Aplicando a Jesús el sentido común.

Las cosas son como son y la realidad, como verdad cabezona, se impone pese a prédicas y veleidades sobrenaturalistas: entre el Jesús redentor, hijo de Dios y salvador… y el Jesús líder, cautivador de mentes, vaticinador de salvaciones populistas, la opción es clara. Lo podría decir G. de Ockam:

entre varias explicaciones más o menos válidas pero no demostradas, el entendimiento y el sentido común se inclinan por la más probable. Tuvo que ser Ockam el que formulara filosóficamente algo tan elemental y aún así sus problemas pasó para validarlo. 

Veamos otra donde el sentido común ejerce su imperio. Admitida su existencia, nació y vivió en un ambiente concreto. Se crió viendo, oyendo y sintiendo realidades sociales ciertas y confirmadas. ¿Y qué oyó en su periodo de “formación”, en su juventud? ¿Oyó la voz de Dios Padre dentro de su corazón –o sea, a sí mismo, dado que, dicen, él era Dios también -- o las prédicas oficiales en el templo y las peroratas en las plazas y campos a cargo de profetas tolerados?

Jesús no puede ser otra cosa que hijo de su época, una época histerizada. Al igual que los muhaidines, musulmanes fervorosos que se lanzaban a la guerra santa provistos de hondas para enfrentarse a espingardas o cañones cristianos, las mesnadas judías se dejaron primero imbuir de credos regeneracionistas ya existentes en sus libros proféticos: basta ser bueno, tener voluntad, confiar en Dios para vencer; las murallas pueden caer al estruendo de la voz; las aguas se pueden dividir al conjuro de la palabra del enviado de Dios; los rezos, cantos, amuletos y plegarias pueden más que las lanzas y las corazas... ¡Y la gente se creía todo eso!

¿Qué suponía todo ese cúmulo de sandeces creídas para el poder romano? Nada. Como una picadura de mosquito. Aun así, a las autoridades romanas no les gustaba nada el cariz que tomaba tal picadura. Y menos si la picadura ya era de avispa, del avispero en que se convirtió Palestina en el sexto decenio. (Hace treinta, cuarenta años, dejaorn que se hablara de “independencia catalana” y todos lo tomaron a risa).

Esta elemental interpretación del ambiente social se entiende con claridad. Y se entiende que Jesús, con sus encendidos sermones y sus promesas bienaventuradas, quedara encuadrado dentro de la tribu de predicadores que decían al pueblo lo que éste quería oír, como masoquistas de la fe que eran todos, vanagloriados de pertenecer al pueblo elegido por Dios que ninguna autoridad terrenal podía subyugar.

En Jesús hasta el nombre es significativo, con cierto olor a irrealidad interpretable: "Jesús = Dios salva, o ha salvado o salvará". A veces el nombre marca el destino, pero en este caso parece que es al revés, primero se crea el personaje y luego se le da nombre.

Hay un tufo, decimos, de irrealidad; algo huele a falsificación, donde el nombre sólo es un pretexto para una posible catarsis ontológica, escatológica y mistérica.

Al fin y a la postre, nombre y personaje no son sino la materialización de energías sociales dilapidadas frente a un poder temporal, Roma.

¡Sin embargo, dirán sus seguidores, el cristianismo triunfó y se impuso al Imperio Romano! Triunfó como el Cid, después de muerto (el Imperio, claro). Cierto, pero ésa es ya otra historia bien distinta. Su mensaje podría haber caído en el vacío y perderse como se perdió la predicación de Juan Bautista, un alias de Pablo de Tarso, y como se perdió la supuesta predicación de los apóstoles, que debieron hacer todos mutis por el foro en el teatro de las salvaciones.

Añádase el hecho de que nadie se sacrifica voluntariamente pensando que los nietos o seguidores desconocidos cultivarán y fruirán la semilla que uno planta. Malabarismos dialéctivos tuvieron que hacer para conjugar fracaso de fundador con éxito proselitista paulino.

También se podría decir, sin fundamento alguno, que el cristianismo fue el cáncer del Imperio y que por su nefasto influjo contribuyó a su decadencia, lo cual es falso. ¿O no lo es? Lo mismo, pero al revés, la pretensión historicista de que fue JP-2 el que contribuyó decisivamente y dio la puntilla al régimen comunista. ¡Cuánto engaño para quien quiere ser engañado!

Así pues, quedémonos con la interpretación más creíble y más verosímil: Jesús es como el patronímico, el emblema, el espejo donde se podrían mirar todos los judíos que rechazaban la ocupación romana, para lo cual sólo disponían de un recurso, la fe, el mantenimiento de un monoteísmo difuso, la confianza en un Dios que hasta podría hacer el milagro de liberarlos del opresor. ¿Cómo no confiar en un Dios que lo había elegido como pueblo suyo? Si a eso añadimos algo imposible de conocer, la probable facilidad de palabra del "hijo del carpintero"... Tendríamos un Far West en Oriente.

Cuando entramos a considerar la aportación de Pablo de Tarso, vemos que del personaje real, Jesús, apenas si queda rastro: en sus textos el Jesús humano desaparece; desaparece su pertenencia a un pueblo; desaparece su mesianismo social redentor para trascender a la redención universal y espiritual; desaparecen padre y madre, no hay madre virgen ni siquiera anuncio del ángel; no se sabe siquiera si nació: Cristo está ahí, siempre ha estado ahí. Pero es ya "otro". En términos de Ortega y Gasset, con una "otredad" que succiona el substratum humano.

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