada, de exteriorización medial e interiorización final. El joven es pura expansión y proyección, el viejo es pura impansión e introyección.

Pero no solo sabemos de dónde venimos y a dónde vamos, sino dónde estamos: estamos en la implicación, cohesión o mediación de estos contrarios, extroversión e introversión, exteriorización e interiorización, proyección e introyección.

He aquí que al principio el hombre no era, pero acabó siendo; y al final el hombre deja y dejará de habitar el exterior del mundo para cohabitar el interior del universo. Diríase entonces que lo que llamamos no-ser es más bien un pre-ser, o sea, la potencia implícita o implicada del ser explícito; por su parte, lo que llamamos ser es más bien un pos-ser, o sea, un acto explícito que se consuma y consume implícita o implicadamente.

Hay algo en mí que no es mío que no muere: esta sería mi visión otoñal del mundo. Hay algo en nosotros que no es nuestro y nos traspasa. Fue Margarita Yourcenar la que definió a Dios como “todo lo que nos pasa”. Tras todo lo dicho, yo matizaría otoñalmente esta definición del Dios, redefiniéndolo en consecuencia como todo lo que nos traspasa.
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