Abraham, modelo de todos los tiranos.

El mito de Abraham es una perplejidad. Todo mito se entiende por referencia a la realidad de la que parte y a la que explica.

Pero los interrogantes racionales no tienen sentido alguno; quizá el psicoanálisis tendría mucho que decir, que de hecho ya lo ha hecho, y la exégesis bíblica también, explicando orígenes, paralelismo, superponiendo mitos similares... Aún así, la explicación humana interesa tanto como las otras.

La religión cristiana, interesada, ha centrado la atención en Abraham, siempre el padre, el señor de vidas y haciendas, más “predestinador” que predestinado... ¿Pero Isaac?

Sólo la recreación del “momento”, pondría los pelos de punta. ¿Y las quejas del hijo? ¿Y el “qué vas a hacer”? ¿Y el llanto del que se siente víctima?

Retornemos pues al mito, pero considerando al hijo y las preguntas que se pudo hacer. Para Isaac ya no pudo haber más “padre”; de tal sacrificio, por más que digan otra cosa, necesariamente tuvo que surgir un ateo visceral: ¿qué Dios era ése que exigía verse contentado con su vida? ¿Por qué sabía Abraham que el dios que le pedía tal sacrificio era el verdadero Dios? ¿Para qué tener fe en un dios que exigía vidas humanas cuando alrededor había religiones más espirituales? ¡Con razón un descendiente preclaro suyo emigró a Egipto!


En Abraham lo único que podemos ver es un padre asesino. Y un prototipo. En Abraham se han visto retratados todos los “padres de la patria”, todos los salvadores, redentores, defensores, libertadores, líderes, incluso benefactores... Isaac era el pueblo. ¿O el pueblo era el oportuno carnero, solución y salvación de todos los que se erigen en dioses de la sociedad?

Véanse en Abraham también todos los fundadores de congregaciones o sectas que sacrifican el psiquismo de los prosélitos para mayor gloria de su ego atrayendo a su proyecto voluntades y vidas, todas sacrificadas en el altar del “padre”. Y no había un Dios detrás para pararles la mano. Ellos sí han llevado a término el sacrificio, porque sacrificaban “por y para”.

Sí, definitivamente el pueblo era el carnero, no merecía la pena asustarse: ya se sabe, el sacrificio es lo que da “sentido” a la vida de un carnero. Es la plebe que no piensa, la plebe sometida y sumisa al millón de leyes que la encadenan, la plebe que “no se da cuenta de la inmensidad del problema”, la que nunca entenderá al enviado de Dios, la plebe siempre “educanda”.

Su destino más glorioso es el sacrificio: sacrificio de las pequeñas cosas, pero sobre todo verse sacrificada en los grandes proyectos. Sí, también los proyectos políticos, aunque sean tan rastreros como los proyectos zapateriles.

La mejor concreción de la escena bíblica del “sacrificius interruptus” de Isaac por Abraham la tenemos en la organización católica como organización abrahámica: sacrifica a sus hijos en provecho propio, para satisfacer y preservar su grandeza; inmola la personalidad de Isaac, la racional, la que pregunta por la víctima del sacrificio para crear seguidores sin voluntad, aunque también fanáticos de la venganza edípica, venganza por otra parte imposible porque el “padre” Abraham-Dios no existe o porque “se evapora”.

En definitiva, el mito de Abraham un drama psicológico profundo.
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